Mamá desobediente: una mirada feminista a la maternidad

El libro Mamá desobediente. Una mirada feminista a la maternidad (Ediciones Godot) quiere reflexionar sobre qué supone ser madre hoy señalando que no hay una maternidad única, pero sí modelos impuestos que supeditan la experiencia materna a los dictados del patriarcado y del capitalismo. Compartimos fragmentos de esta obra de la periodista y socióloga Esther Vivas, radicada en Barcelona. Se publicó primero en España y ahora llegó a la Argentina.  

El mito de la perfección

A lo largo de la historia se ha generalizado un ideal de buena madre, caracterizado por la abnegación y el sacrificio. La madre al servicio, en primer lugar, de la criatura y, en segundo, del marido. El mito de la madre perfecta y devota, casada, monógama, que se sacrifica por sus criaturas y está feliz de hacerlo, que siempre antepone los intereses de hijos e hijas a los suyos, porque se supone no tiene propios. Un mito que se nos ha presentado como atemporal, cuando en realidad sus pilares son específicos de la modernidad occidental.

El sistema patriarcal y capitalista nos relega como madres a la esfera privada e invisible del hogar, infravalora nuestro trabajo y consolida las desigualdades de género. Como mujeres históricamente no teníamos otra opción más que parir, así lo dictaban la biología, el deber social y la religión. Este es el argumento del destino biológico, que ha servido para ocultar la ingente cantidad de trabajo reproductivo que llevamos a cabo. El patriarcado redujo la feminidad a la maternidad, y la mujer a la condición de madre.

Al contrario de lo que afirma el mito de la perfección, fracasar es parte de la tarea de ser madre. Sin embargo, esta posibilidad ha sido negada en las visiones idealizadas y estereotipadas de la maternidad. El mito de la madre perfecta solo sirve para culpabilizar y estigmatizar a las mujeres que se alejan de él. Las madres son consideradas fuente de creación, las que dan la vida, pero también chivos expiatorios de los males del mundo cuando no responden a los cánones establecidos. Se las responsabiliza de la felicidad y los fracasos de sus descendientes, cuando ni lo uno ni lo otro está a menudo en sus manos, y depende más de una serie de condicionantes sociales.

Maternidades y feminismos

Parece incompatible ser madre y feminista, pues la maternidad carga con una pesada mochila de abnegación, dependencia y culpa, ante la cual las feministas de los años sesenta y setenta se rebelaron —como tenía que ser—. Sin embargo, este levantamiento terminó con una relación tensa con la experiencia materna, al no querer afrontar las contradicciones y los dilemas que esta implicaba.

A partir de mediados de los años setenta, el feminismo se enfrentó con el reto de pensar la maternidad en positivo. Una vez rechazada la maternidad como destino, algunas intelectuales y activistas intentaron abordarla en otra clave. El desafío consistía en ir más allá de una simple negación de la maternidad, de desplazar la carga de la crianza hacia el Estado o de externalizar la reproducción.

Las reflexiones de Adrienne Rich, recogidas en Nacemos de mujer en 1976, permitieron a las feministas reconciliarse con la maternidad. Su principal aportación fue distinguir entre la institución maternal impuesta por el patriarcado, medio de sumisión, y la relación potencial de las mujeres con la experiencia materna, y establecer una clara diferencia entre los perjuicios de la primera y las virtudes de la segunda. Para la autora, no se trataba de impugnar la maternidad, sino el sentido en que la definía, la imponía y la restringía el patriarcado, que había “domesticado la idea del poder maternal”.

A diferencia de otras feministas, que identificaban la capacidad reproductora del cuerpo femenino con un lastre para la emancipación, Adrienne Rich reivindicaba el cuerpo de la mujer “como un recurso, en vez de un destino”. La autonomía de la mujer pasaba por defender y resaltar sus potencialidades sexuales, reproductoras y maternales, en oposición a la maternidad forzada.

Nos han robado el parto

Hablar de la experiencia del parto significa a menudo hablar de dolor, angustia, miedo e impotencia, y no tanto por el parto en sí, sino sobre todo por el trato recibido y las intervenciones médicas evitables. Cesáreas innecesarias, trato irrespetuoso, episiotomías prescindibles, separación injustificada de la madre y el bebé recién nacido, falta de información sobre los procedimientos, rotura eludible de la bolsa de aguas, partos inducidos arbitrariamente… estas son solo algunas de las situaciones vividas. Todas estas prácticas se justifican facultativamente con un “era necesario para el bebé” o “no había otra opción”. ¿Seguro? A las madres nos fuerzan a creerlo, y no son pocas las que después de la angustia afirman que “al final todo se olvida”. Pero ¿cuánto tiene que haber sufrido una mujer para querer olvidar el parto de su criatura? 

