Lo que nos toca
por Roma Barrientos
Primero me llegó el escrache, después el video, después la pregunta.
Hace unos días se viralizó en redes el repudio al cantante de cumbia Hernán Coronel por una grabación donde se lo ve tocar a su nieta por debajo de la remera. El video lo vi después de las repercusiones y al reproducirlo la escena me pareció completamente familiar. De niña, mi padre con liviandad me acariciaba la espalda por debajo de la ropa. Lo hacía en la calle o en casa, era indistinto. Cuando dábamos paseos me llevaba agarrada de la nuca, también me daba besos en la boca y me decía lúdicamente “¿vos sos mi novia?” y yo respondía que sí. Recién esta semana, después de tantos años, se abrió para mí una pregunta y con ella, como es usual, un camino insospechado.
Parafraseando a Tamar Pitch, el modo en que construimos nuestras preguntas está necesariamente unido a las respuestas que se nos presentan como posibles. El abuso sexual infantil es un tema que angustia (como tantos otros) y por eso lo más sencillo parece ser clausurarlo de algún modo: ya sea a partir de mecanismos de invisibilización, ya sea “resolviendolo” rápidamente. La respuesta social más efectiva es pronunciarse con celeridad, compartir una storie, difundir un comunicado, escrachar a quien corresponda, cancelar lo que haga falta cancelar y seguir con la vida. En muchos casos, sin saber nada del deseo de aquellas personas cuyas imágenes circulamos, enfatizando su rol de víctima. Sin conocer las necesidades o posibilidades de contención de sus círculos afectivos. Frente a esto me pregunto entonces: ¿quiénes y cómo pueden seguir con la vida? ¿Qué tipo de vida es esa en donde se esbozan grandes relatos centrados en la justicia, la pena, el castigo y se pasa página sin garantizar el cuidado de quienes se espera proteger con estas acciones?
Nuestras reacciones frente al dolor están completamente atadas a un esquema belicista sostenido en rígidos binomios que señalan enemigos externos pero pierden potencia en cuanto a reparación. El repertorio afectivo dentro del cual nos movemos socialmente es limitado. Vir Cano explica con muchísima agudez en su texto “Afecciones punitivas e imaginación política: desbordes de la lengua penal” (en Los feminismos en la encrucijada del punitivismo, compilado por Débora Daich y Cecilia Varela) el modo en que los sistemas punitivos-represivos constituyen una tecnología fundamental en la reproducción de una organización social racista, colonialista, capacitista y heterocisnormativa. La criminalización de nuestros problemas sociales acaba “individualizando” la responsabilidad y la esfera de intervención, borrando las responsabilidades comunes que sostienen el entramado de violencias que en realidad son estructurales. Por eso, si notamos que cancelar a la banda de turno o viralizar un video en redes no es suficiente, es hora de hacernos cargo de lo que nos toca: problematizar nuestras respuestas automáticas, reformular nuestras preguntas.
Mientras Instagram está plagado de placas de ficciones securitistas que pretenden suturar una herida, sin siquiera darnos el tiempo de concebir una respons/habilidad comunitaria por ella, vuelvo a mi experiencia personal no como gesto melancólico sino con la sospecha de encontrar en la historia instrumentos nuevos para el presente. Me encuentro con todas aquellas miradas legitimadoras de las manos de mi padre levantando mi remera, naturalizando la escena, con el miedo paralizante de mi madre pero también con aquellos abordajes susurrantes que contuvieron y contienen las caleidoscópicas experiencias de quiénes somos sobrevivientes de distintos tipos de violencias en la infancia.
Mi imaginario se amplía —se colectiviza— proyectando escenas que dan cuenta del trabajo de todas aquellas profesionales/trabajadoras/promotoras que prestan servicio en los centros de salud de los barrios, en los hospitales, en las postas territoriales. De aquellas docentes que más de una vez notan señales de abuso sexual en la infancia (ASI) y deciden abrir grandes los ojos con sutileza para poder acompañar. De la urgencia de la implementación de la Ley de Educación Sexual Integral en todas las escuelas y con ella, tantas otras políticas públicas transversales que atiendan a las demandas de los niños y niñas del país. No podemos ser ingenues: con ganas de cuidar y militancia individual no alcanza. Hace falta presupuesto, voluntad política y la conjura de una temporalidad que nos de aire para mirarnos con sinceridad.
