Chile: del estallido al nuevo giro conservador

El domingo 7 de mayo los y las chilenas volvieron a las urnas para elegir a los integrantes del consejo que estará a cargo de redactar un segundo intento de nueva constitución. El Partido Republicano, liderado por José Antonio Kast, se impuso con el 35% y tendrá mayoría dentro del organismo. Así, Chile se enfrenta a una nueva paradoja: el sector político heredero de la dictadura pinochetista, el que se dedicó estos años a militar la permanencia de su constitución, será ahora el encargado de re-escribirla.

A fines de 2019, millones de chilenas y chilenos se movilizaron en un episodio impactante e inédito en la historia del país. Demandas múltiples, no centralizadas, se aglutinaron en una idea: había que cambiar la Constitución redactada en la dictadura pinochetista, el gen del modelo neoliberal, de la desigualdad y del descontento. Mucho ha sucedido en el proceso político que se inició desde entonces, tanto que sencillamente parecen décadas. Pero ahora, en esta mitad del 2023, algunas seguimos intentando incorporarnos después de lo que pasó el fin de semana pasado. Ningún guión de ficción hubiese elaborado un giro así: justamente el pequeño y más recalcitrante sector político heredero de la dictadura, el que se dedicó estos años a militar la permanencia de su Constitución, será el encargado de re-escribirla.

Luego de que en septiembre pasado la ciudadanía rechazara con un abrumador 62% el borrador escrito por la primera Convención Constitucional —ese tan optimista y festivo órgano de 155 miembros elegidos democráticamente, paritario, ecologista, con presencia de pueblos originarios y diversidad de género— se organizó un nuevo proceso constituyente, esta vez con reglas bien diferentes a las que proponía el histórico Apruebo. En primer lugar, se dio de baja la idea de representación ciudadana. El ahora bautizado Consejo Constitucional trabajará a partir de un anteproyecto redactado por una Comisión de Expertos elegida por el Poder Legislativo. Además, un llamado Comité Técnico de Admisibilidad, formado por 14 personas elegidas de la misma forma, hará valer una serie de 12 bases constitucionales que deberán regir el nuevo documento. El Consejo —que sí será electo por la ciudadanía, debería conservar la paridad de género y mantener un lugar reservado para los pueblos originarios— empezará a trabajar el 7 de junio y contará con 5 meses para entregar el borrador.

El domingo 7 de mayo se eligieron los 51 consejeros encargados de la elaboración de este segundo intento de nueva Constitución. Como ha pasado últimamente en Chile, lo que sorprende no es tanto el resultado, sino la rotundidad de las cifras. La derecha más radicalizada y la derecha tradicional superaron sus mejores pronósticos. Entre ambas se hicieron con 34 de los escaños, lo que dejaría a la izquierda, con sus 16 consejeros, en una posición disminuida, sin siquiera poder de veto dentro del Consejo.

El resultado fue también un gran golpe para el gobierno de Gabriel Boric, cuyo sector había hecho de la nueva Constitución una de sus grandes apuestas. José Antonio Kast lo festejó así: “Chile ha derrotado a un gobierno fracasado”. Ese es el clima en el que se escribirá el nuevo documento.

El retorno de Kast

José Antonio Kast no es ningún desconocido en el escenario político chileno: ex candidato presidencial, vencido en las urnas por Boric en las últimas elecciones, es el líder del Partido Republicano, que se llevó el 35% de los votos de este nuevo proceso constituyente. Con estos resultados, el partido de Kast será el que tendrá el mayor poder de acción dentro del Consejo, contra el 28% que obtuvo la lista Unidad para Chile que agrupa al oficialismo y un 21% de Chile Seguro, que aglutina a la derecha tradicional. Por su parte, la izquierda tradicional que decidió alejarse del gobierno e ir con Todo por Chile, una lista aparte, terminó de caer en la irrelevancia y no logró ningún escaño.

