Lauren Berlant: el sonido, la furia (y los afectos)

“El optimismo cruel”, de Lauren Berlant, acaba de ser editado por Caja Negra en la Argentina. Este libro clave del llamado giro afectivo, publicado originalmente en 2011, sostiene que las fantasías de progreso constituyen un afecto particular: el optimismo cruel. Para Berlant el optimismo cruel ha sido el tono afectivo preponderante desde la década del ochenta, en paralelo a la consolidación del neoliberalismo y a la retracción de las promesas socialdemócratas. “Es que es allí, justamente, donde se condensa el optimismo cruel, una condición por la cual lo que se desea es, en realidad, un obstáculo para nuestro florecimiento”, escribe Cecilia Macon en el prólogo que adelantamos en exclusiva para lxs lectorxs de LatFem.

En cada una de las conferencias de Lauren Berlant hay siempre un gesto que salta a la vista: sus dedos insisten alternativamente entre marcar comillas y cerrarse en un puño. Las fotos que circulan por Internet parecen centrarse en su mirada punzante y en sus trajes negros. Más allá del azar que pueda tener la conexión entre estas imágenes, lo cierto es que la académica norteamericana ha logrado demoler justamente con su mirada y su gesto parte de los malentendidos que rodean eso que hay quienes llaman “giro afectivo”: no se trata de una perspectiva que vindique lo afectuoso –en cualquiera de sus acepciones banales– sino que es, fundamentalmente, una teoría crítica. Dentro de la trama conceptual y activista que rodea a esta tradición inaugurada hace poco más de dos décadas Berlant cumple un papel no solo fundacional, sino además clave a la hora de exhibir el modo en que aquí se cruzan la teoría, el análisis cultural y el activismo.

Para comprobarlo basta recordar que en 2002 conformó junto a otrxs académicxs, artistas y activistas Public Feelings, un colectivo feminista queer autodefinido como feel tank, es decir, un remedo irónico de esos think tanks en los que se escarba en vocabularios sofisticados para defender un determinado estado de cosas. Desplegando sus acciones entre Chicago, New York y Austin el grupo generó múltiples textos e intervenciones, pero es recordado centralmente por tres performances dedicadas a conmemorar el Día Internacional de lxs Políticamente Deprimidxs guiados por el motto: “¿Deprimidx? Puede que sea político”. Pertrechadxs con batas, pijamas, antidepresivos, tazas sucias y pantuflas salieron a recorrer las calles recordando la conexión entre la depresión –pero también la ansiedad, la apatía y el entumecimiento– con el orden neoliberal. En cada una de estas y otras intervenciones se trató siempre de dar cuenta de la dimensión afectiva de la esfera pública en términos críticos bajo una estrategia en la que gran parte de la corrosión generada se sostuvo en la tensión entre la exhibición del orden afectivo y la ironía 

Profesora en las áreas de Género y Literatura en la Universidad de Chicago desde 1984, Berlant dejó guiar los momentos fundacionales de su trabajo por la relación poco explorada entre las formas de la intimidad y la constitución de ciudadanía. Así, en su trilogía sobre la sentimentalidad nacional norteamericana compuesta por The Anatomy of National Fantasy: Hawthorne, Utopia, and Everyday Life (1991), The Queen of America Goes to Washington City: Essays on Sex and Citizenship (1997) y The Female Complaint: On the Unfinished Business of Sentimentality in American Culture (2009) expuso argumentos brillantes a través de la literatura y el cine para analizar la conformación de la pertenencia social redefiniendo de un plumazo qué entender por lo político. Es allí donde desplegó, a través de, por ejemplo, el análisis de literatura confesional, uno de sus conceptos clave: el de “público íntimo” (intimate public). Definido como “un espacio de mediación en el que lo personal es refractado a través de lo general, produciendo un espacio de reconocimiento y reflexión”,1 articula un lugar de contacto emocional y una “escena de identificación entre extraños porosa y afectiva que promete una cierta experiencia de pertenencia capaz de otorgar un complejo de consolación, confirmación, disciplina y discusión acerca de cómo vivir en tanto un x”.2 Es a través de la definición de este espacio que Berlant conforma un modo desafiante de revisar la dicotomía entre lo público y lo privado poniendo en primer plano el orden emocional, pero también su estrategia de hacer foco en esos momentos íntimos o hasta banales bajo una dimensión que encarna lo político de manera disruptiva.

