El gobierno de la provincia difundió, por medios de comunicación y redes sociales, un mapa en el que se indican las distancias entre las escuelas que dispuso cerrar en el Delta y aquellas a las que en consecuencia deberán concurrir sus alumnos. Fueron medidas en línea recta y sobre ese mapa están marcadas por flechas de distintos colores para facilitar su comprensión y también hacer más atractiva la imagen. Parecería evidente que no son isleños, ni tampoco navegantes, la politóloga Vidal, diplomada en la Universidad Católica, ni el ecónomo y lobbysta de la educación privada Gabriel Sánchez Zinny, su director de cultura y educación, recibido en la Universidad de San Andrés. De lo contrario sabrían que esos recorridos son imposibles.
En el Delta no hay calles, tampoco se puede transitar atravesando los centros de isla, sino que se navega. Y se navega –perdón Perogrullo- por los cursos de agua efectivamente navegables para distintos tipos de embarcaciones: los que tienen el ancho y la profundidad indispensables. Las distancias presentadas como argumento son en consecuencia falsas. O lo ignoran la gobernadora y su ministro (bastante probable), o lo saben y creen que la mayoría no isleña difícilmente advierta la falacia que ese mapa le plantea a la llamada opinión pública. Ninguna de tales posibilidades habla bien de ellos y sus intenciones. Otra cosa que pasa por alto el mapa, es que algunos de los lugares cuyas escuelas propone cerrar el gobierno sólo cuentan con las lanchas escolares. Quedarían incomunicados todos aquellos que no dispongan de embarcación propia capaz de recorrer largas distancias.

El equívoco de ese mapa se articula con otra imagen muy significativa: la gobernadora consultando Google Earth en su móvil, y decidiendo a partir de esa “investigación” el cierre de 39 escuelas rurales. No importa demasiado si esto sucedió y se filtró o dejó filtrarse; la imagen resulta perfectamente creíble. Y no por capricho o animadversión hacia su protagonista, sino por coherencia con sus procederes y discursos.
En ambas escenas se encuentran involucrados los dispositivos tecnológicos, programas y aplicaciones a los que tan afecto es el gobierno PRO-UCR (o con los cuales resulta afecto a mostrarse para sobreactuar “modernidad” y “eficiencia”, con lo que pasan a ser, más que herramientas, signos de su comunicación política, incluso ideologemas). Pero tampoco eso resulta lo fundamental. El problema es de distancia y sobre todo de perspectiva.
Por lo general, las decisiones de la alianza Cambiemos se toman a impoluta distancia de los afectados por las medidas, de manera inconsulta y en lo posible sin articulación ninguna con las organizaciones que puedan estar involucradas. De no poder evitarlo, ese contacto admite sólo tres posibilidades con sus combinaciones: el pacto, el chantaje, la criminalización. Pese a todas sus carencias y fragilidades, sobre todo al momento de su implementación o su defensa ante el embate de los multimedios, el perfecto ejemplo contrario es la Ley de Servicios Audiovisuales, para la cual se realizaron durante años discusiones, audiencias, encuentros, foros a lo largo y a lo ancho de todo el país. Precisamente porque esa distancia es invariable –se trata de una decisión estratégica-, el gobierno actúa y propagandiza “cercanía” con “la gente” mediante los timbreos. Simulacros realizados en zonas custodiadas y con actores contactados previamente para lograr un acuerdo. Además, la auto halagada interacción es casa a casa y persona a persona, jamás colectiva, lo cual resulta lo más perverso (lo más estratégico) de esas puestas en escena. No reconocen interlocutores colectivos. Y cuando algún colectivo se le planta, lo tildan de “mafioso”.
Cambiemos. Las decisiones del gobierno –y éste es otro rasgo estratégico, no negociable- son siempre desde arriba: como quien mira en un mapa, como quien investiga en Google Earth, como quien confunde personas con números, como quien bombardea. Es una perspectiva de patrones, de propietarios, que sólo admite dos posibilidades lingüísticas: la orden y el reconocimiento para quienes cumplen las órdenes (se llamen Barrientos o Chocobar). Por eso tanto énfasis propagandístico en “el diálogo”. Como no es una posibilidad siquiera puesta en consideración –la horizontalidad y lo colectivo son dos de las fobias ideológicas más fuertes que impregnan a esta ¿nueva? clase dominante- se destinan tantos recursos a su ponderación, representación y difusión. Las filtraciones de falsos encuentros en el transporte público, de inauguraciones meramente escenográficas o discursos pronunciados a la nada, más que como rajaduras de la muralla mediática funcionan como su reaseguro: un guiño para los cómplices y avisados, un leve apriete para los díscolos, todo está bajo control.
