Francia: fractura expuesta en el racismo

En los márgenes físicos y simbólicos de París los bloques de vivienda, la banlieue, se levantan como espacios de confinamiento. También son un experimiento social que muestra hasta dónde puede llegar la exclusión: la pobreza triplica al resto de Francia y el desempleo se duplica. La policía viene ganando terreno a espaldas del Estado de derecho y tiene más permisos para abrir fuego. Nahel fue asesinado en un control policial, de un disparo a quemarropa. El presidente Macron se sumó a la gramática ultraderechista. Nahel tenía 17 años.

Cerca de París, en los suburbios de la capital, y lejos de cualquier utopía igualitaria, murió Nahel, un francés de ascendencia argelina. Tenía 17 años. La bala le entró por el brazo izquierdo y atravesó el pecho de un lado a otro. El policía responsable fue detenido y está investigado por homicidio voluntario. Sin jefe ni partido, miles de jóvenes –muchos de ellos, menores de edad– tomaron las calles. Ardió la bronca junto con cientos de autos y edificios. La violencia escaló en manos de aquellos dispuestos a romperlo todo y la clase política compitió en declaraciones. La muerte de Nahel dejó nuevamente expuesta la fractura de un territorio en los márgenes llamado la banlieue

La tentación de pensar que la historia es circular, es grande. Y no falta razón.  En 2005, los adolescentes Bouna Traoré y Zyed Benna murieron electrocutados al esconderse en un transformador cuando trataban de huir de la policía. Siguieron tres semanas de quema e incertidumbre a escala nacional. En días recientes, el diario Le Monde fue testigo de una parábola: en una localidad de las afueras de París, en el preciso lugar donde dieciocho años atrás quemaban una concesionaria, incendiaron ahora un tenedor libre. Las condiciones que sirvieron de combustible para el estallido social no han variado y tienen un actor clave: la policía.

Las revueltas de 2005 ubicaron a las banlieues, antes ignoradas, en el debate público. Fueron una oportunidad de progreso: era el tiempo de la toma de conciencia, las promesas de cambio y las inversiones. Una oportunidad, sin embargo, perdida, según analiza el ensayista francés Karim Bouhassoun en su libro ¿Qué quiere la banlieue? Manifiesto para acabar con una injusticia francesa.

Además de ser una geografía, los suburbios son una realidad socioeconómica y política. Son también el legado de una política urbana “carente de visión, por falta de tiempo, de medios o de voluntad”,  escribe Bouhassoun que se crió en la banlieue, consiguió estudiar en el muy selectivo Instituto de Estudios Políticos de París y que, por la singularidad de su trayectoria, se considera a sí mismo como una anomalía del sistema.

En la posguerra, fueron edificados bloques de vivienda como espacios de confinamiento. Allí fueron a parar los trabajadores inmigrantes –del Magreb y el África subsahariana principalmente– llamados a paliar la falta de mano de obra en la construcción y la industria. Y después de ellos, sus hijos y nietos, a los que la sociedad percibe todavía como árabes o africanos antes que franceses.

A partir de 2003, el Estado inyectó cientos de millones de euros en esos territorios olvidados. El Programa de Renovación Urbana cambió el paisaje, pero no la trama. Los problemas siguen ahí. La cartografía de los llamados barrios prioritarios que hace el Observatorio Nacional de la Política de la Ciudad (ONPV, por su sigla en francés) verifica con estadísticas la sensación difundida entre sus habitantes de ser ciudadanos de segunda.

En 2019, el índice de pobreza fue tres veces superior que en el conjunto del país: 43,3% frente al 14,5%. El desempleo duplicó la marca nacional: 18,6% contra 8,5%, y hasta 30,4% para los menores de 30 años. Y la delincuencia –de la que los vecinos del mismo barrio son las principales víctimas (61%)– fue mayor que en todo el territorio nacional, en particular los hurtos con violencia, hasta 3,2 veces más numerosos por cada mil habitantes.

La República no trata a sus hijos de la misma manera, según se llamen François o Mohamad. La policía tampoco. Después del estallido por la muerte de Nahel, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos exhortó a Francia a “abordar seriamente los problemas profundamente arraigados del racismo y la discriminación racial entre las fuerzas del orden”. 

“Este es el momento”, dijeron. 

La policía viene ganando terreno a espaldas del Estado de derecho. Como prueba, la reforma del Código de Seguridad Interna de 2017 que relajó las condiciones para el uso de armas de fuego por parte de agentes. Desde que entró en vigor, aumentó el número de muertes por disparos: 18 y 26 personas fueron abatidas en 2021 y 2022 respectivamente; es más del doble de la década anterior, según un exhaustivo monitoreo de la plataforma Basta! La mayoría de las veces, por negarse a obedecer una orden de detención como en el caso de Nahel. El video de su muerte evidencia la responsabilidad policial, pero ¿cuántos Nahel no fueron filmados?

Al calor de las revueltas, dos de los principales sindicatos de Policía (Alliance y UNSA-Police) se declararon “en guerra” contra “hordas de salvajes”. En sintonía con los gobernantes, que a falta de un imaginario propio, vienen instalando en el debate público conceptos de la gramática ultraderechista. El mismo presidente Emmanuel Macron se propuso en mayo pasado, después de varios sucesos violentos, “trabajar para contrarrestar un proceso de descivilización”. 

De tanto ruido, el riesgo es grande de olvidarse: en los márgenes físicos y simbólicos de la República, un francés de ascendencia argelina, murió a manos de la policía. La bala le entró por el brazo izquierdo y atravesó el pecho de un lado a otro. Tenía 17 años.