Estamos Unidas

La novela de Marina Mariasch “Estamos Unidas”, se acaba de reeditar por el sello Libros de la mujer rota, de Santiago de Chile. La novela de nuestra miembra fundadora, ensayista, columnista, poeta, docente y militante todoterreno ilumina el intercambio sexual y del dinero durante el menemismo, a la vez que narra el derrumbe económico y familiar en un mundo sin hombres. Presentamos un capítulo de “Estamos Unidas” exclusivo para nuestrxs lectorxs de LatFem.

Las artes marciales

Esto lo escribo en plena lucidez matinal. Voy a tratar de ser clara. El sexo, el amor y la política siempre fueron lo mismo.

La primera vez que me calenté fue al acercar las palmas a la fogata en la que mi mamá incendió a Engels y Marx. Es verdad, no es cierto: la primera vez había sido mucho antes. Las madres nos dan calor mucho antes en la bomba de agua que nos forma, y nos lo quitan de golpe al arrojarnos al mundo. Y lloramos.

La fogata precaria que mamá hizo al fondo con un frasquito de quitaesmalte fue el fuego ritual que la hizo entrar en el partido de los chinos, el de la cátedra donde era ayudante. En casa quedaron otros libros igual de peligrosos e inofensivos. Todo era así, extremo y a medias al mismo tiempo.

Esa vez me acerqué al fuego y se me encendió la piel. Unos años después llegó la democracia. Aunque para el colegio se empezó a permitir cualquier vestimenta, los estudiantes seguíamos usando el uniforme, como esos animales a los que les abren la jaula y se quedan adentro. De a poco empezamos a contaminarlos con chombas de colores y zapatillas de marca. Atisbos al capitalismo salvaje.

Yo era gorda. El cuerpo se me había inflamado por las pastillas y las hormonas. Cuando hablaba por teléfono con el chico que gustaba de mí y a mí me gustaba un poco, mi hermana levantaba el tubo en otra habitación y me gritaba gorda, cortá. Mi interlocutor se enteraba en ese momento; aunque me conociera no lo sabía: yo era gorda de la mente. Para esa época empecé la dieta sin fin. El primer día de esa historia fue un desayuno de cuatro galletitas de agua con Mendicrim. Mi mamá opinó que era mucho. Empezaba a cultivar los trastornos alimenticios que luego tuve por mejores amigos.

Para entonces ya estaba en tercero y usaba el jean roto de una amiga que me doblaba en tamaño. Le pisaba las botamangas con una botas de los 70 que había rescatado de mamá. Las paredes del Colegio se habían llenado de esvásticas y de nombres de bandas con ka y la doble s de las ss. Yo misma llevaba colgada una cadena gruesa con una cruz de plata que era de la confirmación de mi novio. Había empezado a salir con un nazi del colegio. Se llamaba Adolfo y tocaba hardcore. Después de clase me llevaba a la sala de ensayo. Con él conocí la ciudad de la cintura para arriba. Me parecía lindísimo caminar por ahí, era como estar de vacaciones, casa bajas, veía el cielo, veía a dios, quería que existiera.

La pileta del colegio estaba cerrada muchas veces porque el agua estaba fría. Era todo un problema alimentar la caldera. Los días que había, salía con el pelo mojado y me alimentaba del olor del azúcar quemada que despedía el puestito de garrapiñadas. Jamás me permití comprarme un tubo. Para que mi novio me aceptara, me inventé un pasado Tacuara. Mi papá me había hablado mucho de Tupamaros, y sonaba parecido. Me ponía de cuclillas contra la pared de alfombra de la salita de ensayos que tenía olor a cigarrillo y a perro muerto y la cadena me colgaba pesada entre las piernas. No pensaba en nada. La música era de terror, no era música.

