#ChileDespertó: Mucho gusto, dignidad

“Nací en Chile, tengo 33 años y, políticamente hablando, no sé muy bien lo que es la dignidad. De las protestas en contra de la dictadura no tengo recuerdos”, dice Belén. Los días de revuelta en Chile son para ella un viaje de iniciación hacia la política, en un país que al fin despertó; de la mano de los pingüinos y los recuerdos de la lucha setentista. La crónica nos transporta hasta las calles de Santiago, huimos con Belén de los pacos, atravesamos fogatas en bicicleta y contestamos un mail definitivo a su padre.

La semana pasada se produjeron evasiones masivas en el Metro de Santiago. Las protagonizaron jóvenes de 14 a 18 años que vestían uniformes escolares. En Chile, el atuendo de los estudiantes de secundaria es blanco con azul marino, por eso los llamamos pingüinos. Fueron ellos y ellas quienes en el año 2006, iniciaron las primeras manifestaciones multitudinarias post dictadura denunciando la mala calidad de la educación. El legado de Pinochet y su continuidad en los gobiernos de centro y derecha de los últimos cuarenta años dejó la administración de los establecimientos educacionales a cargo de municipalidades y privados, reproduciendo en las aulas la desigualdad social que tiene a Chile en la punta del ranking latinoamericano de la inequidad en distribución del ingreso. El 2011 también fueron los pingüinos los que movilizaron a las calles para gritar que poco y nada había cambiado el modelo, y las escuelas seguían sumidas en la precariedad, la falta de financiamiento y los mecanismos de exclusión para ingresar a la universidad. Estudiantes de Educación Superior se sumaron al movimiento y reclamaron  por las deudas bancarias, que incluso estudiando en universidades públicas, los convertían en recién egresados deudores de montos similares al valor de una vivienda. 

Los llamados de este octubre los hicieron pingüinos a través de redes sociales. Convocaban a saltar los torniquetes del Metro en rechazo al alza de 30 pesos en el transporte público más caro de América Latina. Un precio similar al de algunos países europeos cuyo sueldo mínimo duplica el de mi país. Al salir de sus escuelas, los pingüinos llenaron las estaciones del Metro y pasaron por encima de torniquetes al grito de “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”. Personas adultas los siguieron y se libraron por un día de volver a sus casas sin pagar el equivalente a un kilo de pan. En principio parecía solo un estallido de fervor adolescente, ese que vamos perdiendo a medida que crecemos, especialmente en un país como Chile, que nos convierte en adultos endeudados antes de cumplir 25. Pero algo hubo en la adrenalina de evadir el pago del transporte, en los aplausos que llenaron los vagones, en los jóvenes ayudando a las señoras a saltar para no marcar la tarjeta, que no caló el letargo de la adultez y sacó una rabia que estaba viva, creciendo en el corazón que se te pone triste por ser chilena.

Es un poco ridículo pensar en estos días y encontrar que el inicio de todo fue la palabra “evasión”. Los pingüinos nos hicieron ver que pagando todos los días un precio demasiado alto para nuestros bolsillos, los que evadíamos la responsabilidad de ser grandes éramos nosotros. “Dejen de evadir”, nos dijeron al invitarnos a evadir, y saltamos detrás de ellxs, ese torniquete y varios más.

 

Foto: TERESA ARANA

 

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Nací en Chile, tengo 33 años y, políticamente hablando, no sé muy bien lo que es la dignidad. De las protestas en contra de la dictadura no tengo recuerdos. Participé de algunas marchas del 2011, pero otras tantas las vi por la ventana de mi trabajo, ganando un sueldo bajo sin contrato a mediano plazo. Quizás una de las pocas instancias en que me sentí parte de algo grande y necesario, fue al protestar por el fin de las AFP, las administradoras de fondos de pensiones que inventó la dictadura, y que dejan mi dinero de la jubilación en manos de empresas que reportan índices de utilidades escandalosos, basados en no reintegrar el total de los montos acumulados por sus contribuyentes. Fui a esas marchas con mi papá. Él nació en Chile, tiene 68 años y debió haberse jubilado hace tres. Miles de adultos mayores continúan trabajando para aumentar sus ingresos. En Chile hay pensiones que no superan los 100 mil pesos, 150 dólares, casi un tercio del sueldo mínimo. Los chilenos aportamos mes a mes para recibir solo un porcentaje de lo que ahorramos en toda una vida de trabajo. Perdón, una corrección, no todos los chilenos: los militares tienen su propio sistema de jubilación, mucho más beneficioso que el de los civiles, pueden retirarse antes de los 50 años de sus trabajos y acceden a servicios de salud destinados solo a ellos.

