En el libro “Por una repolitización del mundo. Las vidas descartables como desafío del siglo XXI” Didier Fassin (2018) realiza un análisis del trabajo de Colin Turnbull acerca de la hambruna sufrida por los Iks (Uganda, 1965). Una decisión política del gobierno declaró sus territorios reserva natural y eso provocó que los Iks fueran expulsados. Pasaron de ser un pueblo de nómades y cazadores a agricultores precarios y sedentarios. Este cambio provocó una hambruna devastadora con el consiguiente genocidio, en plena Guerra Fría ante un mundo que se mostró impávido espectador.
En este estudio el autor realiza por un lado una revisión ética del encuentro intercultural y la mirada moral etnocéntrica con que se construye el conocimiento y por otro plantea una discusión política de la pérdida de lo que él discute como humanidad, las situaciones al límite y la pérdida de ideales nos arrastran como los Iks a una dirección desconocida. Consideramos importante preguntarnos ¿cómo se atribuye la humanidad y con qué criterios algunas vidas pueden ser pensadas como no humanas? o al decir de Judith Butler ¿qué vidas son dignas de ser lloradas? en el marco de la pandemia por el COVID-19.
Nuevamente la desigualdad en la producción de las condiciones de existencia nos ubica distinto ante la muerte, la muerte es geopolítica. La utilización de la ciencia médica y la epidemiología están organizando un nuevo acuerdo y distribución de lo político. La gestión de la vida y la producción de los procesos de salud-enfermedad de las poblaciones están geopolíticamente organizadas (Fassin, 2018; Dussel, 1998). Es llamativo observar cómo las grandes causas de mortalidad en el mundo están asociadas a la falta de una vida digna.
Cuerpos vulnerables, vidas precarias
La ontología del cuerpo según Judith Butler (2010) se apoya en un cuerpo que es social, un cuerpo expuesto a los demás, en definitiva un cuerpo vulnerable a los otros. En función de esta vulnerabilidad corporal compartida que instaura condiciones de dependencia mutua entre las vidas, se produce una precariedad generalizada. Ahora bien, existe una diferencia entre lo que puede ser la precariedad (precariousness) como condición corporal compartida de la precaridad (precarity) como condición política inducida en determinadas poblaciones seleccionadas en función de raza, género, clase social, edad.
Desde marzo de 2020 y con la declaración de pandemia por parte de la OMS, se produce algo nunca visto en el mundo, la generación de una matriz de control sobre el cuerpo que llega hasta niveles moleculares (Rose, 2012). Estos niveles de control del cuerpo generan lógicas que van de la mano de medidas prontas de seguridad, y como expresa Patricia Manrique (2020) primero están tus obligaciones después tus derechos. Cada sujeto será responsable de cumplir con el deber del aislamiento, confinamiento o distanciamiento social, pasando a ser responsable de mantener la salud de toda la población.
En este escenario de pandemia la distribución desigual de la precaridad nos golpea, en un contexto en el cual la enfermedad nos homogeniza como vidas que pueden enfermar, la intersección de edad, sexo, género, clase social, raza están presente como trama de vulnerabilidades que configuran nuestros cuerpos. Al decir de Butler (2020) será la desigualdad lo que con más fuerza discrimine no el virus sino las acciones humanas y los efectos del capitalismo. Dolorosamente la muerte de unos garantiza la vida de otros.
La consigna “quedate en casa” o “nos cuidamos entre todos”, se propaga como un mantra que da por sentado una igualdad de vidas y de condiciones de existencia que es en el mejor de los casos ingenua. Hasta el momento en Uruguay no se han puesto en práctica políticas públicas contundentes dispuestas a generar mínimos de protección social para las personas en situación de mayor vulnerabilidad. Ante esto la pregunta obligada es ¿Qué hacen los que no tienen casa? ¿Cómo y dónde se quedan los que no pueden quedarse? Se instalan nuevamente procesos de diferenciación entre quienes tienen materialidad y condiciones de existencia para cumplir con medidas de distanciamiento físico y quienes no.
Habrá personas en situación de precariedad biológica pero no material, que serán confinados al espacio de lo privado, y sujetos en precariedad biológica y material que son condenados a vagar en un mundo que ha limitado aún más sus posibilidades. Vidas biológicamente precarias y vidas administradas en una precarización política, en las cuales se gestiona una distribución desigual de la violencia. Estas vidas arrojadas a lo público sin público, presentan un desgaste extremo en tratar de mantener la existencia donde no hay con quien negociar las condiciones de producción de esas vidas.
