El cuerpo es el territorio de las batallas feministas y anti-feministas de las últimas décadas. Es sobre este territorio que los debates a favor y en contra de la autodeterminación de las mujeres y otras identidades sexo-disidentes han proliferado y tomado caminos a veces contradictorios. Por ejemplo, hemos avanzado significativamente en relación al derecho de las mujeres y personas gestantes a decidir sobre sus derechos reproductivos y nos hemos enarbolado de la bandera neoliberal de “mi cuerpo, mi decisión” para defender el aborto; pero aún no logramos un consenso respecto al derecho de las mujeres al libre ejercicio de su sexualidad en el trabajo sexual. Vemos como una aberración el trabajo sexual callejero, pero celebramos el “empoderamiento” de aquellas celebrities que venden contenido “erótico” en plataformas digitales. Somos capaces de identificar y denunciar la explotación del cuerpo en el trabajo sexual, pero se nos dificulta entender la trama de desigualdades y opresiones que pesan sobre las trabajadoras de casas particulares y sobre las cuidadoras que ponen también su cuerpo en el trabajo. Cuando se trata de hablar del cuerpo, nuestros feminismos colapsan y se nos cuela la clase. Somos muy feministas cuando se trata de ciertas luchas que se encuadran con nuestra conciencia de clase media, profesional, hetero-cis, blanca y hegemónica y nos ponemos de la vereda de la moralidad cuando se trata de luchar por aquellos cuerpos de la clase trabajadora, marrones, pobres, desempleados y trans.
La reciente muerte de Silvina Luna, producto de la mala praxis en una cirugía estética que se realizó, trajo múltiples expresiones de condolencias y, por supuesto, de contrafácticas reflexiones feministas. En redes muchas “voceras” de los feminismos digitales hicieron oír su repentina preocupación por los estereotipos de belleza que oprimen a las mujeres y las conducen a realizarse peligrosas intervenciones sobre su cuerpo. En menos de un mes pasamos de andar vestidas de rosa y celebrar a Barbie (porque su directora era mujer y coso), a estar preocupadísimas por los patriarcales estereotipos de belleza que llevaron a Silvina Luna a la muerte. Incluso varias organizaciones feministas y de derechos humanos se expresaron en este sentido, ignorando una cuestión central: Silvina Luna murió por una mala praxis. Su asesino presunto fue Aníbal Lotocki.
En este texto profundizaremos sobre estas tensiones entre los mandatos estéticos que supuestamente pesan sobre la conciencia de las mujeres y personas trans, y la autonomía y capacidad decisional de quienes eligen habitar la plasticidad de sus cuerpos. Intentaremos entender porqué algunos cuerpos parecen ser plenos de decisión y voluntad, en tanto que otros son reducidos a víctimas de un sistema que los consume y/o prostituye. Y por sobre todo, trataremos de entender qué función tienen (o deberían tener) las políticas sanitarias y la corporación médica en el terreno de las cirugías y tratamientos “estéticos”.
Una mirada desde los estudios trans
Desde finales del siglo XX los estudios trans han traído importantes reflexiones a los feminismos y estudios de género. Quizás su mayor aporte ha estado en desnaturalizar el cuerpo y evidenciar su condición de constructo social y cultural, denunciando que todos los cuerpos están atravesados por tecnologías que lo modifican, exaltan y reafirman. Del mismo modo en que los feminismos queer explicitaron que el sexo no es biológico, los estudios trans resaltan el carácter no-natural de los cuerpos, sean estos cis o trans. Es decir, no sólo las personas trans “falsificamos” nuestro cuerpo a través de cirugías, hormonas y tratamientos. El cuerpo de las personas cis tambien es falso, esta construido con una extensa serie de tecnologías que van desde el maquillaje a las cirugías más intrusivas. Cualquier travesti puede dar cuenta de cómo hemos compartido a lo largo de la historia los salones de belleza , quirófanos y las clínicas endocrinológicas con mujeres cis, que por H o por B recurren a técnicas y tratamientos para sentirse “más femeninas”. También hemos visto cómo los hombres cis consumen hormonas y suplementos para verse musculosos e incluso se realizan cirugías para ser “más masculinos”. Partiendo de esto es que el ideal de “aceptarnos tal cómo somos” parece más un slogan de bar palermitano que una orientación política concreta. Y esto no es nuevo, a lo largo de la historia y en las diferentes culturas, los géneros han sido remarcados por la estética y por los ritos. Así que si en el futuro un arqueólogo encuentra el cuerpo de una persona trans, de seguro va a poder ser testigo de todos los elementos culturales, tecnológicos y artificios que construyen el género.
