Tester de violencia: de cómo el gobierno criminaliza la protesta y la organización popular

Una multitud marchó a un mes de la desaparición forzada de Santiago Maldonado. Luego de finalizada la concentración, se desató una cacería en manos de las fuerzas de seguridad, antecedida por la infiltración de civiles y coronada con detenciones arbitrarias en las inmediaciones de la Plaza de Mayo. Ileana Arduino analiza el despliegue criminal de las fuerzas represivas, que también el 8M habían actuado al finalizar el Paro Internacional de Mujeres.

“Somos el territorio sobre el cual se pone en manifiesto la violencia y a la vez somos el medidor de esa violencia”,

L.A.S, 1987

Del protocolo criminalizante a la intervención criminal

Apenas iniciada su gestión como ministra de Seguridad, Patricia Bullrich presentó en sociedad los caballitos de su batalla por la seguridad. Montado ya el escenario con la declaración de emergencia que funge de todo vale, el siguiente paso fue lo que pomposamente dieron en llamar “protocolo para la actuación de fuerzas de seguridad en manifestaciones públicas”. En rigor de verdad el libelo era una orden operativa de tono marcadamente policial que ni siquiera tuvo entidad normativa pero funcionó perfecto en el marco de los despliegues discursivos que, si hace falta, se condimentaban con la ministra vistiendo camouflage.

El principal aporte de aquella operación mediática llamada protocolo antipiquetes, fue antagonizar con la política de no represión del conflicto social que había primado durante la década anterior, considerando incluso las máculas que el propio gobierno kirchnerista infligió a una estrategia medular, una de sus políticas más distintivas: la concepción de la política como herramienta de la transformación que concebía al conflicto como un desafío de la gestión y no como un objetivo represivo.

Por el contrario, el proceso de concentración de riquezas, refinancierización de la economía y de la institucionalidad democrática, de reajuste y desmantelamiento de derechos —redefinidos como privilegios bacanales, de impostores que no los merecíamos y a cuenta de los que hay que cargar ahora los costos de la privación— reclamó históricamente un compás represivo.

Si no lo merecíamos, si vivimos en el despilfarro, si el estrangulamiento de la productividad hace añicos el acceso al trabajo y eso se combina con la implosión de las protecciones sociales, si se nos expulsa a las miserias, cada reclamo que se articule en adelante estará ya colocándonos en el lugar del reclamo ilegítimo, de la usurpación, de “los violentos”.

El mal llamado Protocolo de Bullrich, entonces, funcionó como toma de posiciones, una demarcación de terreno, devenida en los hechos, campo de batalla. Lo discutimos, se intentó frenar judicialmente y, al final, no jugó ningún papel relevante porque pasamos aceleradamente a intervenciones decididas a utilizar el recurso policial bajo una lógica criminal. Se abre la puerta a ilegalidades ya conocidas históricamente en escala sistemática: infiltrados haciendo trizas la ley de inteligencia y los más elementales códigos que manda la etiqueta republicana, armado de causas falsas, detenciones con abuso de la fuerza como regla, vejámenes y torturas tanto físicas como psíquicas, son las notas comunes de la intervención política a través del despliegue policial en dos de las más masivas manifestaciones que hubo en los primeros 9 meses del año.

Los titanes del orden viril

El primer despliegue criminal de las fuerzas de seguridad como instrumento de decisiones políticas en esta clave fue el pasado 8M, en ocasión del multitudinario paro con movilización de mujeres que, aunque internacional, tuvo en nuestro país una dimensión protagónica.

Al filo del final de la movilización la escena pública mutó de movilización masiva a cacería policial con selectividad disciplinante de cuerpos a los que se golpeaba con dureza, mientras se los increpaba por una identidad sexual que ostentaban para completar la tarea en los calabozos.

Esa intervención como estrategia disciplinante en razón del género fue extensamente analizada porque, entre otras cosas, fue tan obscena que nadie pudo acusar el señalamiento de “sofisticación feminista”.

No fue cualquier escena, sino justo en aquella donde alrededor del movimiento Ni una Menos el feminismo aparecía en escena con posiciones que vertebraban perspectiva clasista, que marcaban la correlación entre relanzamiento neoliberal y violencias de género, más cerca de la omnicomprensión política del último Encuentro Nacional de Mujeres en Rosario; que rebasó las fronteras de reclamos anteriores nucleadas en torno a violencias femicidas y misóginas más extremas, como ocurrió en octubre de 2016 tras el horrible crimen de Lucía Pérez.