Los republicanos que encabezaran este nuevo proceso constituyente representan el ala más radicalizada y conservadora de la derecha chilena. Muy a diferencia de la derecha tradicional —que se esmera en llamarse a sí misma “de centro” y en incluir en su discurso palabras como “popular” o “mayorías” para atraer a sus adherentes—, el Partido Republicano sencillamente no esconde ni matiza su intención. No escondió nunca su acuerdo con la Constitución de la dictadura ni su negativa a cambiarla; su participación en el proceso es más bien para resguardarla. Tampoco escondió nunca su cosmovisión de base, con ideas que parecen lisérgicas —pero que así han ido penetrando en el sentido comun— y que van desde cavar una zanja en la frontera como solución a la inmigración ilegal, hasta ofrecer incentivos del gobierno solo a personas casadas. 

Dado que el movimiento social del 2019 fue anárquico y nunca logró cohesionarse en una fuerza política —o no lo intentó, porque tampoco era obligación de esa expresión masiva y espontánea de descontento—, que la izquierda nunca pudo acompañar el proceso y que hace tiempo está tan escindida que en Chile se le refiere como “las izquierdas” —una pugna eterna e improductiva entre la izquierda tradicional, la oficialista y la que ahora es más bien centro derechista—, lo que viene pasando es lo que sucede también en otros países del mundo y de la región: una necesidad más o menos nueva de poner el ojo y analizar mejor en el accionar de las derechas. 

Se presume que lo que tendrá que hacer la derecha tradicional será decidir en este proceso si radicalizarse y hacer fuerza con ideas como la del Partido Republicano —ideas que no le son ajenas pero que tampoco han demostrado, al menos hasta ahora, ser caballos de batalla eficientes— o transar estratégicamente con los demás actores que conformarán el Consejo y la política en general. A algunos les ha sorprendido ver, por ejemplo, a figuras de la vieja derecha vinculada al pinochetismo, como el senador Ivan Moreira, decir que el Partido Republicano es demasiado “intransigente” y que él no estaría dispuesto a aprobar una Constitución que nos haga “retroceder como país”. Parece ser que el Partido Republicano es demasiado pinochetista, aun para el pinochetismo. Y lo que decida hacer esa derecha histórica podría tener influencia en la escritura de la nueva Constitución —si es que eso es posible— y también en el escenario político general.

Y ahora, ¿qué?

¿Qué es entonces lo que hace que una multitud encendida pidiendo derechos sociales termine votando masivamente por el partido que sugiere exactamente lo contrario? ¿Qué es lo que hace que se decida cambiar una constitución y, luego, se elija para hacerlo a quienes específicamente no quieren cambiar la constitución? Es verdad, quizás, esa muletilla que se repite por estos días: que el asunto es “multicausal”, que no hay una sola respuesta. Quien diga que en 2019 vaticinó todas estas volteretas seguramente estaría mintiendo.

Una explicación que se maneja usualmente han sido los porcentajes de participación y el formato en que se dan las elecciones en Chile. Tradicionalmente el voto era de inscripción voluntaria y, por lo tanto, el padrón era acotado y la representación, difícil de visualizar. Desde el 2012 las elecciones pasaron a ser de inscripción automática y el voto, voluntario. De esta manera, durante el proceso iniciado después del estallido, se percibieron cambios en el comportamiento electoral: por un lado, vimos a la derecha votar organizada como siempre lo ha hecho; por otro, se sumó una parte de la juventud y de los sectores interpelados por ideas de la izquierda no partidaria que participaron por primera vez de las elecciones motivados por un sentido cívico renovado. No podría decirse que esto era del todo un espejismo, pero casi. Porque solamente cuando las elecciones pasaron a ser obligatorias —y eso coincidió con el plebiscito de salida del 2022, cuando la población tuvo que decidir si quería el nuevo borrador de constitución que se le sugería— fue que pudimos ver el panorama un poco más concretamente. Es decir: cuando cambiaron las reglas del juego, la misma ciudadanía que había votado masivamente para cambiar la Constitución pinochetista, luego rechazó masivamente la nueva constitución que proponía la Convención. 

