Desde el regreso de los talibán al poder, tras casi 20 años de ocupación extranjera, creció la preocupación por la posible pérdida de derechos de las mujeres a pesar de que ninguna medida ha sido aún tomada oficialmente. El portavoz ya anunció el compromiso del nuevo gobierno con los derechos de las mujeres otorgados por la sharía. A pesar de que se suele traducir erróneamente como “ley islámica”, la sharía es un concepto maleable según los contextos. En su Diccionario de Islam e Islamismo, Luz Gómez señala que en relación al islamismo, es decir el islam político, “todas las corrientes han hecho del restablecimiento de la sharía un axioma central (…) pero no hay acuerdo sobre qué cosa sea la sharía, es más, no hay una conexión necesaria entre los usos pasados y presentes de ese vocablo, por lo que las propuestas de aplicación difieren según las tendencias, los grupos y líderes”.
Pero las normas derivadas de la sharía no son las únicas limitaciones que tienen las afganas a la hora de acceder a sus derechos; una imbricada red de proyectos coloniales, nacionales, modernizadores y de tradiciones inventadas han jugado históricamente un rol determinante en sus posibilidades de agencia y resistencia. La instalación del nuevo régimen es un eslabón más en una larga cadena de uso de sus derechos como moneda de cambio entre los señores de la guerra y los poderes coloniales.
Plantear un proceso emancipatorio en un marco de ocupación extranjera, colonialismo o regímenes fundamentalistas tiene sus limitaciones, que debemos tomar en cuenta para entender qué posibilidades y decisiones toman las mujeres para conservar su vida con dignidad. En ese sentido, creo que puede ser más útil pensar en las resistencias cotidianas, incluso aquellas que se juegan únicamente en el plano simbólico, para dar cuenta de qué manera las afganas han transitado los contextos en los que diferentes proyectos de sociedad se impusieron sobre sus cuerpos. En algunos de ellos, la sola presencia de la mujer en el espacio público puede ser un símbolo de resistencia, en otros, puede serlo llevar un velo como exaltación de una identidad que se encuentra amenazada.
Por todo ello, mientras asistimos a las primeras manifestaciones de mujeres en defensa de sus derechos, no debemos perder de vista que las afganas han ido desarrollando diferentes estrategias de resistencia y negociación a lo largo de décadas de colonialismo, guerras y ocupaciones extranjeras en donde el establecimiento de límites sociales se ha marcado históricamente en sus cuerpos.
Con esta nueva etapa iniciada hace poco más de una semana, se cierra el período de la última ocupación extranjera y la llamada “transición democrática” iniciada en 2004, años plagados de políticas y normativas sobre el lugar de las mujeres en el nuevo Afganistán. El debate sobre “la cuestión de la mujer”; su lugar en la familia, lo que debe vestir, su presencia en el espacio público tiene una larga trayectoria de por lo menos un siglo y que ha estado atravesada por las visiones de sociedad y de futuro que se quisieron instalar en cada época.
Entre la Tradición y la Modernidad
En los procesos de modernización llevados adelante luego de la Primera Guerra Mundial en diversos países como Turquía, Irán y Afganistán se puso el eje en el lugar de las mujeres en la construcción de las nuevas sociedades. El ideal de la mujer moderna, fomentado mayormente en los sectores urbanos de élite, se fue desarrollando a través de proyectos políticos que buscaron modernizar a las mujeres para modernizar a la nación. En el Afganistán de los años 20, el ideal de mujer moderna era la reina Soraya, que promovía la monogamia y el abandono del uso del velo como emblema del ingreso del país a la modernidad.
El ingreso de la mujer en el espacio público urbano tenía una fuerte carga simbólica en las aspiraciones de la monarquía y la élite local, que veían en la occidentalización la única vía para la emancipación femenina. Con este fin, las mujeres de la familia real participaron en asociaciones y organizaciones femeninas impulsando la educación de niños y niñas. Para otros sectores de la sociedad, la inmensa mayoría rural, estas transformaciones ponían en riesgo no sólo la identidad cultural sino también el sistema de valores tradicional. Medidas como la secularización forzada, el abandono del velo o de la reclusión femenina que buscaban emular a las sociedades europeas, se instalaron así en los centros urbanos ante la mirada desaprobatoria de la población rural, que conforma hasta hoy el 80% de la población. Sin embargo, estas iniciativas duraron poco, ya que en 1929 el nuevo monarca, Habibullah Gazi, instó a las mujeres a volver a llevar el velo y recluirse en el hogar ante la presión de los hombres de religión.