Perfectos atentados, bien iluminados

Llegó luego el 1 de septiembre de 2017 y con el mismo ahínco que pone en desligarse de responsabilidades por la desaparición de Santiago Maldonado, vemos cómo el gobierno despliega acciones de deslegitimación de los reclamos de justicia y esclarecimiento por esta desaparición.

La contundencia de la movilización, tal como ocurrió el 8M, dejó ver una nueva intervención de estilo criminal protagonizada por policías de la ciudad de Buenos Aires, eficaz para opacar la masividad del reclamo popular.

Entonces, como ahora, se ha preguntado y mucho sobre la ausencia de anclaje en organizaciones de lxs detenidxs. Entonces, como ahora, hubo ensañamiento con lxs periodistas cuya principal fuente de sospecha parece ser la no pertenencia a medios hegemónicos, o la capacidad de no ajustarse al recitado del relato oficial.

La primera circunstancia fue puesta en escena por algunas personas como un indicador de infiltraciones, sugiriendo ese estatus al momento de plantear la pregunta acerca de por qué ninguna organización reclamaba por sus detenidos.

En mi opinión esa percepción pierde de vista que las infiltraciones como gesto político fueron puestas ante nuestros ojos, para que se note. Se subraya el detrás de escena: llamamos infiltración a lo que en realidad nos fue refregado en vivo: por todos lados vimos, por ejemplo, agentes presurosxs exhibiendo cómo son capaces de montarse, literalmente, el vestuario represivo, dejando atrás la capuchita.

Por el contrario, ese caer del aparato represivo sobre cuerpos incautos, inexpertos o incluso desbordados de furia, motivados por provocadores  está dirigido al objetivo principal de atemorizar y colocarnos en situación de pánico. Al fin y al cabo, la formulación especulativa de por algo será se sostiene erguida también con estos aportes inestimables dirigidos a cuerpos criminalizados en circos represivos como el que vimos desplegarse.

La otra continuidad, la de subalternizar por la vía represiva a quienes osan producir comunicación por fuera de las grandes usinas mediáticas también se comprende en la escena delictiva que inventan para ocultar las voces de la lucha social presentes en medios periodísticos alternativos.

En esa escena, la comunicación hegemónica entra en la dinámica de la propaganda, adquiere peso en la medida en que se expresa desinformando y señala que el grito corporativo “no te lo lleves, es prensa” es inocuo en la represión. Por el contrario, quienes construyan versiones desafiantes o puedan señalar las fisuras del poder, dejar registro de la maniobra represiva, más allá del oficio, verán sus garantías pulverizarse y devendrán presas preferidas.

Tanta expresión represiva disciplinante se ha topado con problemas de verosimilitud en las arenas judiciales, a veces excesivamente pasivas frente al relato policial. La rutina judicial no es ajena a la instrumentación política. De mínima, sus tiempos monacales son siempre un recurso disponible para fortalecer las versiones oficiales, ya sea por desgaste, acostumbramiento u olvido —quizás el resultado más antagónico a sus fines declarados.

Hace casi quince años se reprimió una manifestación frente a la legislatura porque se pretendía frenar una avanzada represiva en el Código Contravencional. La ocasión se puso al servicio —en todos los sentidos posibles de la expresión— de esmerilar la política no represiva del conflicto que había adoptado el kirchnerismo. Quienes fueron detenidos estuvieron casi dos años sin condena, detenidos en un operativo con guión similar al actual. Resultado: absueltos, demasiado tarde.

En estas horas, el sistema judicial parece estar lidiando nada cómodamente con las tropelías policiales, indisimulables y reñidas con las formas que la cultura colonial e inquisitiva del como si, tan propia de una justicia cosida en expedientes.

No es fruto del azar, claro, allí estuvo todo el fin de semana la experiencia de lucha acumulada y organización social exigiendo lo que nos corresponde, que las cosas se esclarezcan, saber lo que ocurrió el viernes pasado y más que nunca, saber ¿dónde está Santiago Maldonado?