Lo que pasó este domingo agregó datos al asunto. Ahora que la ciudadanía tiene obligación de votar, es más fácil confirmar cómo una parte de ésta simplemente no se siente representada con nada, no quiere nada y no desea participar. Esta elección también fue de récords: la suma entre votos nulos o blancos fue del 21%, una de las cifras más altas en la historia y que, además, está muy cerca del porcentaje obtenido por algunas de las fuerzas políticas en juego. Es un porcentaje demasiado alto que, puesto en perspectiva, tiñe de un tono inquietante la legitimidad del proceso y deja en evidencia que hay un porcentaje al menos inquietante de personas que simplemente se sienten, y por ello quizás también desean, estar fuera de la discusión.

No es una novedad que, a diferencia de varios países de Latinoamérica, en Chile los sectores pobres y llamados emergentes han sido históricamente excluidos. No solo de grandes terrenos como la política y la economía, sino también de asuntos mucho más pedestres: de la forma misma de habitar el país, sus ciudades, su cotidiano. Cuando estallaron las manifestaciones sociales se hizo famoso un audio filtrado de Cecilia Morel, la esposa del entonces Presidente Sebastián Piñera, que comparó las protestas con una invasión alienígena. Resultó una gran definición del problema porque si algo hizo el estallido social fue poner en evidencia física lo que siempre ha sido una idea: que en Chile conviven dos países absolutamente escindidos, que no se conocen, que no se tocan y que nunca llegan a convivir.

Para la elite chilena, el resto de la ciudadanía es población alienígena. No siempre actúa por ambición, es aún peor: no la conoce, sinceramente, no sabe de su existencia. Incluso, este gobierno progresista, el del presidente más joven de la historia, pertenece a una élite. En ambos casos, y así lo ha demostrado también Boric —a pesar de su intención— hay una desconexión total, por momentos casi obscena, con una ciudadanía a la que simplemente no ha logrado conocer. Una parte de la ciudadanía que, a la par, devuelve una abulia y un desinterés cincelado con la decepción de generaciones, muy difícil de surfear.

Supongo que esta idea de no representación tampoco sirve por sí sola para explicar lo que ha sucedido en Chile. La Convención Constitucional anterior quizás pudo haber sido un ensayo de medicina para el tema. Después de todo, incluyó algunos expertos y algunos políticos, pero en su mayoría la conformaron dirigentes sociales, representantes de movimientos indígenas, feministas y gente de a pie, sin experiencia en política, algunos de ellos víctimas de la violencia policial del estallido, o personajes urbanos, de clase trabajadora, nacidos en las protestas. Muchos nos emocionamos con su simbolismo. ¿Cómo no hacerlo? Todos ellos aglutinaban y daban forma a esas grandes demandas que vimos esparcidas en las marchas. Una vez listo el documento, el preámbulo comenzaba así: “Nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones, nos otorgamos libremente esta Constitución, acordada en un proceso participativo, paritario y democrático”. 

Ese preámbulo hoy parece ciencia ficción, la verdadera invasión alienígena, porque fue el 62% de la población la que dijo no. Que no quería eso que se le estaba proponiendo. Nuevamente, esa cifra —no solo el resultado, sino su rotundidad— fue golpeadora para muchos. Esta es la constatación: la eficiencia del modelo actual, el de la dictadura, es abrumadora. Siempre supimos que era grande, pero quizás no conocíamos del todo su potencial expansivo y de permanencia. Por supuesto, esta es una idea especulativa pero es posible que el modelo sea tan efectivo que exista la idea, incluso dentro de los mismos sectores populares, la autopercepción, de que ellos no pueden ni están hechos para autogobernarse. Y quizás por eso la derecha —y cierta izquierda— pudo capitalizar tan rápido y tan bien la idea de que la nueva constitución no tendría por qué involucrar —y de hecho no lo hará— a los y las ciudadanas, sino solo a los políticos y a los supuestos “expertos”; la idea de que una constitución donde participa la ciudadanía es eso que muchos han repetido: “un circo, un show”.

