Pandemia, migración y jóvenes: vivir lejos en tiempos de coronavirus

La población migrante va en aumento a nivel global. Nunca hubo tantas personas en movimiento en el mundo hasta que se puso en pausa. En España, lxs migrantes representan el 13 por ciento de la población: para 2019 eran 6.104.203 personas. Son, mayoritariamente, mujeres. ¿Cómo atraviesan esta pandemia las latinas que migraron para estudiar? Tatiana Rojas Sánchez es periodista colombiana y ahora está viviendo en España. Contesta esta pregunta junto a otras cuatro jóvenes latinas más. 

La incertidumbre es una sensación compartida por estos días. El estado de ánimo va cambiando y el aislamiento se ha encargado de hacer aparecer cuestionamientos constantes. Muchas vivimos la pandemia lejos de nuestra familia, a kilómetros de nuestros países. Migramos por diferentes razones y lo último que nos imaginamos era vivir esta situación. Cinco mujeres jóvenes, latinas y migrantes cuentan cómo han vivido esta cuarentena lejos de sus hogares. 

El primer día que supe sobre los casos en China fui la primera en alarmarme. Las personas a mi alrededor me llamaban exagerada. Yo sentía que no era una “simple gripe” como se escuchaba en la calle. Empecé a preocuparme y lo que más me generaba miedo era que aquí, en España, pasaban los días y la gente seguía haciendo su vida normal. El 12 de marzo, dos días antes que el gobierno español declarara el estado de alarma por los crecientes caso de COVID-19 y, después, se implementará la medida de una cuarentena nacional, yo ya estaba encerrada en mi casa. Llevo más de 40 días sin salir de mi piso. 

Mi primera reacción fue alertar a mi familia en Colombia que la situación era grave y que por favor se quedaran en casa. Sin embargo, su preocupación principal era yo: sola al otro lado del mundo y en un país donde los casos iban en aumento. Les prometí que me iba a cuidar y que todo estaría bien así no fuera así. 

Desde el 12 de marzo, hasta el día de hoy a la 1:00 p.m. de la tarde hora Barcelona y 6:00 a.m. en Colombia, suena mi celular. Es mi papá. Todos los días me llama a la misma hora desde el mismo lugar, Tunja, Boyacá. Al principio, eran conversaciones para saber cómo estamos y al terminar pronunciamos la misma frase, fiel a sus creencias: Dios te bendiga.

Esas llamadas se convirtieron en mi momento favorito, en el momento más anhelado cuando me despierto todas las mañanas. Cuando tome la decisión de salir de Colombia mi papá fue claro conmigo: “No utilizaremos WhatsApp para comunicarnos”.Pero nunca me dijo cómo lo haríamos. Llevaba tres meses viviendo aquí y un día recibí una carta suya, la primera. Y así fue sucesivamente, cuando menos me lo esperaba recibía una carta escrita a puño y letra y enviada por correspondencia. 

Tunja, Boyacá, Colombia-Sur América. 

Respetada hija:
Recibe un cordial saludo acompañado de un abrazo rompe costillas y con una papita en mano. 
Y la forma de terminarla: 
Quien te quiere…¡El papicultor Gregory!

Esas cartas hoy han sido mi salvación. No hay mejor terapia para mí encierro que volver a leerlas una por una y en voz alta. Lloro en la ducha y me imagino que mi papá algún día me las leerá mirándome a los ojos. El tiempo se detiene y todo está bien por un rato.

Él nunca ha sido amante de la tecnología ni de vernos por cámara. Sin embargo, la crisis que vivimos no nos dejó otra opción. No hay cartas y las llamadas de WhatsApp se convierten en nuestra herramienta para comunicarnos. Ni él ni yo – ni nadie- imaginamos que nuestras vidas cambiarían de la noche a la mañana y lo que creíamos esencial no lo es. Pero esas cartas enviadas desde el océano Atlántico hasta el mar Mediterráneo es lo que más deseo en esto momento, lo que más extraño. 
Le pregunté hace unos días cuándo iba a volver a recibir una carta. Su silencio fue la respuesta. 

Francis Peña. 23 años. Venezolana. Vive en Londres. 