«Lauren Berlant es una de las más importantes y originales críticas de la lógica de la cultura
contemporánea. Aquí ella ofrece un punto de vista novedoso sobre procesos de la vida cotidiana que nos resultan familiares, a través de su sutil pero audaz lectura del optimismo cruel, esa dinámica psíquica y estructural que mantiene a las personas cerca de objetos, fantasías y mundos que en verdad las debilitan.»

Sara Ahmed

El optimismo cruel, publicado originalmente en 2011, es, de algún modo, el enlace entre esta trilogía y el despliegue más reciente de sus teorías. Que unos años después de su lanzamiento el volumen se haya convertido en material fetiche a la hora de dar cuenta de fenómenos indigeribles para la academia como fue la elección de Donald Trump, muestra en qué medida esta tradición intelectual punza allí donde otras solo lo intentan.

Ahora bien, antes de avanzar en esta cuestión: ¿qué es el giro afectivo? O, retomando las primeras líneas de este texto: ¿qué no es el giro afectivo?

El debate por el giro afectivo

Hacia fines de la década del noventa, y de manera en un principio silenciosa y casi marginal, la teoría cultural comenzó a verse atravesada por discusiones alrededor de la dimensión afectiva. Si bien la filosofía se había ocupado de la cuestión de manera sistemática desde sus orígenes –basta recordar textos clave de Platón, Spinoza, Hobbes, Wollstonecraft, Descartes o Pascal– y las ciencias sociales habían hecho lo propio a partir de la década del ochenta –desde la sociología, Arlie Hochschild, en el campo antropológico, Catherine Lutz y Lila Abu-Lughod y en la ciencia política, Jeff Goodwin y Francesca Polletta–, lo cierto es que en esos años y como una suerte de desprendimiento de debates que se produjeron en el marco de las teorías feministas y queer, el análisis cultural le puso una marca vendedora a un punto de vista propio: el giro afectivo. Las indagaciones sobre la vergüenza, la sentimentalidad, la felicidad, la ansiedad o la ira dispararon una serie de debates transversales a las disciplinas en los que –con mayor o menor fortuna– se evitó el reduccionismo.  Presentadas en muchos casos como parte de una reacción al giro lingüístico,3 estas discusiones colaboraron en el desarrollo de una matriz teórica específica sobre la cuestión que, desde un inicio, se tejió ensamblada con estudios de caso. Es de este modo que el llamado “giro afectivo” o, de manera más amplia, la teoría de los afectos, se constituyó en la academia anglosajona a partir de matrices deleuzeanas pero también revisando teorías como las provenientes de la filosofía de la mente, la psicología, la fenomenología y la tradición marxista. Así es como Brian Massumi, Eve Kosfosky Sedgwick, Lauren Berlant, Patricia Ticineto Clough y Sara Ahmed fundaron un arco fructífero de discusiones en las que no necesariamente predominan los consensos. Los rasgos centrales de este punto de vista sobre la cuestión se centran en algunas características que atraviesan sus distintas variantes. Los afectos, entendidos como la capacidad de afectar y ser afectados, son instancias performativas y colectivas, y resultan responsables de cuestionar una serie de binarismos clave: razón/emoción, interior/exterior, mente/cuerpo, acción/pasión. Que gran parte de estos debates se hayan originado en el marco de los estudios de género y de sexualidades no resulta casual. De hecho, es desde su orígenes que el feminismo ha hecho foco en la cuestión a partir de sus objeciones a la clásica dicotomía cisheteropatriarcal que vincula lo femenino a la emocionalidad y lo masculino a la razón. Es esta marca asociada a la demolición de los binarismos y del esencialismo la que, junto a una discusión sobre el cuerpo desde matrices renovadas, es desarrollada también por los estudios LGTTBIQAX+ desde donde se desplegaron gran parte de las discusiones del campo, como es el caso de los trabajos de Ann Cvetkovich o Carolyn Dinshaw.

