Un espacio que nos recuerde rebeldes y esperanzadas

A 50 años del golpe de Estado en Uruguay, el colectivo de ex presas políticas inauguró un memorial que las homenajea. Son casi 1.800 nombres: los de aquellas procesadas por la Justicia Militar entre 1968, cuando comenzaron a implantarse medidas prontas de seguridad que quitaron garantías constitucionales, y 1985, cuando se recuperó la democracia en el país. “Treinta y ocho años después conseguimos el reconocimiento a la lucha de las mujeres. No estábamos metidas debajo de la cama”.

Fotos: DIEGO VILA

La noche anterior a que se cumpliera medio siglo de un golpe, del último golpe de Estado en Uruguay, la noche está cargada de bruma. En Montevideo hay un clima húmedo, frío, algo fantasmal. Focos azules y amarillos se difuminan, podrían hacernos perder los pasos. Los niños miran sorprendidos las velas a pila y las velas de cera que se prenden en bidones vacíos. En los frisos de la parte trasera del Palacio Legislativo se proyecta una señal: “Por siempre democracia”. ¡A saber de dónde viene esa luz!

Hace exactamente cincuenta años, el 27 de junio de 1973, en estas baldosas sonaban graves los tacos de las botas militares y reverberaban en el amplio salón de los Pasos Perdidos, al compás de la orden del presidente Juan María Bordaberry de disolver las Cámaras de Diputados y Senadores.

Frente al edificio del Parlamento nacional, veinte horas después de que comenzara el lunes 26, una vigilia convocada por la agrupación de derechos humanos Jacarandá, cientos de mujeres rodean un memorial que es para ellas. Son las dos de la tarde del martes 27 de junio y Antonia Yañez, Ivonne Klingler, Chela Fontora, Elena Zaffaroni, Alicia Zindola, Luz Osimani, Susana La Negra Escudero, Lucía Arzuaga se toman de las manos. Están sentadas frente al escenario donde varios artistas las van a homenajear antes de cortar la cinta que rodea al Memorial dedicado a ex presas políticas como ellas y dejar inaugurada esta obra. Todas visten una remera violeta que dice: Las mujeres construimos historia defendiendo la vida.

Alrededor, una multitud las rodea y acompaña. A solo unos metros del escenario nada se escucha desde los parlantes, pero el público acompaña compenetrado y performático: miran hacia la carpa y los micrófonos, siguen lo que está ocurriendo con sus celulares conectados a la transmisión en vivo por TV Ciudad —el canal de la capital uruguaya— y aplauden apenas con delay cuando los artistas terminan de cantar, cuando las oradoras hacen pausas emocionadas.

Papina De Palma canta “La memoria” —deseando “que la violencia sea solo para los libros”—, Diane Denoir tararea “Palabras para Julia” —eso de que “nunca te entregues ni te apartes”— y Mauricio Ubal junto a Ruben Olivera entonan el hit “A redoblar”. Sobre ese estribillo infinito, cada cual sobre su sombra, la profesora de literatura Silvia San Martín recuerda que estuvo exiliada durante la dictadura y que volvió a ejercer en 1986. Su nombre no está entre los 1.758 grabados sobre el metal plateado de los pilares porque la lista de homenajeadas son aquellas que fueron procesadas por la Justicia Militar. Tampoco está el nombre de su amiga y colega Liliana Bardallo, profesora de filosofía.

Liliana se quedó en Uruguay y dice a LatFem: “Recién ahora se está formando la idea de que no fueron solamente ‘los presos y los exiliados y los desaparecidos’: estuvimos los que estuvimos acá también. Capaz que alguna estuvo presa alguna vez y no figura. No importa. Lo que importa es que fue un conjunto importantísimo de gente afectada por la dictadura, peleando contra la dictadura. Pero es como que la gente que quedó acá y que tuvo sus problemas hasta quedarse sola —porque se habían ido los parientes y los amigos al exilio, o se habían muerto, o estaban presos o desaparecidos, o estaban aislados porque además no te podías reunir—, todo ese embrollo tan triste y feroz queda como desdibujado. Entonces, me parece bueno que de a poco la gente se vaya animando a contar eso: cómo vivimos durante la dictadura”.

Aunque sus nombres no están, no dudaron en venir a acompañar este momento por su valor histórico. “Es que hasta hace muy pocos años, todavía, la militancia se caracterizaba entre los héroes y las compañeras”, agregó Silvia, dando cuenta de cuánto se invisibilizó la participación política de las mujeres antes, durante y después del golpe cívico-militar en Uruguay.

Dejar atrás la cárcel 

La dictadura en Uruguay tuvo como principal dispositivo de represión las torturas y la prisión política masiva y prolongada. En un país que no supera desde hace décadas una población de tres millones de personas, solo en los primeros tres años de aplicación de las medidas prontas de seguridad (1968-1971) unas diez mil personas habían pasado por cárceles y cuarteles. A lo largo de 1972, cayó la dirigencia del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (MLN-T), lo que representó la desarticulación de la organización en su capacidad operativa. A pesar de esto, el gobierno de Bordaberry profundizó su actitud golpista y, tras decretar la disolución del Parlamento y las juntas departamentales —gobiernos locales— le siguieron doce años de terrorismo de Estado, proscripciones a partidos políticos y sindicatos, censura a medios de prensa, clausura de instituciones culturales como el teatro El Galpón, secuestros y detenciones masivas de militantes del Partido Comunista en sucesivas operaciones militares.