Otro campo en el que los estudios trans han aportado reflexiones respecto a la cuestión del cuerpo ha sido señalando el carácter terapéutico de lo que el sistema médico llama cirugías “estéticas”. Los estudios trans denuncian cómo para el sistema médico estas cirugías y tratamientos son considerados “innecesarios” y por ende “no terapeúticos”. Cuando una persona trans acude a consulta con un cirujano para realizarse una mastectomía o una vaginoplastia lo más probable es que escuche de parte del profesional médico este comentario: “estás operando una parte sana de tu cuerpo, por ende estas asumiendo un riesgo innecesario al realizarte esta cirugía”. Estas expresiones desconocen la noción de salud integral, es decir asumen que la salud es sólo un fenómeno biológico y que nuestro cuerpo no se puede ver afectado por otras cuestiones, como por ejemplo la autopercepción de nuestra imagen corporal. En este sentido, también los movimientos anti-trans suelen remarcar ideas tales como que la mastectomía o la vaginoplastia son una mutilación del cuerpo innecesaria. Sin embargo, para muchas personas trans este tipo de intervenciones es sanadora, permite reconciliar nuestra percepción del género con la imagen corporal que proyectamos al mundo. Pero, nuevamente, no sólo somos las personas trans quienes precisamos de este tipo de cirugías “innecesarias”, también las personas cis reciben alivio al modificar su cuerpo, desde la que se hace un cambio de look tras una separación hasta la que se liposucciona unos kilos para encontrar novio el próximo verano.
¿Es necesario hacerse cirugías?
El problema radica por tanto en el modelo de atención de salud que se ha conformado en torno a las cirugías y tratamientos estéticos. Al considerar estas prácticas como riesgos innecesarios se traslada la responsabilidad a los pacientes sobre las posibles complicaciones derivadas de estas. También el estado se lava las manos respecto a su responsabilidad sobre estas prácticas: incluso con la Ley de Identidad de Género que estipula la obligatoriedad de incluir las cirugías y tratamientos de reafirmación de género en el Plan Médico Obligatorio, hoy es difícil acceder a las cirugías, tanto en el sistema público como en las obras sociales. Actualmente, en la Ciudad de Buenos Aires existe sólo un hospital que realiza cirugías de reafirmación genital a mujeres transgénero y sólo alcanzan a realizar una práctica al mes, debido a la negativa de los directivos del hospital a ceder turnos de quirófano para una cirugía “que no es de vida o muerte”. Vemos así, como al no ser consideradas como terapéuticas estas cirugías quedan desplazadas a un segundo plano. Es por esto que existe una enorme cantidad de servicios privados que brindan este tipo de tratamientos, claramente con escaso o nulo control de una agencia estatal.
El caso de Silvina Luna evidencia estos conflictos con claridad. Silvina acudió a un servicio privado que era publicitado por los medios de comunicación y de boca en boca entre artistas y vedettes del mismo gremio. No debemos olvidar que Aníbal Lotocki era un cirujano mediático, que estaba en pareja con la vedette Pamela Sosa y que a través de la complicidad de los medios chimenteros captaba a sus clientes. Hoy esos medios se indignan. Pero hace diez años atrás fueron la plataformas publicitaria de muchos otros médicos truchos o que terminarían investigados por la justicia penal: Giselle Rímolo (pareja de Silvio Soldán), Rubén Mühlberger (que se hizo conocido por la ortomolecular fama de Moria Casan), Alberto Ferriols (ex pareja de Beatriz Salomón) y la lista podría seguir. Un verdadero modus operandi. Muchos de estos médicos trabajan en clínicas improvisadas en inmuebles que no tienen condiciones para atender posibles complicaciones de las cirugías plásticas. La mayoría de las veces estos tratamientos no son cubiertos por las obras sociales, por lo que el trato entre médico y paciente se produce dentro de lo que Carlos Maslatón llamaría la economía barrani, es decir sin mediar documentos, garantías, contratos, ni recibos. Esto es algo de lo que las travestis sabemos y mucho. Es por todos sabido que durante los años ochenta las travestis se inyectaban aceite de avión o silicona de uso industrial de forma clandestina. Pero cuando en los noventa los cirujanos empezaron a aceptar operar a las chicas, lo hacían de madrugada y sin que quede constancia alguna de esos procedimientos. Muchas travestis llegaban de noche a los quirófanos y salían por la mañana temprano antes de que nadie las vea con sus narices respingadas y las cicatrices de la prótesis aún sangrando. Esos cirujanos se enriquecieron a expensas del dinero en negro de las travestis.
