Laura y Gustavo son los últimos en llegar, tuvieron que romper el candado para salir porque perdieron la llave. No hay metáfora. Perdieron la llave del candado, aunque Laura guarda todo. Por eso sabe cuando Naty tuvo la primera menstruación. Era un dia de junio, cerca del 20. Lo cuenta señalando la foto que tiene colgada Gustavo del pecho. Laura Calampuca y Gustavo Melmann, la mamá y el papá de Natalia Melmann, la tienen colgada del cuello, la llevan en el corazón, literal. Gustavo tiene una foto de ella a los doce con un puñado de flores silvestres. “El dia que menstruó por primera vez le tuve que pedir a la vecina, que iba a la Iglesia, si no tenía unas flores para juntarle a Naty. Las mías estaban todas pisoteadas por la perra. Doce años tenía”, dice Laura.
La foto que tiene ella, plastificada y atada de un hilo como la de él, la muestra más grande, casi a punto de desaparecer. Está gastada. Laura no deja de acariciarla cada vez que se emociona, y es seguido. De paso, se reconforta a sí misma, se hace caricias en el propio cuerpo. El cuerpo de Laura está gastado también, a sus 62 años toma 15 pastillas, dice. Cuándo empezó a dolerle tanto, dice que le preguntan los médicos. El cuerpo de Gustavo “ni hablar”, comenta. Y habla. Laura no suele hablar en público. Dice que no sabe. Pero esta vez, a horas del comienzo del segundo juicio por el femicidio de su hija, lo hace y parece una profesional. Cuenta que es madre de cuatro hijos, abuela de cuatro nietos. Cuenta en detalle la trayectoria familiar, de la ciudad al pueblo de playa buscando la naturaleza, de la militancia a la lucha por conseguir justicia por el secuestro, la tortura, la violación y el asesinato de su hija Natalia cuando tenía 15 años. De sus otros hijos no habla mucho. Solo dice que Lucía tenía 6 y le dijo: “Mamá, yo te necesito para vivir”. Dice que Nahuel tenía 16 y le dijo: “Mamá, si vos te vas, me voy yo tambien atrás tuyo”. Laura se quedó por ellos. Cavaba pozos para enterrarse. Quería irse con Naty.
Cuando un grupo de policías secuestró, torturó, violó y asesinó brutalmente a Natalia no se había modificado el Código Penal argentino e incorporado la figura de femicidio. No había datos judiciales ni se divulgaban los informes de organizaciones que relevaran las muertes de las mujeres asesinadas. No había estallado en las calles el movimiento Ni Una Menos. El feminismo no había llegado al prime time televisivo ni a las mesas familiares.
El 4 de febrero de 2001, en Miramar, Naty fue víctima de la impunidad policial y de la complicidad machista. Sin embargo, ya en las primeras marchas que hicieron sus familiares y el pueblo pidiendo justicia se cantaba: “Yo sabía, yo sabía que a Natalia la mató la policía”.
Laura dice que a Naty no la mataron por crueldad, la mataron por placer. Y cuenta la fiestita que se dieron con ella los cinco portadores de los ADN que encontraron en su cuerpo. Era el cumpleaños de uno de los polis, y le dieron a elegir en el boliche. Cuenta, también, que el entregador fue el noviecito, el pibe que Naty fue a buscar esa noche. Una chica de 15 buscando el amor. “¿Quién no sufrió por amor a los quince?”, pregunta la mamá. Él la señaló a ella y a una amiga. La eligieron a Naty. La llevaron al Copacabana. En su cuerpo, lleno de las marcas de la violencia, encontraron rastros de cinco ADN.
Laura sigue contando lo que le pasó a Naty mientras le caen lágrimas a chorros, como una catarata imparable, y frota la imagen de Natalia que le cuelga del pecho. Dice que no tenemos idea de la persona que el mundo se perdió de ver crecer. Naty quería ser médica, era la única que se quedaba con Laura cuando tenía ataques de pánico. Fue solidaria hasta último momento, con una chica en el boliche esa noche. Una chica que fue testigo crucial en el primer juicio porque vio detrás de los arbustos cómo se la llevaban a Naty y ahora testifica de nuevo convocada por el abogado defensor ex Sargento de la Policía Bonaerense, Ricardo Panadero, el acusado que llega a juicio 17 años después del crimen. Gustavo y Laura tienen miedo: qué va a decir esa chica ahora, del otro lado de las partes.
Panadero no fue juzgado junto a Ricardo Suárez, Oscar Echenique y Ricardo Anselmini, los otros policías implicados en el femicidio de Natalia, porque fue sobreseído antes de que comenzara el primer juicio. Laura y Gustavo, la mamá y el papá de Naty, denunciaron hasta el hartazgo la complicidad entre el Poder Judicial y la Policía Bonaerense para proteger a Panadero. Este año, la Corte Suprema provincial ordenó que se revocara su sobreseimiento y que el caso volviera a primera instancia. El 28 de mayo pasado, el policía llegó a juicio acusado de los delitos de “privación ilegítima de la libertad agravada por el uso de violencia, abuso sexual agravado por acceso carnal y homicidio agravado por la participación de dos o más personas y criminis causa”. Hoy Panadero podría ser condenado a prisión perpetua.
