En Mendoza, los cielos suelen ser cuatro. El del este cargado de nubes, relámpagos y truenos de una tormenta o granizada que ocurre en algún otro lugar. Hacia el oeste, las montañas enfrentan nubes apenas vaporosas. En el norte, hilachas de contornos dorados se mueven lentas y en el sur el azul es nítido, casi transparente. Además de su belleza, esos cielos nos hablan de la precaria y tensa existencia de la vida que ocurre abajo. En este desierto llueve apenas cuarenta días al año, unos 220 mm, más o menos el quince por ciento de los 1500 mm que pueden caer en la pampa húmeda.
“Esta tierra es un oasis de verdura en los confines del desierto”, dijo un viajero en el siglo XVII y según parece nada ha cambiado. Solo el tres por ciento (3%) del territorio está irrigado: río, canal, zanjón, acequia, de mayor a menor son el sistema venoso de la tierra, ideado originalmente por lxs huarpes y refundado en 1872, año en que se plantó la arboleda pública de álamos carolinos y plátanos de troncos gruesos y copas titilantes que son el emblema local.
Pero el oasis, metáfora ideal del espejismo, engaña e ilusiona y apenas un poco más allá, todo será piedras, espinillos, suelo salitroso y jarillas. Nada en la relación entre lxs habitantes, la tierra y el agua, es fruto del azar. Si el derecho humano al agua es indispensable para la vida y condición previa para la realización de otros derechos humanos en todo hábitat humano, aquí es la condición previa de la vida.
La Ley de Aguas del año 1884, aun con su ropaje decimonónico (y el cuestionable reparto colonial de asignación de derechos que excluyó a las comunidades originarias), fue la primera ley de este tipo en el país y todavía regula el cuándo, cuánto y dónde, cada quien bebe o riega o produce, hora por hora, palmo a palmo. El agua, que proviene de las nieves y los glaciares, cuando el verano ardiente los deshiela, además de ser susceptible de apropiación es el bien público por naturaleza, administrado por un organismo independiente que de acuerdo a la Constitución provincial se integra en un complejo sistema de representación comunal. Esa distribución, se basa en el control y la disputa férrea por el ejercicio del derecho al agua. Y si bien es loable y una cultura virtuosa en sí misma, quedarán para otra historia los cuentos sobre la cantidad de veces en las que tuve que gritar muy fuerte (mujer) para que los vecinos viñateros, entendieran que haría uso de mi derecho de riego para un jardín que languidecía y que ellos intentaban birlar desviando como quien no quiere la cosa, con un poco de tierra y la zapa, el agua que sí, también las flores tienen su derecho a recibir para no fenecer.
Un siglo antes de que el Consejo de Derechos Humanos de la Asamblea General de las Naciones Unidas exhortara el 2 de Octubre de 2014 por Resolución 27/7 a los Estados a velar que todas las personas tengan acceso sin discriminación a recursos efectivos en caso de violación de sus obligaciones respecto del derecho humano al agua potable y el saneamiento, los limites pétreos (no metafóricos) de ese territorio obligaban a la comunidad a legislar minuciosamente las formas de utilización y aprovechamiento del bien común esencial.
En 2007 Mendoza tuvo uno de esos momentos en que la virtud política se despliega: con el voto unánime de la legislatura se prohibió el uso de sustancias químicas -cianuro, mercurio, ácido sulfúrico y otras similares- en los procesos mineros metalíferos de cateo, prospección, exploración, explotación y/o industrialización y se estableció que la Declaración de Impacto Ambiental debía ser ratificada por ley en cada proyecto aprobado. Aquel acto legislativo, decolonial y soberano, fue el resultado de un extenso reclamo popular. Frente a la amenaza de la megaminería, la universidad, las asambleas vecinales y los sectores productivos, exigieron a sus representantes la máxima restricción a la minería metalífera. Antes de alcanzar el consenso político hubo otros debilitados intentos: se sancionó una ley que frenaba la actividad hasta tanto se contara con un plan ambiental, que fue vetada por el entonces gobernador de la provincia Julio Cobos. Unos meses después, en junio de 2007, la Legislatura revisó el veto y se presentaron diferentes proyectos de ley para frenar la minería metalífera, hasta que finalmente se dictó la Ley 7722.
