Somos científicas sociales. Estudiamos prácticas e imaginarios en torno al cuerpo y los espacios que habitan los sectores medios urbanos. El aislamiento nos devolvió preguntas y volvimos al campo: ¿Qué se hace visible en este nuevo contexto? ¿De qué manera experimentamos y articulamos nuestras corporalidades en nuestras casas?
Primero el encierro sugerido y luego, el encierro obligatorio fueron trastocando los modos en que vivimos. Para quienes éramos transitorixs en nuestras casas nos volvió habitantes, para quienes la casa era nuestro refugio ahora es también un lugar entre lo ajeno y lo asfixiante. La casa y el cuerpo son protagonistas del aislamiento obligatorio. Envueltxs en la incertidumbre, nos vemos forzadxs a adaptarnos y reconfigurarnos. De repente, la casa se presenta como un desigual escenario de experimentación corporal y reflexiva. Cuidar el cuerpo en confinamiento se muestra como un reto, un challenge –con ánimos de divertimento–, una odisea y un deber más: ocuparse de unx para sentir placer y bienestar. No todos los cuerpos son iguales ni todxs encuentran disfrute del mismo modo: hay cuerpos más quietos, más sedentarios, hay actividades que no pueden elegirse ni postergarse, rutinas que no se hacen como antes y crianzas familiares que se profundizan en los límites de la vivienda. Los deseos se chocan con paredes morales que delimitan lo que se debeo no hacer. Arreglamos o mantenemos la casa al mismo tiempo que nos encontramos con nosotrxs mismxs. Los cuerpos disponibles comienzan a ser parte de otros hábitos. Los espacios se transforman, los esfuerzos se multiplican, con el objetivo de participar de rutinas de ejercicios, ahora virtuales. Estallan los videos de las cadenas de gimnasios con clases de zumba y hitbox animando a lxs que antes no hacían actividad física. Runners corriendo en monoambientes muestran sus hazañas. Aquellxs que reafirmaban su identidad a través de la exposición al riesgo, hoy son protagonistas de las noticias: deportistas amateurs –“sin límites”– que completan 42 kilómetros en balcones de 7 m², ciclistas que violan la cuarentena y se filman pedaleando en la montaña, influencers y comunicadorxs que terminan triatlones en sus patios –con pelopincho incluida– “para alentar a la conciencia de quedarse en casa”. Aficionadxs que se inscriben en competencias virtuales “para incentivar el movimiento y sentirse en comunidad”. El ejercicio físico nos propone distensión, escape y liberación de endorfinas, pero, al mismo tiempo, es una vía para posicionarnos de forma competitiva: no perder el estatus alcanzado, demostrar nuestro “management del yo”, nuestra fuerza de voluntad y superación. ¿Sucede lo mismo durante el aislamiento? ¿Para qué o para quiénes esta situación representa una oportunidad? Aunque somos más vulnerables en la pandemia, la narrativa neoliberal propone que debemos ser flexibles y reinventarnos: los cambios son un desafío para transformarnos, para enriquecernos, para ser más fuertes.
Las nuevas modalidades de comunicación y transmisión (las plataformas, los vivos de Instagram, los tutoriales en YouTube o las parodias en TikTok) nos sitúan frente a una supuesta democratización de los contenidos. La lógica del do it yourself (ahora, at home) parece profundizarse y hacerse cuerpo en tiempos en donde el acceso a servicios está restringido y terminamos volviéndonos un poco maestrxs, cocinerxs, psicólogxs, coaches. Las personas comparten experiencias sobre cómo crear un ambiente para ejercitar o meditar: correr un mueble para ganar espacio, usar una manta en lugar de una colchoneta, generar un clima con sahumerios o velas, son algunos de los consejos para “ambientar” esa casa que hemos vuelto un Salón de Usos Múltiples. Un medio para canalizar la ansiedad de un futuro incierto. Una forma de cultivar la sensibilidad a través de las propias habilidades en donde sostener los hábitos son modos de esperar, con confianza y optimismo, a que pase la pandemia. Escuchamos que los espacios son más “amables” si tienen luz natural o que son más “vivibles” si son versátiles y tienen buena ventilación mientras otrxs ven sus condiciones de vida amenazadas. Aún las diferencias estamos todxs atravesadxs por un sistema que nos exige hacer. El imperativo de estar en movimiento y la premisa de aprovechar el tiempo sobrevuela, nos interpela. Es una invitación avasallante que aparece en formato de tips en las redes sociales, bajo un mandato del rendimiento. La productividad y el autogobierno se cruzan con el miedo a engordar, dejarse estar o “perder el estado físico” como efectos no deseables de la cuarentena. Guías de consejos para “cuidarte”, automaquillaje, recetarios online, regulaciones calóricas, fitfluencers e influencers de cocina que auspician de cuasi nutricionistas colman el mundo digital. Albañilxs y decoradorxs se consolidan como buildfluencers mientras nos enseñan cómo hacer coincidir quiénes somos con nuestras casas. Las transmisiones por streaming nos saturan frente a un tiempo y espacio que no sentimos más nuestro. No hay horarios cuando todo es pasible de hacerse en cualquier momento. El ritmo cotidiano que solíamos tener se quiebra permanentemente cuando una videollamada familiar te sorprende mientras estás tomando una clase de Twerk o estás escuchando a tu profesorx de la universidad dar un teórico. Los tiempos se solapan.
