La leyenda del viento Zonda o cómo la madre tierra aleccionó a un huarpe machirulo

¿Por qué para la zona cuyana el viento Zonda parece un castigo? Según la leyenda, lo es. Un joven soberbio desafió las instrucciones de la Madre Tierra y desató un azote tan ejemplar que todavía lo sentimos. Luz Azcona lee el mito en clave de género.

El viento

En las provincias de Cuyo, a capricho entre los meses de mayo y octubre, corre un viento rastrero que sopla en llamas. Es un viento que seca los campos, deja a los ranchos sin techo, ahoga a los viejos y enloquece a los jóvenes que no resisten su influjo. “El viento de las brujas”, lo llaman, por el impacto que tiene en el ánimo de la gente: da languidez, angustia, dolor de cabeza, alergias varias y agotamiento súbito.

El viento Zonda toma su nombre de la quebrada en la que se hace fuego. Nace en el Pacífico, frío y húmedo, choca con las alturas cordilleranas generando lluvias y nevadas y, tras un brusco calentamiento, se abate sobre los valles andinos, calcina todo lo que vive y siembra entre los lugareños la sensación de que se tiene polvo hasta en el culo.

Como es desierto lo que abunda y el polvo brota de las entrañas de la tierra, el Zonda deja desgracia pero —y aquí viene la revelación—, también arrastra un mensaje capaz de iluminar a quien no es sordo a los clamores de lo que le hace bien al mundo.

La leyenda

Según se cuenta, en la vasta superficie del Cuyum que encubre dinosaurios, llena de nada y sufrida por la dureza, la Pachamama generosa dotó al pueblo huarpe de todo lo que era bueno: maíz, papa, pececitos, quirquincho, liebre, chocos, ñandú, vizcacha, guanaco, aves, algarrobo, acequias. Que respetaran la vida, les dijo. Que se alimentaran, que se abrigaran, que tuvieran linda la casa. Y los hombres y las mujeres huarpes lo hicieron con tranquilidad y belleza.

Menos un joven corpulento, de rostro barbado y mirada penetrante. Tenía puntería y trepaba los montes, cruzaba los valles con vigor y de camino arrasaba los guanacos, los cóndores. Y el hábito fue forjando en él un carácter taimado y tonto: se volvió egoísta y desagradecido. Cazaba para ostentar, para llamar la atención de alguna chica a la que hacía gracias, caricias. Luego la descartaba. Porque no estaba a la altura de la imagen que el joven se había hecho de sí, y se buscaba otra.

La Madre Tierra, sabiamente, había dado vida a los guanacos para que las gentes tejieran abrigos bonitos y gruesos con su lana. Había creado al cóndor para que imaginaran ser libres. En fin, que alguien matara por gusto, y que rompiera algo tan delicado como un corazón humano, era cruel y merecía castigo. Pero el joven despoblaba de criaturas e ilusiones amorosas la región, abandonado a sus instintos. Entre los animales propagaba el temor y entre las chicas el “qué hice yo”, el “acaso no valgo”, el sufrimiento estúpido.

El castigo

Hasta el día en que silbó un viento huracanado. Los árboles agitaron sus ramas, las hojas hicieron remolino denso en el suelo. El sonido era tan horrendo que oírlo afeaba todo cuanto había bajo el sol. Y el joven fue arrollado por las ráfagas, calientes y secas. Lo azotó la tierra furiosa. Al cabo, aleccionado y hecho viento según el castigo dispuesto, se alejó sin forma en la distancia.

Desde entonces, suspira en los valles andinos con el nombre de Zonda y todo aquel que aguza el oído, mientras mastica la tierra con asco y se refriega los ojos ciegos de mugre, puede escucharlo cruzar la cordillera tan fuerte que hace temblar las cosas. ¡Se va a caeeer!, ¡se va a caeeer!, proclama en su soplo la Pachamama.