Caminé por la Alameda junto a mi padre en esas marchas, entre batucadas y carteles de colores. Uno de ellos decía: no tengo miedo a morir, tengo miedo a jubilarme. Miré a mi papá y le dije que juntos íbamos a cambiar tanta injusticia. Él, que sabe mucho más, me acarició la cabeza y me dijo algo que recordaría estos días: nada va a cambiar marchando un domingo en la mañana, no hay nada más inofensivo que el domingo en la mañana. 

Miré el cielo dominical y pensé que mi papá no solo sabe mucho, también sabe lo que es la dignidad. La conoció en los 70, luchando por un país justo. Yo no conocía ese país.

Hasta ayer. 

 

Foto: TERESA ARANA

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El día viernes 18 de octubre de 2019 hay varias estaciones del Metro cerradas. Las masas de gente ya no saltan torniquetes, los queman. Queman también las señaléticas del Metro y algunas micros. Las mismas que al salir del trabajo los llevan a sus casas como ganado, en las que se puede pasar hasta cuatro horas diarias porque los pobres que le trabajan a los ricos no pueden vivir cerca de ellos. Alguien podría pensar que eso último es pura retórica, pero no. Un par de semanas antes de las evasiones masivas, vecinas del barrio alto protestaron por la extensión del Metro hasta sus barrios. Va a llegar la delincuencia, dijeron. Quién sabe, puede ser. El hecho es que también llegarían sus empleadas domésticas, las que les crían a sus hijos, o los jardineros, que les cuidan los jardines de rosas que en la periferia no se ven. En Chile, hasta el olor a flor es un privilegio.

Se queman basureros, semáforos, todo lo que remita a la vida diaria, costosa y desigual. El gobierno no sabe qué hacer y decreta toque de queda, una medida que luego de la dictadura solo se había instalado en las ciudades más afectadas por el terremoto del 2010. Ahora no es la naturaleza, no es esa fuerza telúrica que si naciste en Chile sabes que un día te puede botar la casa con toda tu vida adentro. Ahora somos nosotros los que nos movemos tanto que desplazamos el suelo firme y conocido. Ese piso que ya no sirve porque se rompió.

La única forma de desplazarse es caminando o en bicicleta. Monto la mía y atravieso el centro que durante los 40 minutos de pedaleo se ilumina con las llamas que vecinos de todos los puntos prenden en las esquinas. Atravieso la principal avenida de Santiago justo antes de que Carabineros de Fuerzas Especiales la llenen de gas lacrimógeno. Sorteo los escombros del piso y los vidrios de paraderos rotos. Desde una ventana se escucha la canción El pueblo unido jamás será vencido. Pienso que si mi mamá viviera estaría muy contenta de que el himno de su juventud todavía sea la banda sonora de la lucha. Pienso que si mi papá supiera que ando en bicicleta por la ciudad tomada por disturbios y policías, no estaría tan contento. 

Los helicópteros sobrevuelan Santiago. Son aves de rapiña que esperan nuestra carne. Las nubes de neumáticos quemados levantan columnas que nos sirven de guía para evitar las barricadas, pero ya no podemos. Hay una en cada esquina. Le pregunto a mi compañero del viaje en bicicleta qué hacemos, por dónde pasamos. Sigamos, me dice, quizás es solo fuego. Me subo al sillín y pedaleo. Bordeo con mi bici una barricada y un encapuchado que no me ve se cruza en mi trayecto. Permiso, le pido, manteniendo el equilibrio para no parar. Adelante, me dice el encapuchado, pase nomás, señorita

Es solo fuego, me repito, y emite una luz hermosa. 