¿Cómo lidiar con esa hiperdisponibilidad de ofertas que abruman nuestros cuerpos y espacios? Podemos hacerlo todo. La supuesta autonomía nos impulsa a repensar –por ejemplo– las formas en las cuales nos movemos y hacemos deporte hoy: libros, paquetes de arroz o bidones se intercalan para hacer ejercicios con peso y, así, seguir rutinas anotadas en el celular o detrás de la lista de la verdulería. Mientras nos entrenamos, algunxs optan por mostrar donde viven, sus patios o la amplitud de una sala destinada al deporte. Antes los espacios de sociabilidad estaban en el afuera (la escuela, la oficina, el gimnasio, la plaza), ahora se exhibe el cuerpo y la casa desde el “adentro”, desde el living. La rutina se exhibe en las redes sociales. Volvemos cuerpo una experiencia de extimidad, como explica Paula Sibilia, un modo de estar en el mundo, una intimidad construida. En este nuevo espectáculo, el paisaje doméstico se condensa en objetos como unas mancuernas, sanitizantes y repelentes. Los espacios se vuelven más versátiles y flexibles. Se asume la capacidad elástica de nuestras casas y nuestros cuerpos. La disponibilidad se vive como un mantra individual. Fieles a la pauta del neoliberalismo que nos propone estar preparadxs para “cualquier situación”, que seamos gestorxs, emprendedorxs, resilientes, que nos desarrollemos a partir de eventos nefastos, que tengamos estrategias de ajuste y, que valoremos positivamente el riesgo. ¿Qué nichos de certezas producimos en medio de esta pandemia?
Ese estar “siempre listx” se volvió una forma de existencia. Por momentos parece que retornamos a un estado de naturaleza, en donde la amenaza constituye el ambiente. En medio de la marea se nos pide soportar, rendir, ser artífices de las respuestas, de las soluciones. El espíritu emprendedor nos impulsa a que esta sea una nueva oportunidad para probarnos, para resignificar el riesgo. El lenguaje del coaching cuela palabras y consignas en distintos ámbitos y homogeniza experiencias. “Con lo que tenés, hacés”, propone una profe de un gimnasio en Instagram, mientras anima a seguir sus clases de fitness con botellas de agua. Una influencer de decoración nos dice “El que quiere puede” durante su explicación sobre cómo patinar un mueble. En una meditación virtual se nos invita a alinear nuestros chakras: “Escuchen su cuerpo y denle lo que necesita”. Florecer en el caos. Reinventarnos, autodiseñarnos, explotar las oportunidades que el desorden crea. Mantener la actitud de estar preparadxs. Aguantar todo, tolerar sin colapsar. El ideal normativo del capitalismo neoliberal se diluye en un fenómeno que interviene en cuatro dimensiones: lenguaje, espacio, cuerpo y emociones. Esa narrativa produce un lifting semántico, diría Gilles Lipovetsky. Es decir, cada vez más usamos iguales palabras y consignas para referir a lo mismo: hacemos uso de conceptos que se apoyan en el crecimiento, la armonía y el respeto. El Presidente Alberto Fernández criticó esta prédica neoliberal cuando días atrás sostuvo: “Nos hicieron creer que el secreto era el individualismo”. “Pero nadie sale campeón solo” anuncia el video de AFA. “¿Necesitás ayuda? ¿Te hago las compras?”, dice un cartel pegado en el ascensor de un edificio. Volver a casa es volver a unx pero también una necesidad de ayudar a otrxs. Hoy, que lxs adultxs mayores son grupos de riesgo, se activan las redes y las propuestas de cooperación entre vecinxs. En momentos de aislamiento social, la intención de sentir que estamos todxs juntxs se amplifica. Ir al supermercado o a la farmacia por alguien que no puede salir, habitar los balcones, mirarnos a lo lejos, cantar el himno. Los discursos nacionalistas circulan. El control y la vigilancia social también representan la contracara de esta pandemia. Están quienes moralizan a sus vecinxs por subir y bajar las escaleras o por utilizar la terraza para hacer gimnasia. “No seas policía, no denuncies”, dicen otrxs. Cacerolazos nocturnos bajo la consigna #PolíticosBajenseLosSueldos entran en tensión con los aplausos en reconocimiento al personal sanitario. Toda crisis tiene sus contradicciones: este aislamiento saca lo peor de nosotrxs, exhibe nuestras miserias, nuestra peor versión. Pero de esta salimos entre todxs. Vemos acciones de ayuda mutua, contactos, microgestiones colectivas. Cuerpos que se anudan aún en sus desigualdades, en sus distancias: estamos más cerca de lxs que tenemos más cerca. El altruismo toca nuestra puerta y respondemos. En momentos de crisis nos encontramos con diversas formas de solidaridad: una más individualizante –signo del contexto en el que vivimos–, ligada al reconocimiento y al posicionamiento, la cual pierde fuerza frente a las estrategias colectivas. Si las acciones solidarias son traducidas en términos comunitarios, al finalizar la cuarentena, ¿qué communitas prevalecerá?