En el que país que supo tener en 2012 la única ley de identidad de género en el mundo que no patologiza la condición trans hubo que esperar cinco años después para que apareciera la historia del primer chico trans de una ficción argentina en horario prime time.
—Yo ya no puedo ser más tu hija porque no me siento así. Vos ves una mujer en mí. No, má. Yo tampoco. Me siento un varón—le dispara Juan a su madre después de salir de la casa en su longboard.
Maite Lanata es la actriz que interpreta magistralmente a Juan, un adolescente que ya hace un tiempo reniega de llamarse “Juana”, como la nombraba su mamá Antonia (Nancy Dupláa). La escena en la que se sientan juntxs frente a una psicóloga especialista en género (Sandra Mihanovich) y la escuchan definir “cis” y “trans”, diferenciar identidad de género de orientación sexual traspasó la pantalla y circuló en grupos de WhatsApp y chats. La madre hace preguntas para entender mejor a su hijo y expone con honestidad su principal temor: que sufra. Entonces Juan le explica que ya sufre porque lo que más quiere es que le vean cómo se siente. A partir de ese momento y con el apoyo de Antonia, Juani pasa a llamarse Juan y exige ser llamado con pronombres masculinos.
La decisión de contar la historia de un varón trans adolescente estuvo planteada por Sebastián Ortega y Pablo Cullel desde el primer día. El elenco y el equipo autoral, compuesto por Ernesto Korovsky, Silvina Frejdkes y Alejandro Quesada tuvieron entrevistas con varones trans y fueron asesorados a partir de la preproducción por Asociación Familias por la Diversidad (AFDA). Andrea Rivas, presidenta de la ONG, define el objetivo de su equipo de profesionales audiovisuales LGBTQ+ como “poder acompañar la construcción de una familia diversa en donde se visibilizan varias problemáticas. No sólo la identidad de género de Juan, sino también la construcción de esta familia, la forma en la que interactúan entre ellxs para poder acompañar a Juan siempre de manera positiva y sin que se refuercen estereotipos negativos”.
La escuela donde va Juan ocupa un lugar clave al punto de que sus compañerxs deciden encabezar una toma por la discriminación que sufre. Aunque no está desbordada de pañuelos verdes como cualquier escuela de la Ciudad de Buenos Aires y sus carteles para la manifestación son extremadamente prolijos, la escena réplica algo de la atmósfera que se vive en los colegios con cada vez más fuerza.
Mientras que en los primeros episodios Juani era casi una isla sin amigos y le escapaba a su madre por los pasillos de la casa, ahora sus vínculos se transformaron junto con él. Aunque por momentos cae en determinados lugares comunes, el valor de la visibilidad de su historia es invaluable. Su transición no es narrada como algo “íntimo” o “sin sociedad”, sino que se cuenta en un contexto. No son datos menores que el mejor amigo le da su apoyo incondicional, que la chica que le gusta sigue con él y que el docente de su escuela le da espacios para expresarse en el aula. De igual manera es importante que la directora lo amonesta por entrar al baño de varones, que el bully del curso nunca demuestra señal de empatía y que su abuelo (interpretado por Osvaldo Laport, como un guiño al costumbrismo televisivo de las últimas décadas) todavía no termina de entender qué está pasando. No sólo el entorno influye en Juan, sino que sus compañerxs y familiares son afectados y transformados por eso que pasa alrededor suyo. “En ese sentido queríamos mostrar la necesidad de informarse, de que los chicos tengan posibilidad de conocer otras realidades, de que se brinden clases de educación sexual integral, de diversidad. La discriminación viene de la mano de la ignorancia”, explica a LATFEM Alejandro Quesada.
Uno de los grandes logros de 100 días para enamorarse son los vínculos entre padres, madres e hijxs construidos sobre la idea de que hay un deseo real en estos personajes de llegar a entenderse. Antonia no es una madre que se olvidó cómo era ser adolescente y Juan no es rebelde “porque sí”. No hay portazos, ni “no entendés nada” o “vas a ver cuando seas grande”.