Un día después del ensayo fuimos a la casa de Adolfo. Tenía padres viejos, de esos celeste agrisado que no se ven nunca ni se mueven demasiado. Yo sólo conocí la habitación de él: por el living comedor pasamos rápido y llegué a ver unos muebles húmedos que habían venido en barco. En su habitación  tenía una cama finita y un grabador portátil doble casetera. Puso play como si no supiera qué iba a sonar y salió una música lenta y dulce que decía quiero que me rescates, me rescates, me salves. Y después: I want to be forever young. Él cantaba y se burlaba un poco como si no le gustara. Me agarró de la cintura y bailamos. Yo lo entendía bien. Él quería ser por siempre joven, no quería saber nada del futuro. Porque aunque se suponía que del colegio egresaba la clase dirigente, Fito intuía que iba a terminar vendiendo cinturones para un turco que trabajaba el cuero. Al final iba a trabajar para un judío que le pagaba mal, al final se entendía que fuera nazi.

Yo, en cambio, quería dejar atrás todo ese tránsito que era la juventud para llegar de una vez a la meseta de la adultez, a la vida. Nunca vi a la juventud como una virtud. Era como si nadie se diera cuenta de que esa omnipotencia era temporal y que todos los seres humanos pasaban por eso antes o después como por la caída de dientes de leche o del primer día de clases o del pis encima, y nadie se jactaba de eso.  Yo quería ser grande, vieja, tener la impunidad de los ancianos. Pero faltaba mucho. Todavía sufría al lado del teléfono por el llamado de un chico o por quedarme afuera de algún programa de mis amigas. La exclusión es un fantasma muy común. Todavía sufría tener el culo, las tetas y la boca demasiado grandes. Por eso tenía novio, creía en el amor como un refugio.

La habitación de Fito tenía cortinas en la puerta de vidrio que se partía en dos. Por las hendijas que dejaba la tela se veía un piso manchado de lunares verdes y negros. Fito me empujó sobre la frazada turquesa y me tiró un peluche viejo. Agredir un poco era su manera de amar. Tuvimos sexo con la ropa puesta, era a lo que estábamos acostumbrados, y nos dormimos como un par de lombrices, húmedos y ciegos, en su cama flaca.

Ese día, más tarde, cuando se abrió la puerta y entró la madre, aprendí la pequeña muerte, la de quedarme quieta con los ojos cerrados haciéndome la que no escuchaba ni veía nada. Un deporte que después practiqué muchas veces, cuando entraron Sara, Viyi, Virginia y me encontraban abrazada con sus respectivos hijos en los cuartos que ellas habían amueblado. Pero lo de Fito fue antes, antes del sexo, de la literatura y de la política.

Pisábamos el pasto fresco de la democracia como algo dado y regalado. Nos creíamos más allá de eso, la queríamos consolidada como a la de Estados Unidos, o eterna y falsa como la europea. Pero la nuestra estaba verde, en preescolar, y para su festejo el intendente de la capital preparó un recital en la 9 de julio. Fuimos.

Hacía calor y ya la cosa cambiaba de estación. Cerati cerró el show con una declaración: a favor de la realidad y contra el absurdo, una frase ambigua, que podía pensarse hasta contra Spinetta. Todo sonaba a medias, como a través de una persiana americana. La política había terminado, se había quedado atrás con su leyenda y su mito de chicos armados y valientes. A nosotros nos tocaba esto, consumir las mieles de la conquista, consumir. Éramos eso, consumistas de pop barato y ni siquiera la marihuana era nuestra porque se la habían fumado nuestros padres.

Todavía quedaba algún hippie viejo dando vueltas por los bares sin la ducha diaria ni la afeitada a la que se habían acostumbrado los que ahora eran yuppies de corbatas flacas. El papá de Cristian, amigo de Fito, sembraba en el fondo de su ph de la calle Gorriti y la tenía crecida. El día del recital por los cinco años fuimos a esa casa. Estábamos llenos de promesas, como la democracia.  Había una mezcla de padres e hijos chapoteando en la misma emoción. Ese día Adolfo y yo hicimos el amor por primera vez.  Fue pegajoso y tieso. Al otro día, con la bombacha dura de fluidos resecos, me encontré con mi mejor amiga en el baño del bar. Había olor a pis y pintadas en la puerta. Nos mirábamos por el espejo y le conté lo que había pasado a la noche anterior. Ella puso un poco cara de asco y desilusión. Hasta que no tuvo sexo, una grieta nos separó.