Hace algunos años, hice entrevistas a unas cincuenta personas que habían sido niños y niñas durante la última dictadura militar en Argentina y no tenían en sus familias ni víctimas directas ni responsables de la represión. Algo común a todos los testimonios era el recuerdo de la revulsión que les generaba a quienes eran entonces niños, que sus padres y madres señalaran que no podían saber lo que había sucedido. “Y vos qué sabés, si no lo viviste”, era una frase impugnatoria de la experiencia y de la capacidad de conocer que tenían entonces chicos y chicas. No obstante, muchas y muchos adultos entonces también se escudaban en un desconocimiento de lo que pasaba: no saber nada de la represión durante la represión misma era patrimonio, no tanto de ser chico o no, sino de una decisión ética y política. Digo que era una decisión, un desconocimiento activo, porque sin exclusión todas las personas entrevistadas recuerdan un momento en su infancia donde algo del conocimiento de lo que sucedía, se filtró. Momentos en que la realidad aparecía como Matrix y notaban en un silencio, en una duda, en una contradicción, que “algo más” estaba sucediendo. Lo que permite ese recuerdo y se opone a la distribución del (des)conocimiento no es la edad, sino una operación ética respecto de la propia posición.
Lo que esa investigación me obligó a reflexionar es que en aquel momento histórico, niños y niñas nos las arreglamos para conocer el contexto sociopolítico en el que vivíamos más allá de las mediaciones de las y los adultos. De tal manera, es impugnada esa idea del desconocimiento posible y la intermediación absoluta de los adultos entre los niños y su contexto, llevada al paroxismo por ese film tan controversial que fue La vida es bella. Niños y niñas conocen el mundo social, y eventualmente su capacidad de comprensión de un proceso histórico como fue la última dictadura argentina, es tan restringida como la de las y los adultos que afirmaron luego no haber sabido.
La segunda cosa que me obligó a pensar esa investigación, es que la negación de esta capacidad infantil de formarse una idea de lo que sucede —por ejemplo en las afirmaciones sobre “no haberlo vivido” o sobre el “adoctrinamiento”— se basan en unas ideas sobre niños y niñas que les atribuyen una incompetencia que no es tal. Una cosa es que el compromiso afectivo con las y los adultos obligue en ciertas circunstancias a omitir contradicciones, incluso negarse a pensar cuestionamientos, y otra es suponer que niños y niñas carezcan de capacidad para captar procesos sociales y políticos complejos.
Hemos advertido esas argumentaciones múltiples veces. Cada vez que una lucha estudiantil, por ejemplo, cobra visibilidad pública, no faltan quienes denuncian prácticas antidemocráticas en los centros de estudiantes, reclaman ausencia de representatividad en la toma de decisiones, deslegitiman las posiciones de chicos y chicas en base a su edad y el supuesto desconocimiento de la realidad, o bien atribuyen sus posiciones a la manipulación directa de parte de “adultos interesados”. Por supuesto, como señala un ocurrente meme que circuló estos días —y que hice mi estado de WhatsApp— aquellos que se oponen al “adoctrinamiento” y la “manipulación” de chicos y chicas por ejemplo, en una clase de ESI, son quienes van a sostener que cuando se dice que la vida empieza en la concepción sólo se está formulando una verdad.
La infancia es un campo de disputa. Hablar sobre y de los niños es debatir proyectos políticos: si la infancia es el futuro de la patria, fundar escuelas es moldear ese futuro ciudadano, nos dijo la generación del ochenta. La pregunta entonces sería como sostener los principios básicos de la democracia, hoy.
Un argumento central que trajo la Convención de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, que tiene valor constitucional en nuestro país y además se recoge en una ley adoptada por todas las provincias, la Ley de Protección Integral de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes 26.061, es que niños y niñas son sujetos de derechos. Su voz tiene que ser tenida en cuenta en todos los asuntos que les competen y, además, madres y padres no ejercen ya la derogada figura de la patria potestad, sino que tienen responsabilidades parentales. Estas ideas, que modifican la relación intergeneracional y transforman las bases de la autoridad familiar son, en el fondo, profundamente democráticas. Por supuesto, son también objeto de interpretaciones sesgadas o malintencionadas cuando, por ejemplo, se restringe la obligación de la escucha a niños y niñas a ciertos tópicos y se excluyen otros, o bien cuando se entiende que esta transformación de las bases de la autoridad parental implican una suerte de laissez faire anárquico y desresponsanbilizante.