Cada vez que Juan sale corriendo porque no quiere hablar con su mamá, Antonia va detrás suyo, pregunta, escucha y asiente. Acá no hay madres villanas, ni madres perfectas. Andrea de AFDA cuenta que en el personaje de Antonia está la intención de plasmar ”una realidad que viven muchas madres de personas LGBTIQ+, que es enfrentar ese temor a lo desconocido, dejando el mensaje de que lo que realmente quieren es que sus hijes sean felices”.
La historia de Juan y Antonia es seguramente lo que vuelva inolvidable a 100 días…, pero es sólo una parte de una tira que se construye sobre aquello que Quesada define como la premisa: “indagar en los vínculos de amor en los tiempos que corren, la deconstrucción de una pareja, su reconstrucción sobre nuevos cimientos y la repercusión de esta situación en los diferentes modelos de familias elegidos para contar en esta historia”.
La pareja a la que se refiere es la de Laura (Carla Peterson), la mejor amiga de toda la vida del personaje de Dupláa (si el corazón de la serie está en algún lado, es en esa amistad), y Gastón (Juan Minujín), que luego de estar casados durante mucho tiempo ponen en cuestión “la forma del amor” y deciden separarse por 100 días (de ahí el título) para descubrir si quieren seguir en pareja, mientras continúan trabajando juntxs. La idea de poner en crisis lo establecido y volver a armarlo -o armar algo distintos- se replica en todas las historias que narra la tira: Fidel (Michel Noher), el profe progre de Literatura, se acaba de separar de la mamá de su hija y se vuelve a enamorar de golpe y por primera vez de un hombre (Ludovico Di Santo); Antonia se reencuentra con el papá biológico de su hije (Luciano Castro) y esto no sólo pone en crisis su relación con Coco (Pablo Rago), sino que trata de incorporarlo a la vida familiar; Inés (Jorgelina Aruzzi) descubre que su marido adorado (Juan Gil Navarro) es bígamo, se alía con la otra esposa (Manuela Pal) para “destruirlo” y terminan haciéndose amigas.
En 100 días para enamorarse no descartan el costumbrismo como si fuera un estilo viejo del que ya no pueda exprimirse nada. Todo lo contrario: ¿qué género habilita más a ahondar en las emociones y los vínculos entre personas que el que se aboca a la vida cotidiana? Si hay algo que da la sensación de fuera de época es lo estático, lo que ya vimos mil veces, los mismos estereotipos de género y de clase repetidos hasta el infinito (¿cuántas veces vamos a ver a la empleada doméstica que se enamora del “patrón” y que sufre porque él prefiere su vida cómoda a “jugársela” por amor?).
Traer el costumbrismo al siglo XXI es posible, pero no es poner un chat de Whatsapp en pantalla o agregar el personaje LGBTIQ obligatorio a la trama y narrarlo a medias, desexualizándolo, o evitando ponerle nombre a lo que se está contando. Sí puede serlo dialogar con la realidad del presente: en este caso, también, con un elenco lleno de caras que se pronunciaron sobre los debates actuales. No hay que pasar por alto que en la tira también se pudo ver el pañuelo verde en la muñeca de Nancy Dupláa.
Quizás el desafío sea que lxs personajes trans sean interpretados por personas trans. Transformar el género tiene que ver con volver a su centro de siempre, a lo vincular y relacional de esta categoría y elegir contarlo como relevante, como una historia que merece ser tomado con responsabilidad, ser pensando, y sobre todo, reconociendo el valor social de la bastardeada y subestimada tira diaria.
Quizás el desafío sea que lxs personajes trans sean interpretados por personas trans. Transformar el género tiene que ver con volver a su centro de siempre, a lo vincular y relacional de esta categoría y elegir contarlo como relevante, como una historia que merece ser tomado con responsabilidad, ser pensando, y sobre todo, reconociendo el valor social de la bastardeada y subestimada tira diaria.