Mendoza no fue un caso aislado ¿Qué ocurría en el resto del país en ese momento? Y ¿de qué hablamos cuando nos referimos al poder del lobby minero? En el 2003 en Chubut se había dictado la primera ley que intentaba proteger a la población de la avanzada megaminera. La Ley 5001 prohibía la utilización de cianuro y zonificaba el territorio para el resto de los proyectos de explotación minera. Le ley, que fue impugnada y ratificada judicialmente, continúa vigente pero en estos días el Ministro de Energía de la provincia ha declarado que debe ser revisada. En Río Negro, en el 2005 se sancionó la ley 3981, que prohibía la utilización de cianuro y mercurio y fue derogada en el 2011 en una de las primeras medidas de gobierno del entonces gobernador Carlos Soria. Gracias a ella, la empresa Patagonia Gold se hizo del yacimiento Calcatreu que tiene como vecina a la comunidad mapuche que afectada por la explotación se encuentran en permanente movilización.
En 2007, el mismo año en que se sancionó la ley 7722 en Mendoza, se sancionaron leyes similares en La Rioja, Tucumán y La Pampa y en 2008, Córdoba dictó su Ley 9526. En La Rioja, la ley fue anulada al año siguiente bajo el ropaje de una reforma a la ley ambiental por el mismo gobierno que un año antes la había sancionado en respuesta a los reclamos ciudadanos.
Las leyes de Chubut, Mendoza y Córdoba, lograron fallos que ratifican su constitucionalidad (por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el primer caso, y por los máximos tribunales de sus provincias para los otros dos) con notables argumentos que respaldan su legalidad, invocando el art. 41 de la Constitución Nacional y la potestad de autodeterminación de los pueblos para restringir las actividades dañosas. Actualmente, se encuentran vigentes las leyes de Chubut, Tucumán, San Luis y Tierra del Fuego.
A nivel internacional, en mayo de 2010, el Parlamento Europeo pidió la prohibición del uso de cianuro con una resolución que fue aprobada por la abrumadora mayoría de diputados (488 votos a favor, solo 48 votos en contra y 57 abstenciones). Sin embargo, la Comisión Europea se negó a imponer la prohibición en toda la UE. Desde entonces, cada vez más las organizaciones ciudadanas se enfrentan al uso del tóxico cianuro. En Grecia, Rumania, España, Francia, Bulgaria y Finlandia, los ciudadanos se movilizan para exigir que el uso de cianuro sea definitivamente prohibido. El 12 de septiembre 2014, el Parlamento Eslovaco aprobó una enmienda a la Ley de Minería prohibiendo las técnicas de lixiviación con cianuro sumándose a la República Checa y Hungría que ya lo habían hecho. En Latinoamérica, Costa Rica y El salvador han establecido la prohibición a nivel nacional.
Esta permanente tensión que la megaminería provoca a nivel internacional, regional y local, nos ayuda a entender el presente. ¿Cómo y por qué, el día 20 de diciembre de 2019, a diez días de asumidos los nuevos gobiernos nacional y provincial, en poco más de diez horas, las dos cámaras de la Legislatura de Mendoza modificaron la Ley 7722 para habilitar el uso de las sustancias prohibidas abriendo la puerta a la explotación de la megaminería?
Lo hicieron de espaldas a lxs ciudadanxs, las organizaciones y asambleas que gritaban su bronca detrás de los vallados policiales y ahora claman su frustración marchando por las rutas, calles y plazas provinciales. Y argumentaron con falacia jurídica que la ley venía a establecer mayores controles a una actividad permitida y que el ingreso de recursos a las arcas provinciales y nacionales, permitiría inversiones públicas y mejoramiento de la infraestructura en beneficio de la población. Hoy mismo, mientras la población recorre en caravana las rutas provinciales hacia la casa de gobierno, desde la cuenta de twiter oficial del Gobierno de Mendoza, se publican escandalosas y refutables cifras imaginarias sobre salarios e ingresos por miles de millones que traerá la megaminería a Mendoza que quedan en ridículo ante los datos de la realidad: apenas ingresan al estado el 0,9 % de las exportaciones, a pesar de que el Código de Minería prevé que debe ser el 3% (tan poco y magro comparado con los daños ambientales que provoca).
Esencialmente, lo hicieron en clara violación del artículo 41 de la Constitución Nacional que estable el derecho al ambiente y la obligación de las autoridades de garantizarlo y la Ley General del ambiente que fija los principios de progresión (prevé que la ley solo puede establecer mayores estándares de protección ambientales de los que ya existen, nunca menos), los de prevención y precaución (el primero exige tomar medidas ante el daño evidente, la mega minería es contaminante por su propia naturaleza y el segundo a detener la posibilidad de sufrir un daño ambiental grave a pesar de que se ignore la probabilidad precisa de que éste ocurra) y el de no regresión ambiental (que ordena la ilegalidad de las leyes ambientales que retroceden respecto a los niveles de protección alcanzados con anterioridad).
