América Scarfó: una vida de mujer

La vida y obra de América Scarfó son una y la misma cosa. Pero hasta hace muy poco, el ojo había estado puesto en tres años de su vida, los que compartió con Severino Di Giovanni. En “América”, libro que recomendamos con énfasis, Ariel Wainer avanza sobre esos hechos, pero nunca deja de preguntarse acerca de la vida ecléctica de una mujer que fue tal vez, ante todo, una sobreviviente, insuflada de una pulsión de vida que recuerda la de Louise Michel. Escribe Ana Ojeda.

Sostiene Ricardo Piglia que Jorge Luis Borges traficó de manera archipielagal a lo largo de su obra una ficción de origen para explicar su propia literatura. Un linaje doble: de héroes patrióticos, por el lado materno, en el cual la historia argentina es una historia familiar; de ilimitados libros / antepasados literarios (ingleses), por parte de padre, lo que convierte su literatura en –también– una cuestión familiar. Historia materna, cultura paterna, literatura anudan la historia familiar con la de la consolidación de una nación: la nuestra. Algo similar podríamos decir de la vida de América Scarfó, que Ariel Wainer reconstruye en América (Marea, 2023), siguiendo esa misma dirección de interpenetración entre lo histórico y lo familiar. Propuesta que se hace eco también de la consigna feminista de que “Lo personal es político”.

“Lo que se ha escrito sobre ella –sostiene Wainer en la presentación–, que no es poco, abarca, sobre todo, un período de tres años, los que compartió con Severino, los del amor fulgurante. Son tres años, en una vida que tuvo noventa más” (pág. 15) y, en efecto, lo que sigue a esos tres años, que culminan con las torturas y fusilamiento del hermano predilecto (Paulino) y del compañero amado (Severino), son décadas de un ser mujer sin atributos, lo que América frasea como “una larga vida de trabajo y de realizaciones felices” (pág. 160): labores de crianza y reproducción, de supeditar la propia existencia al cuidado de quienes se encuentran en torno.

A los 47 años, “como si hubiera abierto un libro en la página que había dejado marcada treinta años antes, América se anotó en el Instituto Florida para terminar el colegio secundario” (pág. 152). El año anterior había fallecido el padre de América –Pedro, que no se cansó de observar, despectivamente, “Yo nunca estuve en una comisaría” (pág. 131)– y el año anterior a ese, Domingo, su segundo marido (si bien, “amante de la pucherita [pollerita, en el sentido de mujeriego]” (pág. 131), según su propio padre, nunca dejó de estar legalmente casado con Angelita, su primera mujer). Las ganas de América de estudiar y aprender no se habían agotado y no lo harían por muchos años más: “Así, durante su octava década de vida, completó dos carreras universitarias y una especialización” (pág. 158).

Es lo que falta –más que lo que está– lo que otorga a la narración de Wainer honestidad y equilibrio, que redunda en una lectura apasionante. En sus parágrafos breves, en su temporalidad discontinua, que anuda presente y pasado sin estridencias, que va de la historia social a la historia familiar con sencillez, late una búsqueda por la verdad y el deseo de comprensión de la devastación causada por el trauma del asesinato y posterior desaparición de los cuerpos de dos militantes políticos por parte de funcionarios del Estado uriburista.

América es también una historia de inmigración. De personas que quedaron atrapadas entre dos legalidades, alejadas de los usos y costumbres de sus lugares de origen, pero también de los que encontraron en esta tierra extraña en la que terminaron asentándose. En ese hiato, en esa zona de clivaje –para decirlo con Liliana Heker– América se encontró por un breve instante con la libertad, que le exigió no pocos sacrificios. Tras el infausto febrero de 1931, había perdido a su compañero de vida y de ideas, a su hermano Paulino, se encontraba devastada y distanciada de su familia. Uno a uno sus hermanos se irían alejando. Su padre mantendría con ella una relación tirante hasta que la necesitó, muchos años después: “Para él, un hombre no podía vivir solo. Entonces, transformó una declaración de incapacidad en un imperativo categórico: una mujer tenía que atenderlo. Más a su edad. Y no cualquier mujer” (pág. 147). Con su madre pudo recomponer la relación. De hecho, una América conmovida la recordó el 28 de julio de 1999, día en que –gracias a gestiones de Osvaldo Bayer– le fueron restituidas las cartas de Severino que la Policía le robó al detenerla: “Tengan en cuenta que estoy emocionada. Esta casa me recuerda a mi madre arrodillada en al escalinata pidiendo por su hijo, mi hermano, que fue fusilado al día siguiente de Severino” (págs. 167-68).

Párrafo aparte merece el vínculo de América con otra anarquista de la época, Salvadora Medina Onrubia, que –con ojo atento– tras los fusilamientos la convocó para que fuera su secretaria. Vanina Escales reconstruye sus días en Arroja la bomba, que reseñamos aquí.

Esta nueva recuperación de la vida de una anarquista argentina tiene la particularidad de haber sido escrita por el nieto de la retratada: Ariel Wainer es hijo de la hija mayor de América Scarfó y Domingo Landolfi. El parentesco, en este caso, suma porque habilita un avance a la vez plagado de dudas y de candor, de afecto y de distancia, de incomprensión y descubrimiento, es decir, da cuenta de la complejidad que conlleva todo vínculo de parentesco. Wainer avanza velozmente sobre hechos ya conocidos, pero nunca deja de hacerse preguntas acerca de la vida ecléctica, en varios tramos, de una mujer que fue tal vez, ante todo, una sobreviviente, insuflada de una pulsión de vida que recuerda la de Louise Michel (recordada por Rocco Carbone en el estudio preliminar a La comuna de París, de K. Marx, F. Engels y V. I. Lenin).

En La teoría de la bolsa de la ficción (Rara Avis, 2022), Ursula K. Le Guin busca un formato para la ficción que no esté al servicio del periplo del héroe ni pueda ser colonizado por él. Y da con una bolsa, un recipiente: “el Héroe no encaja bien en esta bolsa. Necesita un escenario o un pináculo […] Mi bolsa [está] llena de comienzos sin fin, de iniciaciones, de pérdidas, de transformaciones y traducciones, muchos más trucos que conflictos, muchos menos triunfos que trampas y delirios” (págs. 38-39). “Escribir sobre América –apunta su nieto– implica luchar para que Severino […] no se robe el protagonismo de la historia. Quizás, en alguna medida, ella misma tuvo que dar esa lucha” (págs. 157-58). Salvo algún artículo, el prólogo a Un café muy dulce, de María Luisa Magagnoli, y cartas, América no dejó obra. Este libro de Ariel Wainer nos permite arriesgar que su vida fue su obra, una obra que responde a la caracterización de Le Guin: compendio de partes disímiles, llena de momentos incongruentes, personajes heterogéneos, aspiraciones incompatibles. Una vida de mujer: a caballo de las exigencias familiares, de la época, propias. Una vida que se lee de un tirón, el corazón en la boca y lágrimas en los ojos.