La República Argentina se organizó y se insertó en el mercado internacional, como proveedora de carnes y granos, a partir del genocidio sobre los habitantes originarios de la gran llanura destinada desde entonces a ganadería y agricultura, repartida entre familias de apellidos desde entonces considerados tradicionales –latifundistas habría que traducir–, varios con resonancias en la actualidad política: Martínez de Hoz, Anchorena, Álzaga, Bullrich, Villegas. El historiador Tulio Halperin Donghi tituló a uno de sus libros Una nación para el desierto. El crítico literario Fermín Rodríguez invirtió –desnudó– esa consigna: su estudio acerca de una geografía imaginaria y sus consecuencias en el mundo económico, social y político real se titula “un desierto para la nación”. No preexistía un desierto a poblar y civilizar, plantea Rodríguez y los textos que analiza lo sustentan, sino que se pensó y escribió como desierto un determinado territorio, al que se despobló mediante una matanza para destinarlo a nuevas formas de producción. Recientemente, uno de los vástagos de aquellas familias favorecidas por la repartija después de la carnicería, el entonces ministro de educación Esteban Bullrich, se refirió a una nueva Campaña al Desierto. No es raro que una clase social haga síntoma por boca de sus representantes más imbéciles.
Las medidas que el gobierno toma de manera inconsulta y autoritaria con el argumento de las cuentas que no dan o la creación de una legalidad amigable para los inversores –cierre de escuelas, anulación de ramales ferroviarios, extensión de zonas fumigables mediante agrotóxicos, baja de retenciones al agronegocio, dispensas impositivas a la minería– son formas de acomodamiento al orden económico mundial. Para éste, hay algunas zonas de nuestro país a preservar por la presencia de grandes reservas de agua o biodiversidad y otras sacrificables. Al gobierno de patrones, gerentes y ejecutivos no les importamos los habitantes de esas zonas condenadas. Desde su perspectiva a lo sumo puede necesitarse mano de obra barata y sin organización, una masa disponible que baje el costo laboral. El resto es (somos) población sobrante. Vidas prescindibles para el objetivo de crear el nuevo desierto que la economía mundial capitalista requiere. ¿Para qué educación, salud, transporte? Si son gastos.
Tal vez tanto Vidal como Sánchez Zinny ignoren quién fue Alfred Korzybski, un pensador demasiado poco lineal para las pautas simples y directas de los emprendedores o los programas de las universidades privadas en que se formaron. Si resulta probable que hayan oído alguna vez la más difundida de sus citas, a tal punto difundida que ya podría incluirse en textos de auto ayuda o de coaching para empresarios: “No hay que confundir el mapa con el territorio”. Hacerlo repetidamente no es error sino ideología.
Lucio Victorio Mansilla, en Una excursión a los indios ranqueles, se jactó de conocer cada aguada, cada colina, cada pradera del territorio sobre el cual operaba militarmente. Era un mensaje por elevación, no exento de rencores, al presidente Domingo Faustino Sarmiento, que en el Facundo escribió su admiración por la figura del rastreador y describió la llanura –el “desierto”– a partir de lo que había leído en memorias de viajeros y tratados de geografía. Yo no necesito rastreadores, afirmaba en cambio Mansilla, fuerte protagonista de la campaña presidencial del sanjuanino con la esperanza de ser nombrado por éste como ministro de Marina y Guerra. Premiado –dudoso consuelo– con el modesto título de comandante de frontera que lo llevó a la inmortalidad.
Sarmiento aprendió ésa y varias otras lecciones en el Delta. Se convirtió en su máximo propagandista mediante artículos que fue publicando en el diario El Nacional desde mediados del siglo XIX hasta su muerte, y debates en la legislatura. Como era habitual en él, primero había conocido al Delta en los libros, pero viajó en una falúa de la Capitanía de Puerto y lo recorrió desde entonces infinidad de veces, lo habitó, lo cultivó y recomendó que otros lo hicieran. En el territorio Delta, además de ríos, riachos, arroyos, islas, peces, carpinchos, nutrias e infinidad de especies de aves, hay personas que lo habitan: aquellos a quienes Sarmiento llamó, con admiración, carapachayos.
La vida carapachaya no será igual con el cierre de las escuelas que son mucho más que escuelas, son centros de socialización, bibliotecas, espacios públicos. La vida entera de nuestro Delta se halla en peligro si se lo destina al agronegocio a gran escala o a la especulación inmobiliaria. Por eso los carapachayos hemos iniciado la resistencia a la desertificación propuesta desde arriba como parte de un proyecto político, económico, social y cultural de vaciamiento, sobre explotación y destrucción. Articularla con otras resistencias de manera eficaz resulta indispensable para que esta forma de la muerte no tenga poder.