Contagiar entusiasmo diciendo que la novela sigue la transformación que lleva a la niña Justinita a convertirse en la Loba. Que transcurre en la frontera, a uno y otro lado, en el Impenetrable. Personajes: prostitutas, contrabandistas de merca, fiolos, indies, extranjeres. Una monja, Annelise, indomable, insobornable, que realiza “tareas de hombres”, a la cabeza de una misión cooperativa de venta de madera en la que trabajan casi trescientos indies. Varios aspirantes a Lord Vader y uno realizado: Saúl Sombrío, S. S., reverbero tanto de Segundo Sombra como de la abyección de la Shutzstaffel nazi. Tres generaciones de Justos: Justo Pastor, Justo Crescencio, Justinita, la única merecedora de apodo. La “niña Justina […] ya no quiere que la llamen niña porque es una mujer hecha y derecha, ni soltera, ni casada ni viuda ni nada, como ella gusta decir. Un día alguien –¿acaso usted?– la bautizó la Loba y es así como se deja llamar” (146). Y una venganza pendiente: la muerte del abuelo, a traición, a la vuelta de una expedición de contrabando. De fondo: la literatura romántica, las películas romántica de Hollywood, géneros pensados para atar a las mujeres a modelos despotenciantes de sí mismas: la espera, la realización a través de un hombre (que las elige, las quiere, las encierra, ahoga, fija, en definitiva: las aburre), la maternidad como cénit. Ninguna de las mujeres que desfilan por las páginas de esta novela se parece a esas que ellas mismas consumen en fotonovelas, cines, radioteatros, bombardeo inexorable. La distancia es abismal y Demitrópulos la exhibe sin comentarios, solo se ocupa en volverla visible para quien lee.
La manera en que está escrita: como si describiera una puesta en escena, se adelanta al Lars Von Trier de Dogville por varias décadas. Muestra que el escenario es escenario, los personajes, personajes, desnuda las didascalias para que sigamos paso a paso la alquimia maravillosa de la ficción. Con maestría, Demitrópulos entrecruza las historias que va narrando, de un lado y del otro de la escena, quién es él, lo que dice y piensa, y luego quién es ella, qué le parece él, qué dice y qué piensa. De un lado y del otro. Construye así un mundo complejo y sugestivo, de múltiples capas, matices, en el que hombres y mujeres sucumben al deseo y buscan el poder, la libertad que este promete.
Con La mamacoca (publicada en la colección Narradoras Argentinas**), Demitrópulos se engarza en un conjunto de escritoras que conjuran en sus letras mundo y cosmovisión aborigen: Sara Gallardo y su Eisejuaz (El cuenco de Plata, 2013), novela en la que sigue el alucinado deambular de un indio mataco que se cree elegido de Dios (agnus dei), o La hija de la cabra, de Mercedes Araujo (Bajo la Luna, 2012), sobre el desierto, el amor y la transgresión de tabúes. En el camino, las tres desarrollan búsquedas lingüísticas marcadas, particulares, que trabajan con la densidad de la herramienta, como si la otredad no pudiera ser contada con palabras conocidas, como si el lenguaje debiera retorcerse, irse de sí mismo, para dar cuenta de lo Otro.
Dentro y fuera del ciclo inaugurado por el Martín Fierro –cuyo autor, José Hernández, también inventó un nuevo tipo de composición poética que lleva hoy su nombre: la “sextina hernandiana”, consistente en seis versos octosílabos con el esquema abbccb– Demitrópulos, Gallardo, Araujo tienen todavía mucho por decir.
*La frase es de la propia Libertad, recuperada por Nora Domínguez en su prólogo (n. 2, p. 8).
**Dirigida por María Teresa Andruetto, Juana Luján y Carolina Rossi.