Este año, la Corte Suprema provincial ordenó que se revocara su sobreseimiento y que el caso volviera a primera instancia. El 28 de mayo pasado, el policía llegó a juicio acusado de los delitos de “privación ilegítima de la libertad agravada por el uso de violencia, abuso sexual agravado por acceso carnal y homicidio agravado por la participación de dos o más personas y criminis causa”. Hoy Panadero podría ser condenado a prisión perpetua.
Suárez, Echenique y Anselmini fueron condenados a prisión perpetua en 2002. Desde octubre del año pasado tienen salidas transitorias. La Cámara de Casación aún debe resolver un recurso presentado por la familia de Natalia para que este beneficio sea revocado. Laura dice que no le asusta cruzárselos en Miramar, al que califica como “un pueblo feudal”, “pero sí tengo miedo por las otras chicas porque nadie los controla”.
4 de febrero de 2001. Esa noche Naty fue al boliche. “Estaba enamorada”, dice Laura. Construye, sin darse cuenta, el perfil de la víctima buena. Aunque esa noche haya ido a bailar, Naty podría haber sido una fanática de los boliches.
Cuando a Natalia la asesinaron estuvo ahí presente todo aquello que hoy con tanta claridad señalamos: el pacto de machos entre los femicidas, las fuerzas de seguridad y el aparato judicial. Esa trama que se repite en tantos casos: las acusaciones a la víctima, el encubrimiento, las pistas falsas, el aviso a los sospechosos para que puedan escapar. El femicida nunca mata solo. Se trata de un crimen grupal, sostenido en una lealtad de género. Y sostenido, en determinados casos, en economías que anudan los negocios entre la policía y la precariedad en los barrios. Cuando mataron a Naty, meses antes del estallido social de diciembre de 2001, todo eso ya estaba ahí.
La muerte de Natalia partió a muchas como una estaca. Se puso de manifiesto que así como ningún pibe nace chorro, ninguna mujer, ninguna piba, nace víctima. Y en esos asesinatos que se ignoraban y se difundían como producto de “crímenes pasionales”, “excesos”, “accidentes” o “efecto de algún loco” —como el loco de la ruta, que en en realidad era el loco de la yuta— se nos iban infancias y juventudes.
El crimen de Naty forma parte de la memoria feminista y del entramado de las violencias institucionales que hoy los feminismos denuncian en cada marcha, en cada movilización. Laura, su mamá, se confunde. Siente que una dimensión se le escapa. Esas categorías —“violencia institucional”, “feminismos”— no estaban en el aire en aquellos años.
Gustavo, el papá de Naty, suele comparar lo que los policías le hicieron a su hija con lo que los genocidas hicieron a las compañeras durante la dictadura. Hay un hilo conector entre esas violencias. La policía bonaerense, la que violó, torturó y asesinó a Naty, es heredera de los genocidas que violaron, torturaron, asesinaron y desaparecieron durante la última dictadura. Los genocidas de la ESMA “festejaban” la victoria argentina en el Mundial de 1978 con las detenidas desaparecidas. Los policías que asesinaron a Naty “festejaban” el cumpleaños de uno de ellos. Era el verano de 2001, los juicios de lesa humanidad eran aún una materia pendiente en la Argentina. Las tramas de violencias, complicidad e impunidad seguían intactas. Laura cuenta que “a partir de lo de Naty, en Miramar comenzó a conmemorarse el 24 de marzo y la gente empezó a salir a las calles”.
El 3 de junio de 2015, luego del femicidio de Chiara Páez en Rufino, Santa Fe, los feminismos de todo el país salieron a las calles bajo la consigna “Ni una menos”. En ese grito, que recorrió el mundo y marcó un punto de inflexión para la región, también estaba presente Naty. “Mi Naty”, dice Laura. Ni Una Menos vino a poner sobre la mesa esa larga historia de violencias y complicidades machistas que antes se escondían bajo la alfombra. Es responsabilidad de los feminismos construir una memoria feminista que recupere las historias de cada una de esas pibas y mujeres que hoy ya no están, pero que también de cuenta de esas tramas de violencias, de sus responsabilidades políticas, policiales y judiciales. Una memoria feminista que sea la base para construir ese mundo que queremos. Una memoria que, como aprendimos de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, sea la herramienta para construir verdad y justicia feministas. Sin esa memoria, queda solo la consigna. Sin esa memoria no hay #NiUnaMenos ni hay construcción feminista posible.
El 28 de mayo, cuando comenzó el juicio, Gustavo repartió margaritas a todas las mujeres que fueron a acompañar la familia de Naty. Contó que las margaritas representan a su hija. “Pusimos margaritas en el cementerio y surgió un brote espontáneo. Ojalá que la conciencia de la gente brote tan fácil como las margaritas”. Esta tarde, Laura y Gustavo, la mamá y el papá de Naty, se sentaran frente al Tribunal Oral Criminal Nº 4 de Mar del Plata —integrado por Jorge Peralta, Fabián Riquert y Juan Manuel Sueyro— a la espera de que su hija, su Naty, pueda por fin descansar en paz.