El Partido Republicano también supo capitalizar un contexto nuevo: fue sensible y hábil para maniobrar con el miedo y la desazón actual. Sacando el escenario político ya complejo, por primera vez Chile se enfrenta al narcotráfico y el crimen organizado, un item para el que ciertamente nunca ha estado preparado. Es decir que Gabriel Boric, que prometía cosas como darle “perspectiva de derechos humanos y de género” a una policía responsable de 8 mil casos de violación a los derechos humanos durante las protestas sociales y en democracia, hoy tiene otras urgencias. Y en medio de una crisis de seguridad, que ya no es más amarillismo televisivo sino una realidad cada vez más tangible, los discursos sobre seguridad como norte que suele maniobrar la derecha, resultaron tremendamente efectivos. Es así también, cómo cientos de mutilados oculares, mujeres abusadas, víctimas de torturas y apremios ilegítimos en las protestas presenciaron cómo este abril, lejos de recibir sanciones, las policías obtuvieron más facultades a través de una ley que les otorga mayores penas a quienes los agredan y profundiza la idea de legítima defensa para ellas. 

No se puede culpar a los grandes medios y a las fake news de todos los males de la época, pero también es justo decir que el monopolio de medios de Chile nunca ha estado a la altura del proceso histórico por el que atraviesa el país. Si en el primer plebiscito rodaron por internet decenas de videos de personas confundidas porque habían votado la opción contraria a la que querían —repitiendo supuestas frases de la constitución que eran inexistentes y que habían escuchado en los medios o mal interpretando erróneamente sus consignas—, esta vez, y muy a groso modo, el asunto era más o menos así: un día antes de estas elecciones complejas y sin duda merecedoras de un ejercicio de educación cívica, los medios previsiblemente cubrían el minuto a minuto de la coronación en Inglaterra. Un día después de las votaciones, el gobierno anunció el descenso de la inflación —una de las grandes preocupaciones actuales— a un dígito después de un año, cuestión que pasó casi desapercibida en la agenda pública. Realmente, el gobierno tampoco ha encontrado una manera efectiva de comunicar, ni para explicar el proceso constituyente ni para contar sus propias buenas noticias que —con todas las críticas que también merece—, no han sido pocas.

La opción “rechazo” en el plebiscito, que fue la herramienta de la derecha para echar abajo el nuevo borrador de la Constitución, ahora paradójicamente podría ser la de la izquierda. Esta mañana en un programa de televisión —que hace meses son monopolizados por el sector—, el diputado republicano Johannes Kaiser dijo: “Y si quieren rechazar, perfecto, se quedan con la Constitución de Pinochet”. Puede ser impactante, claro, constatar que una declaración en apariencia delirante, es más o menos la descripción de lo que efectivamente sucederá. Hay motivos también para pensar que el Consejo Constitucional será un desfile de desprolijidad. Y que lo que alguna parte de la ciudadanía interpretó como “un circo” de la Convención pasada —polémicas, falta de experiencia y hasta un candidato que fingió tener cáncer, entre más datos de color— se repita con esta nueva gerencia ya famosa por su cosmovisión extremista y su forma exaltada de comunicar. También es posible que un grupo de personas que no quería cambiar la constitución, sencillamente tampoco tenga las herramientas para hacerlo. 

“Como presidente de la República recojo con mucha humildad este mensaje y lo hago propio”, dijo Gabriel Boric, cuando el documento de la primera constitución fue rechazado en lo que fue el primer embate para su gobierno. Quizás, recoger el mensaje es lo mejor que se pueda hacer. Me tomo el atrevimiento de ensayar aquí algo quizás un poco delirante: hay algo del orden de lo religioso en este proyecto blindado que es el modelo chileno. Un modelo integral de vida que excluye y aplasta en lo pedestre, un proyecto sustentado en la economía pero que la excede completamente y que no se puede explicar del todo con su lenguaje y lógica. Me refiero a su organicidad, a su profundidad, a cómo logró moldear tan irreversiblemente el espíritu, el centro mismo, el ánimo de una nación. El interrogante es sobre las herramientas que se necesitan para hacerle frente.

Este 11 de septiembre se cumplirán 50 años del golpe de Estado de Augusto Pinochet. Se suponía que fuese un año muy simbólico para las chilenas y chilenos. Y no se puede decir que finalmente no lo será, porque este diciembre, las chilenas y chilenos volverán a ir a las urnas a otro plebiscito para decidir si, por el momento, desean la Constitución de Pinochet o la Constitución de los herederos de Pinochet.