El 30 de septiembre de 2010 la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto, Legal, Seguro y Gratuito organizó un seminario internacional “El derecho al aborto, una deuda de la democracia”, en la Cámara del Senado de la Nación. A lo largo del día se escucharon panelistas de toda estampa y matiz: Elvira Cortajarena, delegada del gobierno vasco en la Argentina; diputadas y diputados de diferentes bloques, firmantes del proyecto de ley de interrupción voluntario del embarazo: Horacio Alcuaz (GEN), Marcela Rodríguez (Coalición Cívica), Diana Conti (FPV), Cecilia Merchan (Libres del Sur), María Luisa Storani (UCR), Miguel Barrios (Partido Socialista), Adela Segarra (FPV) y Adriana García (Partido Federal).
También intervino la antropóloga Rita Segato; Cristina Grela, médica, feminista, directora del Programa Nacional de Salud de la Mujer y Género de Uruguay; Nelly Minyersky abogada, activista por los derechos de las mujeres; Mario Sebastiani, médico gineco-obstetra, especialista en bioética. Por último, Martha Rosenberg, psicoanalista, activista feminista; Piedad Córdoba, senadora de Colombia y nominada al premio Nobel de la Paz; Victor Abramovich, abogado, especialista en Derechos Humanos; Álvaro Herrero, presidente de la Asociación por los Derechos Civiles y la activista travesti Lohana Berkins.
Abrió la escritora y periodista feminista Tununa Mercado. Con un estilo insurgente y amotinado jugó a una apuesta amorosa. Sus palabras estaban a punto para franquear un límite. De ahí, que transcribimos su manifiesto*:
“La invitación de Martha Rosenberg a una apertura literaria de este seminario es desconcertante. Tengo que abrir una puerta a un debate político sustancial con especialistas legitimados por una larga lucha en el terreno de los derechos humanos. Gente que va a ilustrarnos desde sus diferentes disciplinas, cargada de un equipaje de saber y humanidad. Ellos han dejado sus valijas en la puerta que voy a abrirles, yo una portera diligente que no tendrá otra función que conducirlos con palabras a sus lugares de discurso, intervención y debate. Tengo que encontrar las imágenes. Abrir el blanco a una escritura que inscribirá su manera de ser y de decir, que ya subyace a mi intención de convocarla. Está allí desde tiempos muy remotos y ha corrido su suerte conmigo fundiendo su autonomía a mi necesidad de llamarla. Escribir, por ejemplo, que el derecho al aborto es una deuda de la democracia, no es la palabra para abrirles la puerta. Ella, mi escritura, tiene que acompañarlos a sus sitios sabiendo que no puede adelantarse a lo que se dirá en estas sesiones, ni especular vanamente sobre la justicia de un proyecto de ley que cambiará la vida de las mujeres de este país. Lo que se va a discutir se erige sobre una base de dolor e impotencia. Mi escritura tendrá que saberlo. Tendrá que saber que la cuota de sufrimiento es de las mujeres y que su rebeldía ha hecho posible que lleguemos a este punto. Hago memoria. Recuerdo haber tenido en mis manos un informe exhaustivo, con cifras y estadísticas sobre el aborto séptico, que trajo el biólogo Daniel Goldstein a la sección “La mujer” del diario La Opinión en 1971. No fue publicado, pese a que quienes lo firmaban eran investigadores de Ciencias Exactas de la UBA. Era utópico pensar que, en aquellos años, y acaso en muchos otros años, la dirección de un diario pudiera tener claridad sobre la gravedad del tema; y que, por añadidura, quisiera dar curso a un planteo de salud pública enfocado a salvar vidas de mujeres. La mayor incidencia de muerte se daba en el norte argentino, curiosamente donde, en paralelo, morían más niños por desnutrición. Mujer/niño eslabones rotos de una cadena social despiadada. La sección “La Mujer” pasó a llamarse “Vida cotidiana”, no fuera a ser que le cayeran otras incitaciones comprometedoras.