Es importante señalar a esta altura una distinción terminológica que permite también describir dos vertientes dentro del giro afectivo. Se ha dicho que, mientras los afectos en tanto intensidades sensoriales remiten a una dimensión no fija, no estructurada, no coherente y no lingüística, las emociones suponen la codificación en el lenguaje y la cultura de tales afectos.4 De este modo, estrictamente hablando, los afectos representan una dimensión asociada a la experiencia corporal, muy especialmente el encuentro entre cuerpos. Esta diferencia es sostenida fuertemente por Brian Massumi y sus discípulxs, que delinean así una de las versiones del giro afectivo. Sin embargo, una segunda tradición descree de esta diferencia utilizando de manera más laxa el vocabulario –e introduciendo otras nociones como feelings o sensations– apostando al análisis crítico del modo en que las narrativas construidas alrededor de las emociones impactan sobre la experiencia colectiva y viceversa.5

Aun cuando ciertos discípulos de Massumi insistan en mantener la distinción entre afectos y emociones a rajatabla, lo cierto es que una parte importante de las investigaciones ha optado por relativizarla,6 tanto en términos conceptuales como en el rol que cumplen a la hora de poner en marcha el análisis. De todos modos, más allá del uso productivo de estas ambigüedades terminológicas, lo cierto es que existe cierta coincidencia en que nos enfrentamos a instancias de la experiencia colectiva fuertemente performativas; se trata de actos y no meramente de padecimientos. A partir de estas tensiones comenzó a ser relevante profundizar, tal como lo hace el colectivo alemán Affective societies encabezado por Jan Slaby, en un arco importante de conceptos que se desprenden de estas discusiones –arreglos afectivos, resonancia afectiva, ciudadanía afectiva, etc.–, pero también en la evidencia de que emociones y afectos sostienen una relación circular entre sí.

El trabajo de Lauren Berlant ha cumplido un rol clave en explorar estos desplazamientos conceptuales. No solo por haber sido una de las intelectuales fundadoras de la tradición, sino además porque su perspectiva, como sugiero a continuación, siempre ejecutó –más que comentó– estas mismas ambigüedadades.

Trump y la crueldad según Berlant

En 2019 la revista The New Yorker publicó una extensa nota dedicada al pensamiento de Lauren Berlant en la que se ponía particular énfasis en el modo en que la crítica norteamericana no solo anticipó el ascenso Donald Trump, sino que además evitó subestimarlo desde el día cero. Aun antes de su candidatura presidencial, Berlant advirtió que Trump había entendido como nadie las sutilezas de la dimensión afectiva de la política en su articulación con argumentos, así como las consecuencias más brutales y eficaces de la gran narrativa que sostiene el “sueño americano”. Es que es allí, justamente, donde se condensa el optimismo cruel, una condición por la cual lo que se desea es, en realidad, un obstáculo para nuestro florecimiento. Ese apego a sueños destinados a frustrarse y frustrarnos es seguramente resultado –y causa– de la firme de creencia en que nuestras vidas expresan una narrativa con algún tipo de moraleja orientada siempre a algo que la norma indica como mejor. El optimismo cruel es así una expresión afectiva del progreso, esa marca de la modernidad por la que el hilo teleológico hacia algo mejor parecía más o menos garantizado. Sin embargo, este tipo de optimismo, no solo nos sumerge en una incapacidad para reaccionar ante aquello que nos oprime, sino que además es experimentado como si fuera meramente individual. Tal como señaló Berlant en su blog supervalentthought.com en 2008: “Quiero saber por qué las personas se mantienen apegadas a vidas que no funcionan. Esta es una pregunta tanto política como personal. Aquí, el psicoanálisis se encuentra con la teoría de los afectos y con el marxismo crítico”.

Su enfoque crítico sobre Trump es, sin dudas, heredero de estas premisas, pero contiene también una serie de advertencias frontales hacia quienes realizan una lectura lineal del problema. En su blog, Berlant afirmó: “Trump es el sonido y la furia pero también la tergiversación. Aun así –y esto es lo que lo distingue– el ruido en su mensaje incrementa el valor aparente de lo que es claro en sus palabras. El hecho de que tenga razón en ciertas cuestiones se torna de algún modo más potente al destacarse entre sus parloteos”. Es decir que gran parte del fenómeno encarnado por el actual presidente de los Estados Unidos radica en la articulación sofisticada entre emociones y razones –como el señalamiento del maltrato simbólico y material de la clase dirigente hacia la ciudadanía–, es decir una estrategia afectiva en toda su amplitud.

Berlant impugna así las pretensiones de suponer que el problema del trumpismo es la movilización del orden emocional en sí misma así como la estrategia burda de asociar la emocionalidad solo a ciertos fenómenos políticos, en general los que no nos gustan. Una entrada provocadora y precisa de su blog publicada en agosto de 2016 nos lo recuerda de manera más que estricta: “Querida América: si leo un artículo más sobre el peligro de las emociones políticas en época de elecciones me voy a tener que suicidar. La política es siempre emocional. Es una escena en la que los antagonismos estructurales –genuinamente, intereses en conflicto que sostienen regímenes de poder y de valor– son descritos con una retórica que intensifica la fantasía de mundos posibles y vulnerables”.