Se escuchan voces que afirman que nos encontramos ante un conflicto de asignación de recursos entre distintos sectores o incluso entre modelos de desarrollo en disputa. Y la verdad es que, categóricamente, no. Lo que ocurre en Mendoza, en el país y en el mundo es un verdadero conflicto ambiental que ha puesto en peligro los derechos humanos al ambiente y la salud de la población. Para entender esto es necesario saber de qué se trata la megaminería con datos que nos permiten asirla:
No existen “buenas prácticas ambientales” en la mega minería metalífera. Se trata de una actividad que exige la apropiación y extracción acelerada de grandes volúmenes de recursos naturales no renovables, no sólo del agua, sino del suelo, el aire, la fauna y la flora nativa que habitan el ecosistema que la mega minería ocupa; consume importantes volúmenes de energía; se basa en la explosión o voladura y arranque de la ladera o lugar donde se ha determinado el yacimiento, el metal se extrae luego de procesos químicos de molienda de la piedra y la tierra que implican la liberación de metales pesados como Arsénico, Cadmio, Cobalto, Plomo, Níquel y otros. Todo eso para producir metales cuyo destino es la exportación a los mercados externos.
Los daños sociales y ambientales son devastadores: destrucción ecológica, pérdida de bosques naturales, deterioro del suelo, contaminación por sustancias químicas y residuos peligrosos, desplazamiento de comunidades locales y nula generación de empleo de calidad.
Las emisiones sólidas, afectan de manera directa a la atmósfera. Se generan gases que contribuyen al calentamiento global entre los que están el dióxido de carbono, el monóxido de carbono y el dióxido de azufre.
La desertización, la erosión y la pérdida de suelo fértil es una de las principales y directas consecuencias de la práctica de acumulación de vertidos (escombreras y balsas), acidificación y contaminación con metales pesados.
El desprendimiento de las sustancias tóxicas producidas en la actividad megaminera produce intoxicación o envenenamiento y daños en las células pulmonares de manera irreversible.
En la extracción de uranio se utiliza un proceso que se denomina lixiviación con ácido sulfúrico, que requiere un consumo de 500 litros de agua por segundo, al entrar este en contacto con las vetas de mercurio, se libera gas Radón y otros derivados radiactivos.
En la extracción de oro se utiliza el proceso de lixiviación con cianuro, que produce daños ambientales a largo y corto plazo, la alta toxicidad y reactividad natural del cianuro es letal para la vida vegetal, animal y humana.
Los desastres ambientales causados en los yacimientos “Mariana”, en Minas Gerais, Brasil, y de “Veladero” en San Juan, son una verdadera alarma sobre el daño ambiental cuyos efectos, en absoluto, están ceñidos a un territorio.
En 2015 en San Juan tres pueblos fueron declarados en emergencia sanitaria producto del derrame de más de 224.000 litros de solución cianurada y en Jachal la rotura de la válvula de un tanque derramó 3.800.000 litros de la mina Veladero, explotada por la empresa canadiense Barrick Gold, en los ríos sanjuaninos Potrerillos, Jachal, Blanco, Palca y Las Taguas, en los que se halló cianuro y metales pesados. En 2007, un estudio de la Universidad de Jujuy reveló que el 81 % de los niños de Abra Pampa tienen plomo en la sangre en concentraciones dañinas para su salud.
Los residuos peligrosos que la megaminería produce atraviesan las fronteras provinciales. Es necesario recordar que en el año 2017 cuando la planta de tratamiento de residuos peligrosos TAYM ubicada en Córdoba se inundó por lluvias intensas, el cianuro proveniente de la megaminería terminó en suelo cordobés y afectó el agua para consumo humano de la zona.
El Presidente de la Nación, Alberto Fernández, en su elogiado y sustancial discurso de asunción, afirmó hace diez días algunos conceptos básicos para el desarrollo sustentable. Dijo, por ejemplo, que venía a proponer la reconstrucción de los vínculos sociales y comprometerse con los derechos humanos. También propuso el desafío de “ciudadanizar la democracia” y reconoció que el país necesita promover “una transición hacia un modelo de desarrollo sostenible, de consumo responsable y de valoración de los bienes naturales”. Pues, bien, aquí está, en la calle, bajo los cielos limpios, con la cordillera hombreando las nubes escasas, la ciudadanía pidiendo que se redefinan las prioridades políticas para los próximos años y ejerciendo el derecho humano fundamental: acceso al agua y al ambiente sano, apto para el desarrollo humano, sin que las actividades presentes afecten a las generaciones futuras, que las autoridades deben garantizar.
*Mercedes Araujo es escritora y abogada ambientalista.