Hace unos años, en 1997, Dora Codelesky me convenció de participar en una encuesta en una revista bajo el título: “Yo aborté”. No era fácil asumirlo, pero esa idea ya había formado parte de campañas a favor del aborto en otros países con el mismo carácter selectivo. Aceptaban el reto profesionistas, intelectuales, mujeres de clase media insospechadas de haber cometido un “crimen”, que se hermanaban así con mujeres excluidas socialmente, pobres y sufridas, condenadas a abortar sin tregua en condiciones inenarrables y siempre con riesgo de muerte. Se presumía que el enunciado no era una confesión culpable, sino un desafío, en cierto modo valiente, que serviría para fortalecer la lucha por el derecho al aborto libre y gratuito, la consigna radical de aquellos años. El recurso surge ahora nuevamente a través de redes feministas y el “Yo aborté” parece haberse democratizado: muchas mujeres cuentan su experiencia creando una serie de relatos cuyo valor testimonial suma argumentos para una discusión como la que nos reúne. Hasta llegar a la ajustada síntesis que confiere sentido a este seminario: educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir, las consignas eran escuetas, sin otro alcance que proclamar una demanda al calor de la espontaneidad. Aborto libre, por ejemplo. O aborto gratuito ya. Los términos cobraron con el tiempo un arreglo quizás menos directo y sólo en apariencia menos radical y, fundamentalmente, más certero. Cada uno de los términos que constituyen la triada conlleva una razón, contiene en su síntesis una elaboración del reclamo. Para decidir, para abortar, para no morir. Siendo este último el más contundente e irrefutable. Se trata de términos, de maneras de decir, de modos de titular y rubricar que describen el estado actual de un movimiento esclarecido, que se expande a otros países por su carácter universal.
Voy todavía más atrás. No me puedo olvidar de una consigna libertaria que dijo una adolescente en una cena de familia a la que yo estaba invitada. Delante de sus respetables padres y hermanos mayores defendió el amor libre, así, de manera directa: “Yo creo en el amor libre”. Y, completando la desmesura, agregó: “Los hijos para el Estado”. La echaron de la mesa, la seguí a su destierro. Nos hicimos cargo de lo que habíamos desatado y durante mucho tiempo no pude volver a su casa. Teníamos catorce años y éramos vírgenes. Pero ya sosteníamos precozmente, si se quiere, que el amor era un valor absoluto y debía vivirse sin condicionamientos. Era un ideal que se pretendía “comunista”, aprendido en libros libertarios, en novelas existencialistas, en poemas recitados de memoria, y siendo libre el amor el Estado tenía que responsabilizarse por sus consecuencias. Extremo razonamiento, explicable, sin embargo, por el puro arresto verbal adolescente y por los tiempos que corrían.
El amor llamado libre estaba en el centro de cualquier emancipación y rebeldía que se planteara por aquellos mediados y fines de los años cincuenta. Era una forma de vivir cuyos valores no se enseñaban en familia, ni en la escuela, ni en ninguna otra institución. Rememoro lo que se decía en ese reducido ámbito social en el que me tocó vivir: la responsabilidad por los actos y sus consecuencias concierne a quien ha decidido su libertad. No había confesionario: el corte con la iglesia había sido tajante. No había por lo tanto castigo ni penitencias en esa iniciación. ¿Locura, heroísmo del amor? El novio, amante, o como quiera llamárselo, no tenía por qué compartir el accidente del embarazo; tampoco había pensado antes la forma de evitarlo. Todo el periplo en busca de recursos caseros, que siempre resultaban inservibles, así como la búsqueda de la partera, corría por cuenta de la responsable y de sus amigas solidarias.