Es que el giro afectivo no constituye una matriz que permita explicar los comportamientos irracionales de las personas –típicamente, como es posible que haya quienes votan contra sus intereses– cuando los instrumentos de los que disponemos parecen insuficientes. No porque esas preguntas no sean relevantes, sino porque se trata de una teoría que busca hacer foco en una dimensión que, como la afectiva –interseccionada con otras matrices–, atraviesa lo público en cualquiera de sus formulaciones, sean las nuevas derechas, la democracia liberal, la socialdemocracia, el indigenismo, el activismo hashtag, el anti-colonialismo, el neoliberalismo, el movimiento obrero, los feminismos o los activismos LGTBIQX. De hecho, el modo en que las teorías de los afectos han sido a veces utilizadas para analizar fenómenos como el Brexit, o los gobiernos de Macri o Bolsonaro han caído recurrentemente en la tentación contra la que Berlant ha sabido advertirnos.

En 2018, junto a su amiga la antropóloga Katherine Stewart, Berlant publicó The Hundreads, el resultado de un proyecto de largo aliento a dos voces dedicado a la experiencia afectiva cotidiana. Aquí, bajo una estrategia de escritura heredera de la desplegada por el colectivo Public Feelings, cada uno de los textos es resultado de un ejercicio de escritura: cien palabras dedicadas al impacto producido por una cosa o imagen. No hay aquí explicaciones, sino solo el registro de escenas asociadas a las impresiones generadas, por ejemplo, por los malos sentimientos, los discursos de graduación, Chicago, el capitalismo utópico, lo que el diccionario Webster dice sobre el alma, Halloween o el parentesco. Es lo nimio, lo pequeño, lo banal o común de la dimensión afectiva aquello que recorre el nudo de la discusión, pero nunca como evasión hacia lo privado, sino en el marco de un despliegue que alude insistente pero lateralmente a su dimensión política. No se trata de una vindicación de la oscuridad. Ni del cinismo. Ni del desgano. De hecho, el motto secreto –o no tanto– de Berlant es: “Nos negamos a estar exhaustxs”. Es que, en definitiva, sus análisis dedicados al optimismo cruel, los afectos comunes o los públicos íntimos que impregnan gran parte de su trayectoria resultan de la necesidad de advertir, en sus palabras, “sobre las consecuencias afectivas de la abyección cultural, la humillación, la enfermedad y la desesperanza política”.7 

1. Lauren Berlant, The Female Complaint. The Unfinished Business of Senti- mentality in American Culture. Durham, Duke University Press, 2008, p. 8. 2. Berlant, ibíd., pp. 8 y 9.

2. Berlant, ibíd., pp. 8 y 9. 

3. Ver al respecto, por ejemplo, Mariela Solana, “Relatos sobre el surgimiento del giro afectivo y el nuevo materialismo: ¿está agotado el giro lingüís- tico?”, en Cuadernos de Filosofía, n° 69, 2017, pp. 87-103.

4. Deborah Gould, Moving Politics. Emotion and ACT UP’s Fight Against AIDS, Chicago, University of Chicago Press, 2009, p. 20.

5. Con respecto a esta cuestión, Sara Ahmed ha señalado en un párrafo recurrentemente citado: “Algunas personas usan la palabra ‘afecto’ para describir cómo uno es afectado –o afecta y es afectado–, expresando de este modo una capacidad de respuesta corporal al mundo que ese mismo mundo acostumbra otorgar. Yo prefiero referirme a ‘emoción’ porque esta palabra me permite evitar comenzar con la cuestión de cómo es que somos afecta- dos. Lo que resulta interesante para mí no es solo cómo es que el cuerpo afecta y es afectado, sino cómo es que ciertos tipos de cosas reciben valor a lo largo del tiempo. Los afectos suelen ser usados un poco en exceso para dar cuenta del nivel del encuentro entre cuerpos (Sara Ahmed, La política cultural de las emociones, México, UNAM, 2018).

6. Ver al respecto Margaret Wetherell, Affect and Emotion. A New Social Science Understanding, Londres, SAGE, 2012.7. Lauren Berlant, The Female Complaint, op. cit., p. 3.