Es indudable que existe una urgencia ética en abordar y visibilizar las situaciones de ASI. Al mismo tiempo, si pretendemos alcanzar algún tipo de reparación de los daños, existe la necesidad de otro tipo de tacto. En principio, cuestionar las pedagogías afectivas neoliberales y simplistas con las que tratamos el tema, problematizar sus temporalidades y efectos. Entonces, recuperaramos esos archivos menores que narran historias tentaculares sobre el dolor de estar en el mundo, al mismo tiempo que tejemos solidaridades concretas posibilitando el deseo de seguir estando vivxs.
Romper el molde
Por Melina Varnavoglou
Ya que nuevamente el abuso sexual en la infancia (ASI) es trending topic y hay mucha gente hablando con suma externalidad de un tema cuya trama desconocen, lo cual para quienes somos sobrevinientes es terrible, pasó a puntear algunos pensamientos:
El abuso sexual en la infancia es de las violencias más invisibles que existen. Quizás, además del tabú, lo “ominoso” que implica hablar del tema, esto tenga que ver con sus antecedentes históricos, ya antropológicos, pero no por eso menos políticos:
El ASI no fue siempre como lo conocemos. Se trató de una práctica que llegó a estructurar relaciones sociales y comunidades enteras, donde no era penalizada (como la pederastía). Fue un rito de iniciación —por y para la autoposición del poder del patriarca— con las niñas de la tribu. También modus operandi replicado en diferentes sectas, cuyo ejemplo más flagrante es el de la secta institucionalizada de la Iglesia Católica: cuando Italia, a raíz de un debate que llevo a la mayoría de los países europeos a cambiar la legislación, decide subir la edad de consentimiento sexual, el Vaticano decide directamente eliminarla, quedándose con la edad de consentimiento marital (que la fija en 14 años para las mujeres). En 2019, en mando del Papa Francisco se emite un documento, acompañado con una serie de capacitaciones (una suerte de ESI para clérigos). Pero este texto además de reducir al abuso a una cuestión médica (se llama literalmente “Vademécum”) no se trata tanto de cómo prevenir los abusos a menores, sino sobre cómo manejar los procesos a los imputados. A pesar de su carácter exclusivamente legalista, no reestablece ninguna nueva normativa sobre el consentimiento.
Confundido con la pedofilia (que nació como una categoría psiquiátrica), el abuso sexual en la infancia (ASI) es un término relativamente reciente.
Más que apuntar contra quienes se ejerce, para mí lo importante de este término es su dimensión temporal: se tratan de abusos que suceden en la infancia, extendiéndose a la adolescencia. Es decir, en ese período de la vida (polimorfo diría Freud) donde el terreno de lo sexual, las fronteras de lo íntimo y lo erótico, aún no están definidas con claridad. ¿Llegan a estarlo acaso alguna vez en la vida adulta? Tiendo a pensar que nunca por completo. Pero lo que el abuso en la infancia y la adolescencia impide en quienes son abusades es la autonomía necesaria para ese proceso: al contrario, todes conocemos el sexo (nuestra primera versión de él), nuestro cuerpo y en muchos casos nuestros genitales por intermediación del deseo de un adulto con poder sobre nosotrxs. Práctica, por cierto, no muy distante de cualquier otra adultocéntrica como intervenciones y decisiones que se toman sobre el cuerpo y la vida de los niñxs.