La liberación sexual, una reivindicación propia de los sesenta asumida sobre todo por las feministas, significaba reconocer que éramos seres para el placer y que teníamos el derecho y también el deber –¿por qué no?– de decidir y de administrar nuestra economía libidinal, so pena de padecer enajenación y fracaso. Ese principio liberador, así como el derecho al aborto, estuvieron presentes en un pequeño grupo que se formó en el 72 y 73 que integrábamos Graciela Scolamieri, obstetra, Otilia Vainstok, socióloga, Alicia Eguren, dirigente política y yo. Alicia Eguren trabajaba en movimientos sociales y en particular con mujeres sometidas por su condición de clase – miseria, explotación, desocupación – y por su condición femenina – violencia familiar. Ella, dirigente política, era la que inclinaba la balanza del Tánatos frente al Eros. El concepto “lo personal es político” no había llegado a nosotras, o tal vez no se había inventado todavía. El extraño cuarteto feminista se disolvió por fuerza mayor: no era el momento para pensar ese orden de cuestiones en medio de la efervescencia social del momento y de la represión de la triple A. Alicia Eguren es una de las desaparecidas por la dictadura militar.
“Nadie quiere el aborto”, es el encabezado que surge espontáneamente para disminuir la incomodidad que produce la defensa del derecho al aborto. Si hubiera que ser absolutamente sinceros, habría que aceptar que nada se quiere tanto como el aborto. Cuando una mujer ha decidido no tener un hijo, no ser madre, no parir, no reproducir, y queda embarazada, lo que más quiere es abortar, y en esas circunstancias no hay nada que la amedrente. Va como un ariete a casa de la partera, quiere abortar cuanto antes, el tiempo conspira en contra de ese deseo y esa necesidad de no procrear, lo quiere hacer ya mismo. Lo que no quiere es morir, como no querría morir quien se somete a cualquier intervención de alto o bajo riesgo. Lo que no quiere es que, al privársela de atención médica, se la esté obligando a gestar contra su voluntad.
Durante diez años formé parte de la dirección colectiva de la revista feminista mexicana fem., creada en 1977 como una respuesta a la gran movida que significó el Primer Año Internacional de la Mujer, celebrado en la ciudad de México en 1975. Era un grupo heterogéneo que tenía diversos grados de compromiso político pero que coincidía en las denuncias básicas contra la explotación de las mujeres en todos sus registros y a favor del derecho al aborto, una demanda ésta que tenía sus restricciones pero que fue ganando la conciencia y la calle a lo largo de más de tres décadas. La legalización finalmente llegó en en 2007. Una de las celebraciones de la Red por los Derechos Sexuales y Reproductivos en México fue instalar 50 mil figuras de papel, unos tres kilómetros, por el Paseo de la Reforma, para simbolizar la lucha de las mujeres a favor del aborto legal y repudiar su criminalización. El mensaje fue preciso: 50,000 mujeres fueron libres de abortar en la ciudad de México. Mientras tanto en Guanajuato, gobernado por el partido de derecha PAN (Partido Acción Nacional), siete mujeres purgaban condenas de 25 a 30 años de prisión por haber abortado (homicidio en razón de parentesco es la figura penal). Ya llevaban entre dos y nueve años de cárcel. El escándalo jurídico de esta criminalización provocó una llamada “alerta de género” y la acción de organizaciones, en particular el Centro Las Libres, finalmente logró que salieran de la cárcel, aunque no todavía que se las declare inocentes.
Al comienzo de esta “apertura literaria” decía que mi escritura, así llamada pulsión a decir por escrito lo que desciende hacia mi mano desde la cabeza, tenía que saber del sufrimiento. Cuando respondí a aquel pedido que me hiciera Dora Codelesky escribí, como cierre a mi confesión o confidencia, depende del grado de riesgo que quiera atribuírsele, una frase de la que no me desdigo:
“Mujer, cuerpo y conciencia de mujer, defensa del territorio personal, autonomía en el dolor y en el placer, libertad de elegir fuera de los mandatos de una maternidad naturalizada como función reproductiva, pareciera que día a día fuera necesario reubicar la propiedad y la justeza de los discursos y las palabras que nos dicen o que nos escriben –que quieren hablan por nosotras– , como si no se pudiera bajar la guardia nunca y la condición femenina, durante mucho tiempo más todavía, fuera a cobrarnos su peaje y su cuota de desvalor o minusvalía”.
*Disponible en pdf en la página de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal Seguro y Gratuito.