Crónica sobre HPV: escuchar a mi concha V

Escuchar a mi concha es un relato en primera persona de una chica que descubre que tiene HPV, una enfermedad de transmisión sexual muy extendida. El relato va abriendo capas de sentidos y padecimientos a medida que avanzan los episodios: el sexo, los cuidados, la atención médica, la sanación, el qué dirán. En el último episodio, la protagonista relata su experiencia con terapias alternativas y cómo fue su proceso de sanación.

–No, ¡qué va a tener contraindicaciones! ¿Efectos adversos? ¿dónde escuchaste eso?

Vacunate. Mi abuela lo hizo simple: cuando me llevó aquella vez a verificar la biopsia que había dado negativa a un centro privado, me lo dijo al salir del consultorio, en el que la médica me recomendó la vacunación. Es simple, no te agarra más. Pero la vacuna del papiloma no protege contra todas las cepas, solo cubre las cancerígenas. Y la mía no lo era. Sin embargo, googleé un poco más, no fuera a ser que con una vacuna se resolvía mi drama y yo estaba siendo la desconfiada. Pero lo que encontré me espantó: me alegré de sufrir los síntomas del HPV y no los efectos contraindicados de su vacuna. La Asociación de Afectadas por la Vacuna del Papiloma denuncia cientos de casos tremendos, que van desde vértigo, distorsión de la vista, desmayos, pérdidas de conocimiento, convulsiones, parálisis, esclerosis múltiple, muerte. La mayoría de los casos los aislaban dentro del sistema médico, no los relacionaban y, al no encontrar las razones de tales cuadros, diagnosticaban trastornos conversivos y las derivaban a psiquiatría. Explicaban desde el sistema médico a los familiares de las víctimas que era todo producto de su mente, psicosomático. Las trataban de histéricas, de anti vacunas. Pero ellas sacaron un comunicado, explicando que no lo eran: que esto les sucedió justamente por vacunarse y confiar en la vacuna. Que esta vacuna en particular se aplicó y aún se aplica sin saberse su efectividad y desestimando los efectos adversos. El documental PAPILOMA! de AAVP trata sobre este problema.

La primera ginecóloga que tuve me mandó a tomar pastillas anticonceptivas como método para regular mi ciclo desde los 15 hasta los 18. La excesiva medicalización hormonal del sistema en nuestras cuerpas es alarmante: mis primeros ciclos menstruovulatorios de verdad fueron 4 años después de empezar a sangrar. La medicina occidental no contempla la íntima relación entre nuestra salud mental con nuestra vagina, ni cómo la raíz de estas enfermedades incurables más allá del tratamiento de sus síntomas, como la candidiasis o las lesiones de papiloma, son conflictos no resueltos ligados a nuestra emocionalidad. Entendí que estaba manteniendo vínculos sexoafectivos solo porque podía, porque estaban ahí y se supone que una a los veintis tiene que tener relaciones periódicamente para tener una buena salud sexual. Y yo simplemente necesitaba estar conmigo misma, encontrar la necesidad de tocarme y reinventar mi sexualidad, ser mi propia sujeta deseante más allá de une otre que me desee.

Mi vagina no es simplemente un órgano sexual, reproductivo o urinario. Es la puerta de entrada a la útera, quien me habla sobre mis emociones. Quizá mi alter ego. Pasé por varias terapias “alternativas” que me ayudaron a complementar el proceso de quemar las lesiones, no dejé de tratar las verrugas, seguí con los tratamientos hasta que dejaron de aparecer, pero logré sanar y detener el ciclo crónico escuchando a mi concha. Conversando con otras chicas que pasaron por el mismo virus, me recomendaron lo que les funcionó. Dejé las carnes rojas, me adentré al vegetarianismo. Entendí el poder de las palabras y cómo nos condicionan, dejé de vociferar que era crónica incurable. Escribí poemas. Hice reiki, escraché a mi ex. Me tragué entero el libro de Ginecología al Natural de Pabla Pérez San Martin. Comencé a tomar keffir, e hice terapia cultivándolo y alimentándolo casi diariamente. Fui a la psicóloga y me recomendó hacer sanación uterina.

Después de haber recorrido unos pasillos laberínticos de escaleras viejas de piedra, estaba sentada en una manta en el living de un departamento de techos bajos sobre avenida Corrientes. A mi alrededor cajas de juguetes acomodados entre libros, instrumentos, budas dorados, y una planta de flores amarillas que Lucía me pidió que trajera. Era un día caluroso y ella cerró la ventana para callar las bocinas de los autos de las tres de la tarde. Nos envolvía el humo de un sahumerio y yo elegí la piedra que más me llamaba la atención mientras ella buscaba en la compu música adecuada para la meditación. Se sentó enfrente mío y me explicó que la piedra iba sobre mi útera, entre mi piel y la pollera. Lucía tenía el pelo lila teñido sobre sus canas, anteojos redondos y labios finitos. Y me contó que para sanar mi útera yo misma debía sanar las úteras de mis siete ancestras maternas. Cerré los ojos y me mandé.

Lucía iba guiándome con su voz, amena, que se mezclaba con la música tántrica y los ruidos de la ciudad. Primero me visualicé en mi útera, dentro. Palpé y sentí las paredes, comprendí sus heridas y las sané con agua, tierra, aire, barro, sangre. Luego vi un portal, tomé coraje y lo atravesé, para llegar al interior de la útera de mi madre. Hice lo mismo que con mi útera y así fui subiendo de aura a la de mi abuela, mi bisabuela, hasta llegar a la bisabuela de mi tatarabuela materna. En algunas percibí mucha agua, angustia, en otras mares de sangre. Sabía de historias de mucha violencia en mi linaje y traté de entenderlas, percibirlas. Abracé una a una a mis ancestras y volviendo por los mismos portales llegué a mi útera. Abrí los ojos después de media hora de meditación y soplé la piedra siete veces. Lucía me explicó que debía enterrarla y que, de acá a trece lunas, tendría que ofrecer mi sangre a la tierra, a alguna maceta. Hacer este ritual con otras mujeres, yo guiarlas y pasar el conocimiento. Entonces corté una flor de mi planta y la dejé en agua. Y repetimos juntas: “La útera no es un lugar para guardar miedo o dolor. La útera es para crear y dar luz a la vida” (ojo, no dar a luz, sino dar luz a). Y así yo pude sanar.

Ilustración: Lusha.

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