Se generan lógicas paradojales, el Estado define políticas donde personas sin derechos, pasan a tener obligaciones vinculadas a administrar la salud de todes. En Uruguay hemos visto personas haciendo largas colas en la puerta del Ministerio de Desarrollo Social, para acceder a algo tan básico y fundamental como el alimento diario. Miles de trabajadores informales se han quedado sin ingresos que les permiten mínimos de vida. Personas en situación de calle, privadas de libertad, o que viven en instituciones asilares o quienes no pueden aislarse en el marco del COVID-19 porque ya están aisladas en la materialidad de la existencia son ellos los más vulnerados y violentados.
En esos contextos surgen acciones que convocan a la solidaridad y a no abandonar el espacio público desde distintos colectivos sociales. Estas iniciativas son fundamentales para brindar mínimos de existencia y visualizar la desigualdad de vidas. Sin embargo, han sido duramente cuestionadas por no mantener el distanciamiento social preventivo de la pandemia. Pensando desde la tensión entre precaridad/precariedad parece que sólo vale atender la precariedad de vida biológica en riesgo y no las vidas que quedan al margen de las posibilidades materiales que conjugan un doble riesgo de existencia el biológico y el material.
Estrategias biopolíticas, acerca del gobierno de la vida
La declaración de pandemia de la OMS trajo como consecuencia una emergencia social y económica sin precedentes, así como graves consecuencias de despolitización y desalojo de una forma de estar en el mundo. Este desalojo de formas conocidas a formas desconocidas parece llevarnos al igual que los Iks al destierro y la incertidumbre.
Algunas de forma precipitada hemos sido desalojadas de lo público y confinadas a territorios domésticos con familias que aprendieron a verse poco, a causa del propio desgaste que lleva la gestión de la vida (Berlant, 2011). Y subrayamos algunas porque no somos todes, mientras algunes miran el mundo desde adentro, muches otres vagan en búsqueda de sobrevivir en un mundo que cerró sus puertas y dejó a otres afuera[1]. El virus funciona en la lógica de precipitación físico-química que cae sobre nuestros cuerpos, desde un otro infectado y eso re-define los vínculos. A partir de esta precipitación se toman medidas que quedan acotadas a ese nivel dejando por fuera otras dimensiones.
El mundo no se ha parado, la vida sigue en las fronteras de la desocupación, el paro, y los Estados de control. Algunas, sobre todo mujeres, son confinadas a un estar en casa que mantiene e intensifica las relaciones de violencia y abuso sufridas. Otras, también mujeres, son censuradas por habitar el espacio público con niñas y niños, ¿acaso desconocemos la cantidad de hogares monoparentales con jefatura femenina que configuran las relaciones familiares actuales? Datos del Observatorio Social del Ministerio de Desarrollo Social de Uruguay (2006-2018), indican que el quintil más pobre de la población uruguaya el 17,3% son hogares monoparentales con jefatura femenina.
Pensamos que este confinamiento a la vida privada y desalojo de la vida pública forma parte de un proceso caracterizado por el desalojo radical de lo público a partir de un orden biológico de administración de lo político (Butler, 2017). ¿Qué estrategias de producción política podemos desarrollar desde el distanciamiento físico y/o social?
Lauren Berlant (2011) plantea que se ha producido un abandono de los Estados nación en las responsabilidades de bienestar social, privatizando la solución de los problemas en la esfera de la autogestión individual (Berlant, 2011).
En este escenario biológicamente administrado tenemos a los sujetos apartados a un ostracismo de la vida privada y otra parte del mundo es despolitizada ya que no tiene con quien negociar los propios marcos de inteligibilidad. La biopolítica actual que utiliza la epidemiología para manipular a la población (Gervás, 2014) está terminando con la democracia más que con el capitalismo. Se definen medidas que apuntan al policiamiento y militarización del espacio público como estrategia de combate a la pandemia. Cuestiones éstas que nos interpelan y que en otros momentos nos harían tomar las calles.
Como nos señala Paul Preciado (2020) el cómo se piensa y actúa en estos momentos oficia como lupa de procesos biopolíticos que ocurren desde hace tiempo para determinadas poblaciones. “Al mismo tiempo, una epidemia permite extender a toda la población las medidas de “inmunización” política que habían sido aplicadas hasta ahora de manera violenta frente aquellos que habían sido considerados como “extranjeros” tanto dentro como en los límites del territorio nacional” (Preciado, 2020). ¿Cómo se definen estos “extranjeros” en el marco del COVID-19 parece ser una de las preguntas obligadas?
*Las autoras son docentes del Instituto de Psicología Social de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República, Uruguay.
[1] Parafraseando a María Galindo Neder en Written by Prensa Comunitaria KM169.