Pero lo sexual es un terreno, si bien difuso, específico. Que el abuso sea sexual puede en muchos casos (pero no en todos) resultar una experiencia mucho más traumática que otro tipo de abusos (físicos, psicológicos, económicos). Pero quien abusa a une niñx o adolescente no lo hace simplemente para obtener placer sexual o movido por una perversión patológica, ni tampoco solamente para detentar una posición de poder; sino que instrumenta sin saberlo una serie de normativas político-sexuales que mantienen funcionando la heterosexualidad y el cisexismo. Por eso esta violencia muchas veces se ejerce (como el caso de los abusos dentro de la iglesia) como una forma de adoctrinamiento en los roles de género.
En Argentina, gracias a los movimientos feministas y de xadres protectores se ha llegado a visibilizar el tema. Sin embargo, las denuncias por ASI siguen prescribiendo y mediante la promoción de la ESI aún no se logra prevenir ni detectar la gran mayoría de las situaciones.
Aún hoy la agenda de las infancias sigue muy separada de la del feminismo interseccional, entregándoles de algún modo la representación y la legitimidad en la batalla en este tema a diferentes organizaciones que van desde UNICEF a grupos feministas anti-trata y abolicionistas que mucho sabrán sobre la penalización de la ASI y otros “crimines sexuales”, pero que para mí están limitadas conceptualmente para abordar la problemática, por una razón que a título personal creo es la siguiente: no se han detenido jamás a pensar el problema del “sexo” en términos feministas.
Es interesante el aporte de Ann Cvetkovich sobre el trauma desde una perspectiva despatologizante, ampliando la categoría como experiencia histórica y social abierta en términos afectivos. El trauma sexual pasa de ser un problema médico en búsqueda de una cura para considerarse como experiencias sentidas que pueden ser movilizadas en muchas direcciones.
Así, el abuso sexual infantil puede empezar por ser “parte de” un manoseo que se oculta rápidamente cuando se es visto (como pasa en el video que circuló de Hernán Coronel), o puede también estar tan naturalizado al punto de ni siquiera reconocerse (como vemos en las declaraciones posteriores del cantante).
Pero a su vez, paradójicamente, el ASI cuando es sistemático busca un silenciamiento ejemplar, rara vez tiene “deslices” como este. No niego que esto sea una alarma ni pretendo que la minimicemos; solo digo que no pensemos que esta es “la forma en la que se ve” un abuso sexual en la infancia, porque les aseguro que es mucho más complejo.
El terreno privilegiado de la ASI es la familia y ocurre en todos los estratos sociales con igual frecuencia, pero de manera más encubierta en familias de la clase media y alta. Lo que me resulta problemático en esta situación, no es solo que se trate de un acto abusivo o no, sino que mediante la estigmatización a quien lo ejerce —un referente de la cumbia villera— se reduzca su dimensión a un “problema” de los “entornos” de la clase baja. Operación racista que no es nueva pero se repite: Angela Davis lo ha explicado muy bien en los 70 con el mito del “violador negro”.
La precariedad económica o la falta de recursos educativos seguramente agrava muchas situaciones de abuso intrafamiliar, pero estas suceden incluso en “las mejores familias”, bien educadas (como la mía) a las que —a pesar de perpetuar un abuso durante una década con la complicidad de varios miembros de la familia— jamás se les escaparía una mano por debajo de la remera de un niñx.
El abuso sexual intrafamiliar se da en entornos rotos y precarios. Pero no en cuánto a lo económico, sino en lo afectivo.
Viralizar de esta manera no es romper el silencio. Es exponernos a hablar de abuso para a los pocos días seguir dejándonos solxs. Es una violencia con tan mal tratamiento que se cree que ya simplemente por “hablar de esto” se la está combatiendo. Pero no, no vamos a hablar sin importar cuáles sean los términos de esa conversación. Porque “esto” se trata de nuestra historia y siempre vamos a seguir reflexionando sobre ella: por ocurrir en la infancia y la adolescencia, el ASI moldeó fuertemente nuestra identidad. Tuvimos que romper el molde, contarnos de otra manera quiénes éramos.
Ilustración de portada: Catalina Vásquez para la campaña Niñas no madres