“El día que mi novio se fue del país fue el día que todo explotó. Desde el 13 de marzo en adelante para mí, particularmente, ha sido una montaña rusa de emociones muy fuertes. De hecho los primeros días sufrí de ataques de ansiedad, empecé a tener ataques de pánico. Yo sentía que estaba encerrada, no solo como en mi casa, sino en el cuarto que vivo. No solo era ese tema sino que yo me sentía encerrada que en un país que de alguna manera no me representa, porque creo que entre más lejos estuve de Venezuela y de Latinoamérica más conectada me siento con esa región y mi país. Al darme cuenta que no podía salir de aquí, no tengo forma de regresar a Venezuela porque los vuelos están cerrados, para entrar a otros países como Chile necesito una visa e ir a un aeropuerto es muy complicado. Evidentemente, lo que sentí es que estaba en una burbuja, encerrada, sola y de la que no puedo salir y ni siquiera sé cuándo puedo. Nadie tiene una fecha clara de cuando acabara esto. Yo estoy en terapia desde que tengo 15 años, soy fiel de la terapia y mi psicóloga me llamó esa primera semana vio el estado en el que no podía dejar de llorar, no dormir, temblaba. Empezamos a vernos dos veces por semana y esa ha sido la dinámica que mantenemos hasta ahora. He encontrado formas de minorar esa sensación de ansiedad, de encierro, de estar en un sitio que no es mi sitio y que al final no es mi sitio porque no quiero. A través del baile, de hecho, creo que poco a poco en mi cuarto he creado dinámicas que me devuelven a mi casa de alguna forma: escucho mucho reggaetón, salga, merengue, esa música que me regresa a mis lugares favoritos como las playas de Venezuela.  Ya el ser migrante de por sí tiene sus cosas pero cuando eres migrante en una situación de crisis cómo esta, en lo que más necesitas es cercanía, aquí la gente en Inglaterra no lo es. Tengo a ocho personas viviendo en esta misma casa y solo nos vemos para decir “Hola”. Es jodido estar sola”. 

Gabriela Sierra. 24 años. Hondureña. Viviendo en Barcelona. 

“Ya suena la esperanza, son las 8 de la noche y los vecinos no se tardan ni un minuto para comenzar a aplaudir por todas las personas que están salvando vidas y haciendo esta pandemia un poco más tolerable. Cinco minutos al día de dosis de positivismo, pero aun así tengo miedo. Me voy a dormir, me despierto y me esfuerzo para no caer en ansiedad. Tengo miedo de enfermarme y estar sola en un hospital, tengo miedo de la economía y cuánto nos va afectar a aquellos que no somos el 1% de los millonarios del mundo. No sé si me da más miedo morir por el virus o quedarme sin trabajo por quien sabe cuánto tiempo. Me enojo con mi novio cuando sale a la farmacia o al Super, a comprar algo que necesitamos. Pienso dos, tres y miles de veces antes de salir a comprar lo que sea que ya no tenemos. Mi corazón se llena de angustia cada vez que entra más gente al Super. No quiero que nadie se nos acerque, ni yo acercarme a nadie. Tememos el uno del otro. Trato de permanecer en paz, no tanto por mí, pero por mi mama que ha encontrado la forma de seguir dando clases a sus alumnos de tercer grado a través de WhatsApp, mi mamá que es asmática y vulnerable al virus; por mi papá que reza todos los días para que los clientes sigan pidiendo cambios y así poder recibir su sueldo mensual; por mi hermano menor que está solo en Estados Unidos y por mi hermanita que está en casa esperando que esto solo sea un “break” de la escuela. Como quisiera estar junto a todos ellos y sufrir esta tensión a su lado. Paso ocupada trabajando online sin paga para hacer algo, leyendo para clase, comiendo a cada rato, buscando como ocupar mi mente para no volverme loca de preocupación. Hay días buenos, positivos y alegres que lo hacen todo mejor. Pero los días cuando el sol no sale, y hace demasiado frío como para salir de la cama, esos días me pesan. Esto parece un sueño, una pesadilla y espero que pronto podamos despertar”.

Daiana González. 28 años. Colombiana. Vive en Paris. 

