Mi novela se llama Una nena muy blanca y hay dos situaciones de aborto clandestino: una sucedió en el pasado y La Ely lo cuenta como una situación más de su vida para incentivar a su hermana La Jesi, para que vaya a una curandera del barrio porque no consiguen la plata para que se haga un aborto “bien hecho”. La Loreta le hace el aborto casero a La Jesi con una sonda.
Para realizar un aborto con este método es necesario que la persona tenga la sonda metida adentro durante varias horas, a veces días, hasta que entre el aire suficiente para que el saco gestacional se desprenda y se produzca el aborto. Lo único que quiero decir al respecto de mi libro es que independientemente de que lo tomemos con angustia, como La Jesi, o lo vivamos como si nos sacaran una muela, como La Ely, el aborto debe ser ley. Es una obviedad.
Festejo que hayamos sacado el aborto del closet, pero hay cosas que no son tan obvias. Me gustaría señalar que si bien en las clases bajas se aborta clandestinamente y será el sector, probablemente, más favorecido con la legalización, también deberíamos pensar, dentro del feminismo, qué pasa con los embarazos adolescentes. Legalizar el aborto no hará que las pibas que, como yo, a los quince años decidan tener hijos no los tengan; porque en muchos casos tener un hijo es lo único que se puede tener. Con esto quiero decir que no debería darse por hecho ningún supuesto. Cuando hablamos del derecho a decidir, del derecho a decir no, también hablemos de no moralizar desde la clase media alta, académica, esa otra decisión. Tal vez sea obvio, pero siento responsabilidad de decirlo porque cuando tenía quince años frente a la posibilidad de un aborto dije que no y cuando publiqué la nota en Clarín sobre mi embarazo adolescente algunas feministas, ilustradas, de clase media, no villeras, salieron a decir que debería haberlo abortado. También aborté cuando necesité hacerlo pero eso ya lo conté muchas veces. Sí merece la pena mencionar que fue una mujer, mi madre, y ningún varón de los responsables, la que estuvo ahí cuando decidí tener a mi hijo y cuando decidí abortar.
Otra cosa que no resulta tan obvia, es que más allá de que estén incluides dentro de la letra de la ley, es la inclusión dentro de la vida política pública, de los demás cuerpos gestantes que no son mujeres cis como nosotras. No quiero habitar un espacio sin contradicciones, soy consciente de que estamos frente a un momento histórico y no solo por la inminente legalización del aborto, sino en otros aspectos que refieren a la libertad, a punto tal de que podemos ver al hije del presidente marchando en tanga en la marcha del orgullo. Felicidades para nosotres.
Pero yo necesito, porque es mi responsabilidad personal con el colectivo queer LGTBIQNB etc, al que pertenezco, reclamarnos esta deuda. Reclamo, como Susy Shock reclamó su derecho a ser un monstruo, mi derecho a ser incómoda. Creo que me lo gané como muchas otras acá, por decir las palabras aborto y feminismo cuando todavía eran mala palabra.
Gabby De Cicco y Mauro Cabral son dos de nuestros activistas más importantes en materia de derechos humanos en el mundo. Mauro es quien viene diciendo desde el 2004 que “El derecho al propio cuerpo es el derecho a abortar o el derecho a una ligadura de trompas, pero la cultura donde esas intervenciones tienen lugar considera que el cuerpo de la mujer es uno y no puede ser otro. Y ese sesgo de género debería ser tematizable para el feminismo”. Lo dijo, repito, en el 2004 y todavía no es un tema para el feminismo.
Ni Mauro ni Gabby, están acá como no están otres no CIS, que han sido fundamentales en la lucha y en la elaboración del proyecto de ley que se debate en el Congreso, cuando sí estamos personas que en muchos casos entramos al feminismo hace cuatro minutos. No es mi intención ser policía ni tener un feministómetro, es mi responsabilidad política como parte del colectivo LGTBIQNB etc poner palabra al silencio, porque lo que no se nombra, no existe.
También es mi responsabilidad decir que Claudia Piñeiro me salvó la vida hace muchos años y no solo por su activismo público sino por el privado y que yo sea capaz de decir y de escribir esto que digo es su responsabilidad, hago foco en esto porque lo personal es político.
Y en este camino de reconocerme abortera no puedo dejar de mencionar a Marina Elichiry, lesbiana, que es la obstetra y activista que me enseñó todo lo que sé como socorrista. Incluso me enseñó que lo que hace que una piba que ayudaste a abortar te maltrate cuando solucionó el problema —otra cosa que no resulta tan obvia— es el entramado social que fosilizó la vergüenza y la moral sobre la práctica del aborto. Tampoco quiero dejar de mencionar a mis amigas lesbianas, en especial a Solana Pezzente, Manuela Anastasia y Carolina Alamino que son la red precisa de contención en cada intuición y contradicción que tuve sin sustento teórico.
Para terminar quiero decir que fue una persona no binaria, investigadorx de la salud mental y adicciones, especialista en género, Lic. Eugin Rodríguez, quien me dijo que después de la legalización también tenemos que pensar en el derecho a maternar de las personas privadas de su libertad específicamente en psiquiátricos. Mi pareja y compañerx me enseñó, a través de su trabajo “El derecho a maternar de las personas con padecimientos mentales” que las mujeres internadas en psiquiátricos son obligadas a abortar en contra de su voluntad aunque esta práctica sea ilegal.
Creo que a les activistas nos queda un gran trabajo por hacer, primero la legalización, después pensarnos por fuera del binario heteronormativo y después empezar a pensar también la neurodiversidad, en ese orden o todo junto, no importa, pero que el derecho a decidir sea un privilegio para todes.