A mediados de siglo, una nueva tendencia modernizadora se impulsó de la mano de la ayuda soviética que fomentó la participación femenina en la fuerza de trabajo para impulsar el desarrollo del país. Un reducido grupo de mujeres ingresaron a las universidades y se formaron las primeras enfermeras, médicas y maestras. También se crearon organizaciones de mujeres que junto con el gobierno del rey Zahir Shah intentaron promover una vez más el abandono del uso del velo, la alfabetización y la planificación familiar. La Constitución de 1964 garantizó una serie de derechos, incluyendo el derecho al voto. Sin embargo, la participación política se mantuvo en niveles muy bajos.
Estos cambios impulsados en las décadas de los 60 y 70 en las urbes empezaron a impactar levemente en las zonas rurales. En 1965 se creó el Partido Democrático del Pueblo de Afganistán ligado a la URSS. Su sección femenina se dedicó al trabajo social, con el objetivo de eliminar el analfabetismo e incluir a las mujeres en actividades culturales del Partido. Luego del golpe de 1978, la ocupación soviética impulsó un proceso de secularización del país que apuntó más directamente a modificar las relaciones de género. Las mujeres comenzaron a trabajar en los organismos de gobierno, la policía, la industria. El ala femenina del Partido jugó un importante rol en transformar a las mujeres en sujetos políticos y hacerlas visibles. Grandes desfiles y marchas se organizaron por aquellos años para dar cuenta de la emancipación femenina. Sin embargo, este avance era una fachada y no sólo benefició a un pequeño segmento, sino que además impidió la generación de un movimiento de mujeres autónomo a través de prácticas de cooptación, patronazgo y represión.
En los sectores rurales las políticas soviéticas fueron resentidas no sólo por su ideología sino por la brutalidad de sus prácticas. Luego, el inicio de la resistencia de los muyahidines contra la invasión devastó la economía y la vida de las mujeres, generando desintegración familiar y un espiral de violencia. Cinco millones de desplazados se instalaron en los campamentos pakistaníes donde las milicias de muyahidines financiadas por la CIA y Arabia Saudita fomentaron una práctica de segregación de género en el marco de la guerra civil que comenzó en 1989.
Espiral de violencia de género
Tanto en los campamentos de Pakistán como en el territorio afgano, el control social sobre el comportamiento de las mujeres aumentó notablemente en esta época. Las violaciones y secuestros de mujeres se hicieron frecuentes, así como otras formas de violencia como los asesinatos selectivos. En este contexto de inseguridad y peligro, muchas mujeres eran —o se veían— obligadas a usar el burka como una forma de protección y de legitimidad de su presencia en el espacio público. En los campamentos las restricciones eran especialmente estrictas: se impuso la obligatoriedad del velo y la prohibición del uso de maquillaje, joyas o perfumes. Más adelante se les prohibió ir a la escuela, reír o hablar con extraños. Todo este corpus de medidas, que se hacía en nombre de la sharía —tal como la entendían los líderes de los campamentos— acabó por ser un ensayo de lo que se implementó tras el regreso a Afganistán y fue reforzado cuando los talibán tomaron el poder en 1996. Por primera vez la cultura tradicional rural, fortalecida por la cultura de la guerra y el marco ideológico del islamismo, se impuso por sobre la de la élite urbana. A diferencia de otros movimientos de liberación del mundo, los muyahidines no incluyeron a las mujeres en la lucha, aunque se sabe que muchas trasladaban armas bajo el burka o cocinaban para las tropas.
Así, durante el primer gobierno talibán (1996-2001), estas normas ya presentes se codificaron y las restricciones aumentaron. El uso político de la religión y su instrumentalización como mecanismo de coerción tuvo también un impacto muy fuerte en la vida de las mujeres ya que el islam es una parte fundamental de su identidad. La creación de una policía religiosa, que controlaba los movimientos de hombres y mujeres en el espacio público urbano estableció nuevas formas de comportarse en público, pero también de relaciones interpersonales entre varones y mujeres. Entre los actos de resistencia cotidiana de esta época, se sabe que a pesar de las prohibiciones había desde escuelas hasta salones de belleza clandestinos, donde las mujeres se reunían para continuar su educación, reunirse y compartir sus experiencias.