 

Foto: TERESA ARANA

 

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En los 70 mis papás vivían a una plaza de distancia. Si bien mi hermano menor ya había nacido, ellos siguieron viviendo cada uno con sus padres, porque el sueldo de taxista no alcanzaba para un hogar propio. El toque de queda los pilló en la casa de mi mamá. Mi padre abrió en silencio la reja y cruzó corriendo los metros que lo separaban de su cama. En el camino una ráfaga de balas proveniente de un camión militar acompañó su carrera. Se lanzó al suelo y en punta y codo logró llegar hasta la casa. 

Por eso entiendo que esta noche, la del primer toque de queda de mi vida, me ruegue por whataspp: No salgas de tu casa

Veo el mensaje al bajar de mi bicicleta, diez minutos antes de que los militares autorizados por el toque de queda, comiencen a recorrer las calles. 

 

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Tío 1 envía mensaje al grupo de whatsapp familar: 

Está bien que luchen pero la violencia no es la forma. 

Tío 2: Los carabineros también tienen familias, hay que respetar a las autoridades. 

Tía 3: Chile es país maravilloso, malagradecidos, el Metro era estupendo, el mejor de Latinoamérica. 

Tía 4: dicen que van a venir a saquear las casas, hay que prepararse para defendernos de esa escoria. 

Tía 5: cuántos de ustedes se levantaron a votar??? Cuántas de ustedes habían nacido para la dictadura??

Primo 1 ha salido de este grupo.

Hermana ha salido de este grupo

Has salido de este grupo. 

 

Foto: TERESA ARANA

 

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Pocos días antes del estallido, el presidente del panel de expertos del Ministerio de Transporte, dijo: Cuando suben los tomates, el pan, todas las cosas, no hacen ninguna protesta

Ante la inminente alza del pasaje, y aludiendo a que el costo durante la mañana es menor, Juan Andrés Fontaine, ministro de Economía, declaró: Quien madrugue puede ser ayudado con una tarifa más baja. 

Felipe Larraín, jefe de Hacienda, en relación a los altos precios de la vida, dijo: los que quieran regalar flores en este mes, las flores han caído un 3,7 %

Meses antes, el ministro de Salud, refiriéndose a las largas esperas de usuarios de centros de salud, señaló que la gente llega temprano a los consultorios porque es una forma de hacer vida social

El domingo 19 de octubre, la Plaza Italia recibe a decenas de miles de personas de todas las edades. En medio del canto Chile se cansó, se exhiben pancartas sobre salud, educación, mineras que dejan sin agua a comunidades, fondos de pensiones, luchadores sociales asesinados, conflicto mapuche, sueldos bajos y desempleo. Hay un cartel de esta tarde que se repetirá una y otra vez en redes sociales: no son 30 pesos, son 30 años.   

 

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En Alameda con Vicuña Mackenna, la intersección de Plaza Italia, cientos de efectivos de Fuerzas Especiales se enfrentan a la multitud. Podría ser una marcha como cualquier otra, pero esta se siente distinta. Somos tantos y tenemos tan poco miedo —o lo encubrimos tan bien— que carabineros no logra avanzar.  Cada vez que nos moja el guanaco —así le decimos en Chile al carro lanza agua— retrocedemos 20 metros y luego avanzamos 30. Manifestantes en bicicleta nos invitan a no ceder, son nuestra improvisada caballería. A ratos miramos Instagram y ya hay noticias de los primeros muertos baleados por militares. También circula un gif en que un hombre trata de sacar un televisor de una barricada para llevárselo, la gente que lo rodea lo encara, recuperan la pantalla y la lanzan a las llamas. Me lo envió una amiga con el mensaje: la única tele que ilumina es la que arde. Podríamos estar horas mirando el celular viendo imágenes de cacerolazos y periodistas que no logran encontrar a un entrevistado que rechace la protesta, pero lo guardamos. Hoy solo existe este pequeño espacio de presente y valentía.