El equilibrio es delicado, requiere —perdón por la banalidad— una posición amorosamente dispuesta. Escuchar a otro/a implica aceptar una diferencia, una alteridad. También requiere tiempo. Unas décadas atrás, en el debate en torno a la medición de la pobreza que afecta a niños y niñas, se planteó que la pobreza de tiempo, esto es, la dificultad creciente de madres y padres para encontrar tiempo de cuidado y de relacionamiento con sus hijos e hijas, era una dimensión que tenía que contabilizarse por más que no tuviera una expresión material. Es una dimensión que se vincula con la necesidad de auto o súper explotación para garantizar las necesidades más básicas, pero que deja al cuidado y el cultivo de la relación intergeneracional como las víctimas principales.
Partiendo de esas ideas, esto es, que los chicos pueden conocer, que pueden formarse ideas de manera independiente, y que el diálogo emerge en relaciones intergeneracionales, es que la pregunta por cómo hablar con ellos y ellas sobre una situación política concreta, implica una apuesta por el diálogo y la escucha democráticos. Esto es, tendríamos que iniciar por “girar” la pregunta y sostenerla desde su otra punta: ¿qué tienen para decirnos chicos y chicas sobre, por ejemplo, este contexto político?
Si la primera formulación, “cómo hablar con chicos y chicas”, corre el riesgo de la atribución de incompetencia (ser las y los adultos quienes tenemos que “explicar” a quienes no saben o no entienden), la segunda formulación corre el riesgo de la renuncia a la responsabilidad que tenemos las y los adultos respecto del mundo tal y como está. Esto es, ¿cómo nos hacemos responsables las y los adultos por sostener una escucha respetuosa y responsable, que se haga cargo de nuestras propias contradicciones? Contradicciones que basculan entre ideales que por su abstracción se configuran como horizontes utópicos, y pragmatismos que ordenan males menores y acciones posibles.
Un organizador central del diálogo, como señalé antes, es el principio democrático de la igualdad en tanto que sujetos de derechos, ciudadanos y ciudadanas que tenemos derechos políticos presentes o potenciales. Sostener cualquier conversación alrededor de estos principios supone suspender por momentos los contenidos del diálogo y apostar a ciertos procedimientos que, precisamente, sostienen la democracia. Si bien muchas veces hemos impugnado como banal o superficial la democracia procedimental, parecería hoy ser un aprendizaje relevante. Un diálogo que se sostenga en el intercambio y no haga trampa cambiando el eje cada vez que llega a una imposibilidad, que acepte errores y limitaciones de las posiciones propias, que no atribuya al otro intencionalidad, ignorancia, una posición de incapacidad o subordinación, que se mantenga en la simetría básica de falsabilidades equitativamente distribuidas. En fin, que asuma que la finalidad del diálogo, por más que sea agónico, es conocer, y que eventualmente si hay transformaciones, estas tienen que ser, de base, potencialmente mutuas.
Las y los adultos tenemos una responsabilidad más grande en el cuidado en las dinámicas intergeneracionales. Una de las tareas que eso nos impone, es la preservación de esas relaciones. Sostener la posibilidad de la contradicción y la emergencia de la alteridad en tales relaciones, sostener el espacio para que niños y niñas construyan sus ideas y las expresen sin miedo y sin enfrentar nuestra desaprobación, no implica renunciar a decir lo que pensamos, sino decirlo de modo que no obligue al otro al silencio. De otra forma, el diálogo de sordos que reemplaza el encuentro, es una forma otra de amenaza a las prácticas democráticas que este momento histórico necesita casi con desesperación. Otra de las tareas que esta responsabilidad desigual nos impone es reponer la conexión entre la percepción individual y los procesos sociales. Esto es, extender los razonamientos individuales hacia las conexiones y consecuencias sociales, reponer los procesos históricos, poner en contexto la experiencia y las posiciones, construir la dimensión societal de aquello que se vivencia como individual.
Volver una y otra vez a la profunda imbricación filosófica entre democracia e igualdad de derechos, por más que también una y otra vez hemos encontrado sus fallas, las hemos denunciado y las seguiremos denunciando, parecería ser la mejor respuesta que la pregunta por cómo hablar con chicos y chicas de política, puede tener hoy.