Con la invasión de Estados Unidos y sus aliados tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, un nuevo discurso se instaló sobre las afganas: el discurso de la liberación. La ocupación del país buscó legitimarse con la necesidad de liberarlas de la opresión de los talibán y tras derrocar al régimen comenzó la llamada “reconstrucción”, que supuso grandes negocios inmobiliarios de compañías extranjeras. La reconstrucción de hospitales, ministerios y escuelas no significaron un andamiaje institucional ni un Estado robusto, sino que fomentaron la corrupción y la violencia con aumento en la violencia sexual, redes de prostitución y secuestros. Además, el control social sobre las mujeres aumentó y se impusieron nuevas prohibiciones.
La llamada “democratización” del país ocultaba el caos interno y el poder otorgado a los antiguos señores de la guerra o muyahidines, algunos de los cuales aún tenían sus propias milicias por lo que el gobierno fue incapaz de controlar la totalidad del territorio. Éstos se superponían o confrontaban abiertamente con otros poderes como las tropas de la OTAN, ONGs y organismos internacionales que con un gran caudal de financiamiento desarrollaron proyectos para “empoderar” a las afganas. Estos proyectos se realizaron por cooperantes que carecían de conocimiento del contexto, el idioma y de las necesidades específicas de la población.
Resistencia feminista
En los últimos años, como parte de la negociación de su presencia en el espacio público y la formulación de nuevas formas de resistencia, algunas mujeres usaban el burka para asistir a manifestaciones, como la realizada en Kandahar, una de las zonas más conservadoras pastún, en enero de 2008 en protesta por el secuestro de una cooperante estadounidense y su conductora afgana. Hubo también protestas durante el primer periodo talibán, por aumento del precio del pan y otras prohibiciones en las que las mujeres resignificaron el uso del burka para transitar espacios haciendo uso de su “presencia ausente”, como la llama Julie Billaud, para esconder libros y útiles escolares, asistir a las escuelas o círculos de lectura clandestinos.
Tras la caída de los Talibán, la nueva Constitución Nacional de 2004 estableció un cupo femenino del 25% en el Parlamento. Este logro fue gracias a la militancia de los grupos de mujeres, aunque su presencia fue resistida y en ocasiones las parlamentarias optaban por cubrirse más como una forma de ganar legitimidad en este espacio eminente y tradicionalmente masculino. Además, debe tenerse en cuenta que, como en cualquier país, más presencia de las mujeres en la política no significa necesariamente que se habiliten vías para el acceso a derechos. La identificación con el movimiento islamista, su pertenencia de clase u origen suelen ser elementos de mayor peso a la hora de vestirse, dirigirse a sus colegas o negociar en el recinto.
Una de las organizaciones más antiguas y duraderas que ha tomado visibilidad en estos días es RAWA (Asociación Revolucionaria de las Mujeres Afganas), fundada en 1977, en el marco de la invasión soviética. RAWA es una organización feminista que trabaja de manera clandestina en gran parte del territorio afgano. Como organización democrática y secular, denunció el nombramiento en el recientemente derrocado gobierno de líderes yihadistas y señores de la guerra que habían participado de la guerra civil. En su página web dan cuenta de sus actividades políticas y sociales entre las que se cuentan actividades de concientización de sus derechos para las mujeres. En su visión, la liberación de las afganas llega con la liberación del colonizador imperialista, de los islamistas y del gobierno “títere” de Estados Unidos en el poder hasta hace poco más de una semana. La redacción de LatFem, a través de Lila Lisenberg, se comunicó con ellas para conocer de primera mano de qué manera se las puede acompañar desde América Latina y El Caribe. Éste es su mensaje: “Por favor, utilicen todos sus medios en este momento para exponer la verdadera naturaleza de los 20 años de guerra de Estados Unidos y la OTAN bajo los engañosos títulos de derechos de la mujer y guerra contra el terror. Después de desperdiciar millones de dólares y miles de vidas, los misóginos y criminales talibán están de regreso, más poderosos que nunca. Las mujeres afganas hemos aprendido mucho en los últimos 20 años y seguramente encontraremos la manera de resistir esta tiranía. Definitivamente la solidaridad y la ayuda internacional nos da mucha esperanza y fuerza. El más cálido saludo”.
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