El ideal liberal: la salud en manos de privados
Pero no sólo de cirugías se construyen los géneros. Existe un enorme mundo desregulado e informal que atiende a los asuntos estéticos. Sí bien es difícil afirmar que todos ellos pongan en riesgo la vida, es muy probable que puedan poner en riesgo la salud. Si nos detenemos a pensar cuántos tratamientos, procedimientos o tecnologías incorporamos diariamente para adecuar nuestra imagen con lo que la sociedad espera de nosotros nos sorprenderíamos. Peluquería, manicura, gimnasio, tratamientos estéticos, depilación láser, dermocosméticos, maquillaje, tintura, microcirugías, botox, ácido hialurónico, etc. Convivimos cada día con muchas prácticas que inciden en nuestro cuerpo y a los que accedemos dentro de la economía barrani. Muchos hombres acuden al gimnasio y consumen “suplementos” y otros compuestos que adquieren de manos de sus propios “personal trainers” sin receta, verificación médica, ni mayores garantía que la confianza. Bastante se ha escrito sobre la adicción de los jóvenes al gimnasio, sometiéndose a rutinas extenuantes que producen complicaciones de salud a largo plazo. Muchas mujeres acuden con frecuencia a colocarse productos químicos abrasivos en el pelo y en la piel siguiendo la recomendación de peluqueros y “dermochantas” que en muchos casos tienen escasa capacitaciones sobre alergias o reacciones adversas de los productos que comercializan. Muchos de nosotros hemos seguido dietas mágicas que en la actualidad pueden ser conseguidas virtualmente sin siquiera verle la cara al supuesto nutricionista, quizás hasta hablando con un extraño en un chat de Instagram. Toda esta enorme industria de la belleza, producirá en 2023 un estimado de 800.000 millones de dólares en el mundo, es decir el doble de la deuda externa argentina.
Puede parecer alarmista esta preocupación por el crecimiento de los servicios estéticos, pero cada vez existen más servicios que prometen soluciones mágicas con inyectables “poco invasivos”, tratamientos láser, ácidos y demás productos que generan que los pacientes deban recurrir periódicamente a hacerse “arreglitos”. Todos estos tratamientos son aprobados para usarse en humanos, pero existe poca evidencia clínica de su uso permanente y sostenido por largos períodos de tiempo. De hecho, se cree que las sustancias que el doctor Lotocki inyectó a Silvina Luna eran tratamientos aprobados en aquel momento y que hoy ya no se recomiendan en humanos. Es siempre difícil estimar las dosis adecuadas y los efectos de dosis excesivas en el largo plazo. También la inexistencia de registros debidamente realizados aumenta el riesgo de las interacciones entre tratamientos. Algunos profesionales han advertido que las pacientes del Dr. Lotocki pueden haber sufrido tanto o más daño al intentar removerse los granulomas plásticos en manos de otros doctores que desconocían lo realizado por Lotocki. El mundo de los tratamientos y cirugías estéticas evidencia cómo la mano invisible del mercado siempre va a priorizar la plusvalía antes que la salud de los pacientes. Importa más hacer crecer esta industria y enriquecerse a expensas de la confianza y necesidad de los pacientes que fomentar prácticas saludables. El summum de esta trampa es qué muchos cirujanos recomiendan desconfiar de aquellos que ofrecen un servicio barato, lo cual reafirma la creencia de que lo privado, al ser costoso, es de mejor calidad.
El caso de Silvina Luna tiene que alertarnos sobre esto. Las cirugías y tratamientos estéticos deben ser una decisión informada y reflexionada, siempre garantizada por médicos acreditados. Por supuesto que debemos evitarlas en la medida de nuestras posibilidades y debemos deconstruir nuestros parámetros de belleza, pero también debemos reclamar que sean consideradas como parte de una concepción integral de la salud y reguladas de alguna forma por obras sociales, la salud pública o colegios profesionales. El cuerpo es cada vez más plástico y vamos cada vez más rápido hacia una integración de lo biológico y lo tecnológico en nuestros cuerpos, razón por la que debemos trabajar en construir políticas, acciones civiles y conciencia social sobre estos temas.