Las madres no contamos, y a muchas les han robado el parto, la capacidad de decidir en un momento tan importante de sus vidas. La institución sanitaria trata el parto como si fuese un proceso patológico, entorpeciendo su normal desarrollo y provocando, en consecuencia, una mayor intervención.El parto tecnocrático se consolidó a lo largo del siglo xx, y concibe a la embarazada como una paciente, un sujeto vulnerable o pasivo. La lógica productivista y patriarcal dicta cómo debemos parir, prescindiendo de nuestras necesidades y las del bebé.

“Nosotras parimos, nosotras decidimos”, dice la consigna feminista; pero en realidad no es así. La capacidad de decidir de las mujeres a la hora de dar a luz queda a menudo en la puerta de entrada de los hospitales. De ser protagonistas, pasamos a ser meras espectadoras de un parto donde otros toman las decisiones. Los deseos, las necesidades y las expectativas que tenemos no cuentan, molestan; incluso a veces ni siquiera llegamos a planteárnoslas, porque nadie nos ha preguntado. Son demasiados los partos que se viven de forma traumática. La violencia obstétrica es una realidad en nuestros paritorios.

La medicalización y la tecnificación del parto es un proceso con muchos paralelismos con la industrialización de la agricultura y la ganadería. La forma de nacer y la de alimentarse han tenido evoluciones similares. Se abandonó el parto tradicional, así como la agricultura campesina, y se menospreciaron los saberes de las mujeres, en un caso, y el del campesinado —a menudo femenino—, en el otro, en aras de un saber técnico-científico muchas veces inexacto. Estas transformaciones tuvieron consecuencias nefastas para el nacimiento y la alimentación. La vida quedó supeditada a la productividad y a la optimización de resultados, y se acabó con derechos fundamentales, como el derecho a un parto respetado o a una alimentación saludable y sostenible. La manera en que se nace y se come dice mucho de una sociedad: la nuestra se caracteriza por darle la espalda a la naturaleza.

El negocio de la mamadera

Así como el cuerpo de la mujer está preparado para gestar a un bebé, también está preparado para parirlo y darle de mamar. Lo que es una verdad irrefutable para la naturaleza es algo de lo que el sistema patriarcal y capitalista se ha encargado, y mucho, de poner en cuestión. Nos han hecho creer que no sabemos, que no somos capaces. Hay casos en que no es posible dar de mamar porque no se produce leche, pero esto afecta a menos del 3% de las madres. La inmensa mayoría tenemos leche y podemos darla.

Hay mujeres que aun pudiendo dar el pecho prefieren no hacerlo. Los argumentos son varios. En algunos casos, encontramos a mujeres que han sufrido abusos sexuales o trastornos de conducta alimentaria, y amamantar les puede traer flashbacks, haciendo que la lactancia les resulte muy difícil o imposible. Otras han descripto una desagradable sensación, que puede ser debida a una desregulación neurohormonal. Hay problemas de salud de la madre que pueden imposibilitar o contraindicar la lactancia materna. Hay maternidades, como la adoptiva, que hacen de la mamadera un gadget imprescindible. Y otras madres no quieren dar la teta y punto. Las decisiones personales tienen motivos diversos, pues nuestra mochila vital es única.

La conocida frase de que “dar el pecho es lo mejor”, no significa que esto sea lo mejor para cada mujer. Vivimos en una sociedad que constantemente pone obstáculos a la lactancia materna. Las mujeres nos enfrentamos a circunstancias distintas que influyen en nuestras vidas. La maternidad no sólo viene atravesada por una serie de desigualdades de género sino también de clase y raza. En consecuencia, para algunas dar la teta es algo muy complicado. Juzgar a una madre por no hacerlo, sin tener en cuenta su contexto, es un error. Lo que tenemos que preguntarnos es: ¿por qué una práctica tan beneficiosa para el bebé y la mamá es tan difícil de llevar a cabo?, ¿qué cambios hay que hacer en nuestra sociedad para que dar la teta pueda realizarse sin mayores sacrificios? La consigna “dar el pecho es lo mejor” debe servir como instrumento para garantizar el derecho a la lactancia, no como imperativo para que todas las madres amamanten. La defensa de la lactancia materna no implica un cuestionamiento de las mujeres que optan por la leche de fórmula o que no tienen más opción que recurrir a ella.

La crítica a la lactancia artificial, en este libro, va dirigida a las empresas del sector que desinforman y hacen uso de publicidad engañosa para hacernos creer que la leche artificial y la materna son lo mismo; a una institución sanitaria que, a pesar de lo que afirma, no invierte suficientes recursos para llevar a cabo una lactancia materna exitosa; y a una organización social que pone todas las trabas del mundo, en particular en el mercado laboral, para que las madres puedan amamantar. Se trata de destapar las razones históricas, económicas e ideológicas por las que se ha boicoteado la lactancia materna, haciéndola retroceder, como se ha hecho, en beneficio de la artificial; así como de exponer las bondades, tanto individuales como colectivas, de dar la teta.