“En mi caso, e imagino que en el de muchos migrantes que se encuentran estudiando o con estancias temporales en otro país,  tuvimos al principio de la cuarentena una gran pregunta: ¿irse o quedarse?. Cuando me pregunté eso, hace 16 días, la verdad me quede pasmada, porque no sabía hasta cuándo iba a durar esto y si iba a volver a ver pronto a mi familia. Había un montón de dudas. Al final, decidí que lo mejor para mí y mi familia era quedarme, porque sabía que había estado muy expuesta al virus y  que si regresaba a mi país existía el riesgo de contagiarles. Decidí quedarme sin saber cómo iba a subsistir en los próximos meses pero pues ahora creo que fue lo que mejo pude hacer. Aquí tengo un sistema de salud y de alguna forma existo ahora como ciudadana más aquí que en mi propio país. Aunque no niego que sentí un vacío cuando Colombia decretó el cierre de fronteras, incluso para los mismos ciudadanos. Sentí que estaba en el limbo. Que estaba aquí en París pero más vulnerable, sin una nación que me respalde. Sentí que mi país  me habían cerrado definitivamente las puertas sin saber hasta cuándo. Ese limbo de no saber en qué lugar geográfico están tus pensamientos, de tener gran parte de tu día allá, cuando hablas con tu familia y la otra parte en tu lugar, en el que vives ,tratando de solventar el día a día, tratando de que todo vaya en la supuesta “normalidad”. Al final, tienes la mente dividida en varias partes; porque estás pensando todo el tiempo en que tu familia se cuide, tome todas las precauciones y no puedes hacer nada porque estas lejos. Es la impotencia de no poder hacer nada”.


Marina Pico. 31 años. Mexicana. Vive en Barcelona. 

“Desde el aislamiento y la tristeza que esto conlleva, hasta la incertidumbre de que mi familia esté en riesgo de contagio, no solo del virus, sino de la paranoia e impotencia de no pertenecer a los países con un servicio de salud adecuado, así vivo esta nueva etapa del declive social, el colapso parece inminente. La esperanza como única herramienta, la fuerza como mecanismo de sobrevivencia y el amor hacía el otro/a. El reto es vertiginoso, más cuando se está lejos de la tierra que te vio nacer, de todas aquellos rostros que viven en mi mente, que me recuerdan que allá afuera, después del Atlántico está lo que un día llame hogar. Desde el aislamiento y la nostalgia de mi hogar: México lindo y querido”.

Yamlek Mojica. 22 años. Nicaragüense. Vive en Costa Rica.

“Yo me encuentro en una posición bien extraña. Estoy agradecida con pasar la crisis en Costa Rica, donde hay un sistema de salud muy responsable y que se ha puesto la camiseta desde el día número uno. Eso me ha sentir muy segura. Sin embargo, eso no pasa con mi gente, mi mamá y mi abuela, que están en Nicaragua. Donde hay una incertidumbre de falta de información, donde no puedo protegerlas, no puedo estar con ellas ni abrazarlas. Yo sé que esto es una crisis de salud, pero también es una situación mental y emocional y lidiar esto sola ha sido de los peores desafíos. Estoy intentado sentirme segura en la inseguridad, pero ha sido bien difícil. Me la he pasado llorando en las noches porque no es lo mismo pasar esto con alguien que te quiere al lado, acompañado y protegido, a estar sola en un apartamento chiquito y sin saber qué hacer. Y saber que mi familia está mal, que puede que se enfermen y que yo no estoy allá para acuerparnos. Ha sido terrible. Más que mi migración no fue elegida sino forzada. O sea yo estoy agradecida por tener un trabajo y estabilidad, pero yo no pedí estar acá: yo no quise y no quisiera. Además de lidiar con todos estos sentimientos de ser migrante. ahora tengo que lidiar con que si mamá o abuelita mueren por coronavirus, estamos a 600 kilómetros de distancia. Una de las cosas que me hacen sentir un poco más acuerpada es que el sentimiento de ser migrante, la lejanía y estar aislada de tu normalidad, de alguna forma ahora lo está sintiendo la gente “normal”. Al final, de la pandemia creo que podríamos sacar ser más empáticos con nosotros, con los migrantes, con aquellos que no pueden estar rodeados de la familia, del amor y que no pueden estar en sus hogares en general”.