Abandonar el discurso y volver a lo material
Cuando discutimos fuertemente el aborto entre 2018 y 2020, los sectores antiderechos nos decían que debíamos priorizar la educación sexual y los métodos anticonceptivos antes que luchar por el aborto. Nuestra respuesta fue que el aborto era una realidad material, que existía, que se cobraba la vida de muchas mujeres y que debíamos atender a esta problemática porque era urgente. En ese momento, supimos anteponer lo material a lo ideal. Reconocíamos la necesidad de profundizar en la ESI y los derechos reproductivos, pero nuestra bandera era salvar las vidas que se ponían en riesgo por la clandestinidad del aborto. ¿Por qué no tenemos el mismo criterio con las cirugías estéticas? La primera reacción del feminismo mainstream fue salir a denunciar que el problema eran los estereotipos sobre la belleza y el mandato patriarcal, licuando la responsabilidad del sistema médico y sus modelos de atención en la muerte de Silvina Luna. En vez de mirar la paja en el ojo del mercado y denunciar la complicidad del estado con este sistema desregulado de servicios estéticos, nos preocupamos por señalar un concepto suelto en el aire que ninguna persona por fuera de la burbuja feminista logra identificar.
Nuestra desconexión actual con la realidad material hace que las personas perciban al feminismo como un caprichito burgués, como un consumo cultural de las clases medias altas que tienen la mayoría de sus condiciones materiales resueltas y a las que le sobra el tiempo para pensar en abstracciones. No sólo es errado y tonto pensar que Silvina Luna murió por culpa del patriarcado, sino que es una narrativa que no interpela a nadie. Mientras en Twitter las feministas blancas y hegemónicas lloraban patriarcado y estereotipos, en otras redes sociales de preferencia de los sectores populares se pedía justicia por Silvina Luna y condena social para Lotocki, responsable de la mala praxis. Son este tipo de enfoques burgueses del feminismo los que generan antipatía en los sectores más populares. Nuestras posiciones intelectuales y abstractas frente a la muerte, la pobreza, la desesperación y el hambre hacen que hoy seamos leídas como tilingas. Y esto es algo de lo que el movimiento LGBT tampoco está exento: mientras nos preocupamos por los pronombres, escasean los medicamentos para pacientes HIV positivos y se mueren todos los días compañeras travestis a las que les importa más ganarse el mango que saber con qué nombres van a ser enterradas.
Quizás ya sea hora de que nos sentemos a pensar en una respuesta para todos aquellos sectores de la sociedad que se preguntan “¿dónde están las feministas?”. Esta pregunta pone en evidencia que detrás de aquella marea verde del 2018, había una promesa de cambio que entusiasmaba a la sociedad y que por eso hoy se nos reclaman acciones concretas. Sin embargo preferimos guardar silencio ante los asesinatos que nos son incómodos, defendemos sólo a las buenas víctimas, condenamos a las putas y discutimos abstracciones discursivas que no le llenan la panza a nadie. ¿Por qué nos quedamos calladas ante la precariedad de las medidas económicas anunciadas para los sectores populares y que afectan a mujeres, travestis y mariconas?¿Por qué no estamos preocupadas por los montos ridículos del bono para empleadas domésticas y la enorme masa de trabajadoras que no van a cobrarlo?¿Por qué nos seguimos resistiendo a aceptar a las putas en los registros de trabajadores informales?¿Por qué no discutimos políticas para este sector?
Ponernos a señalar que la muerte de Silvina Luna es producto de los mandatos de belleza, de alguna manera es correr la responsabilidad hacia ella por haberselos realizado. Sería como decirle a una de las travestis sobrevivientes, que hoy tiene su cuerpo reventado de siliconas, que debería haberse deconstruído los estereotipos sobre lo femenino y aceptarse tal cual es. Es cierto que vivimos atravesadas por mandatos, pero a veces los elegimos libremente o simplemente preferimos seguirlos para sobrevivir. A nadie se le ocurriría decirle a una compañera que decide gestar un hijo una cosa tal como la maternidad en un mandato patriarcal. Del mismo modo, tenemos derecho a elegir ser lindas a nuestro modo. Derecho a levantarnos y mirarnos a un espejo y estar contentas. Y donde nace esa necesidad, debemos construir un derecho al acceso a terapias seguras, a cirugías confiables y a una política sanitaria que le ponga límites al mercado. Todo lo demás es discurso.