 

Foto: TERESA ARANA

Fuerzas Especiales nos lanzan bombas lacrimógenas. Un hombre con raqueta toma una soportando el gas y la devuelve ensayando su mejor derecho. No tiene buen saque, la bomba queda a mitad de camino y un grupo termina apagándola con el agua que dejó el guanaco sobre la calle. Ante el pequeño triunfo cantamos El pueblo unido jamás será vencido y avanzamos diez metros más. A los más afectados se le regalan limones y entre desconocidos nos compartimos agua con bicarbonato que rociamos en nuestras caras.  Alguien toca un trombón simulando el sonido de una trutruca y se escucha a cientos de personas que gritan ayayayayayaaaa, el afafán, grito de guerra mapuche. Dos chicas pintan una pared con la frase Chile despertó. Leerla me teje un nudo en la garganta. Hace tiempo no sentía tanto orgullo y tanto miedo. Tanta belleza ante la imagen y tantas ganas de no estar ahí porque puede terminar mal. Esto es como amar, pienso, una mezcla de querer estar en ese lugar y saber que es un riesgo, un peligro del que no se sale ilesa. Recibo un mail de mi papá. No tiene texto, solo asunto: DIME QUE ESTÁS EN TU CASA. Quisiera responderlo  pero Carabineros anuncia desde una de las patrullas, con voz amplificada: se les comunica que en diez minutos comienza el toque de queda. La multitud responde al unísono: paco, culiao, cafiche del Estado. El sol de las 18.50 pm está arriba, brillando. Quizás es la luz del día la que nos hace sentirnos protegidos, ingenuamente omnipotentes. Carabineros repite su llamado y anuncia la llegada de militares. Trato de sacarme la imagen de mi papá de la cabeza diciendo ándate a tu casa. Logro que se difumine en mi mente. Tengo 33, papá, no estoy jugando en la plaza. A las 19 mucha gente mira su reloj que marca el inicio del toque de queda y no sabemos bien de qué espanto. A las 19.10, puntuales como no lo son nunca cuando una los llama, los carabineros aceleran el carro lanza agua y persiguen a la multitud por Avenida Vicuña Mackenna. Desde furgones policiales bajan decenas de Fuerzas Especiales con escudos y pistolas de bombas de gas. Alcanzo a ver el fulgor naranjo que sale del cañón y que no apunta hacia arriba, sino directo al cuerpo de quienes corremos. Con todo lo que dan mis piernas, corro entre las bombas lacrimógenas. Se escuchan disparos, una ráfaga de ellos, por diez segundos, parece poco pero es mucho si lo que marca su paso son dedos que aprietan gatillos. Quizás sean balines, no balas, eso vi en videos, pero lo que veo ahora en las caras de pánico de quienes corren junto a mí, es el rostro de mi papá arrancando de su propio toque de queda. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida como ahora. Ni cuando me asaltaron, ni cuando hombres me han acosado en la calle, ni cuando me dijeron que en un mes no iba a tener mamá. Este miedo es otro, es al Estado. Escapo por calles auxiliares, ahogada entre el gas. Me detengo a toser y a hacer arcadas pero una chica me grita que siga, que no mire para atrás porque ahí vienen. Le hago caso aunque no puedo abrir los ojos, así que decido correr a ciegas. Sé que delante de mí hay una calle sin muchos obstáculos, y atrás hombres armados que me persiguen, no necesito ver nada más. Como ellos están forrados en protecciones, corren más lento, incluso más lento que yo, una treinteañera de metro y medio que fuma y que dos veces a la semana anda en bicicleta para ir a yoga. Corro varias cuadras, logro escapar, ya no hay nadie tras de mí pero sigo corriendo como si me persiguieran. Así es el miedo.

Llego a mi casa. Tengo dos mails nuevos de mi papá. Antes de limpiarme el polvo de las lacrimógenas que me quedó sobre la piel y el pelo, antes de tomar agua, antes de abrazar a la gente con la que fui y que también está a salvo, presiono Responder y ensayo un correo. Le cuento que estoy bien, que me perdone por no hacerle caso pero no pude. Que quiero ser digna como nunca lo he sido, quiero creer en algo, en otros y en mí. Deseo escribirle que aunque parezca una contradicción, no le estoy haciendo caso para parecerme a él. 

Tipeo en el teclado de mi celular: hace unos meses me dijiste que no hay nada más inofensivo que un domingo, pero hoy es domingo, papá, el domingo más digno de mi vida. Te habría encantado.