Además de encarcelar masivamente a militantes sindicales, sociales y político partidarios, la dictadura suspendió las libertades individuales y el derecho a reunión, y estableció una clasificación de la ciudadanía en A, B y C, según el grado de “peligrosidad”. Quienes obtuvieron la categoría C fueron destituidos de cargos públicos —incluidos cargos docentes—, lo que derivó en la dificultad para conseguir otros empleos, la persecución por parte de las fuerzas de seguridad y la estigmatización social. Unas 380 mil personas debieron exiliarse y se produjeron 197 desapariciones forzadas de militantes uruguayos en su país y en Chile, Argentina, Bolivia, Paraguay y Brasil como parte del Plan Cóndor.

Durante los doce años de dictadura se registraron más de cinco mil personas privadas de libertad. Por eso, se considera que Uruguay tuvo el mayor número per cápita de presos políticos del mundo. En la actualidad, aunque no hay prisiones políticas en el país, el encierro masivo sigue siendo la forma autóctona de resolver conflictos, a sabiendas de que —hasta ahora— encerrar a miles de personas no hace más que amortiguar profundas desigualdades sociales y diferencias políticas, considerando que la situación de privación de libertad no incluye planes de reinserción social para la gran mayoría de la población encerrada en las cárceles y que las medidas alternativas a la prisión son excepcionales.

Según el registro del Comisionado Parlamentario, un funcionario que junto a un equipo monitorea la situación en las cárceles de todo el país, al 30 de abril de 2023 había 14.808 personas adultas presas (13.720 varones, 1.060 mujeres, 3 varones trans y 25 mujeres trans) y 41 niños. Esto representa una tasa de prisionización de 417 cada cien mil habitantes, sin contar la población adolescente encerrada en el sistema penal juvenil. Estos números muestran que la capacidad de los establecimientos penitenciarios en Uruguay está saturada, superando un 130% la capacidad de cupos, lo que profundiza las condiciones de hacinamiento, de tratos crueles e inhumanos, de tortura en la que viven las personas presas, como ha denunciado el Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ) de forma sistemática en sus informes anuales. 

Para Norma Susana “La Negra” Escudero, ex militante del Partido Comunista Revolucionario, el memorial vence la invisibilización que sufrieron las mujeres políticas: “Cuando nos torturaban nos decían: ‘¿Por qué no te vas a lavar los platos?’. Usaron nuestros órganos sexuales, todo lo peor de la tortura lo hicieron con nosotras, era como una venganza, una maldad que sentían contra nosotras. ¿Cómo es posible que la humanidad haga esto a otras personas? No queremos que nunca más pase”. De hecho, la violencia sexual durante la dictadura fue denunciada como un crimen de lesa humanidad por 28 ex presas políticas: una causa que ha llegado hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ante la falta de justicia nacional.

La fotorreportera Martha Passeggi —siempre con la cámara al hombro y en esta tarde fría escoltada por una sobrina que retrata el momento en que su tía encuentra el nombre en un pilar— dice que el Memorial es importante “desde el punto de vista que jugamos las mujeres”. “Es importante que nuestra sociedad entienda que la mujer siempre estuvo y jugó un papel importante en la historia del país. Nos tocó a nosotras vivir este período especial, la Guerra Fría, y las consecuencias que muchas sabíamos que nos iban a pasar”.

Otra con cámara colgada al cuello, a pocos metros de Martha, es Ana Demarco. Alejada de las sillas frente al escenario y también de la multitud apiñada que espera el corte de cinta para la inauguración formal del Memorial, Ana aprovecha su altura y mira desde lejos la escena. “Estoy pensando en las que van llegando, en algún caso con silla de ruedas… vidas comprometidas. Es una fiesta encontrarnos y ver cómo el tema de la mujer en la dictadura ha tenido un crecimiento exponencial. Después del ‘encuentrazo’ que hicimos en 1997, cuando las ex presas políticas nos juntamos, fue el inicio de nuestra salida pública. La unión se dio dentro la cárcel. Ahí se dio el entramado que después produjo los libros con testimonios de Memoria para armar, la obra Antígona y otras convocatorias para mostrar que fuimos y somos parte de la historia. Si no lo contamos nosotras, nadie lo puede contar. Nosotras, sin ser feministas, porque no nos denominábamos así en esa época, ya lo éramos”.

Demarco fue una militante estudiantil de Magisterio que soñaba —y todavía sueña— con cambiar el mundo desde la educación. Un señor que la conoce y escucha el diálogo con LatFem osa decir que ese sueño de Ana “quedó trunco” por los trece años de prisión política. Ella lo desmiente enseguida: al salir de la cana, no solo terminó la carrera y ejerció como docente; hace pocos años estudió Bellas Artes y se recibió con el estreno de su primera película: “El abrazo que no te di”, inspirada por la obra del cineasta chileno Patricio Guzmán. No es la película que imaginó cuando hacía formación de bandera en el penal de Punta de Rieles y, mientras mirababa los alambrados, las luces y las torretas, pensaba: “Esto está pa’ una película”. Desde entonces esta mujer de 70 años quiere hacer cine. Dice que ya llegará el momento de filmar esa película que le falta.

Algunos metros más atrás de Ana, la ex militante tupamara y ex Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente del Uruguay, Graciela Jorge, piensa en las que no están, aquellas que se quedaron en el camino. Las que no llegarán a este homenaje. “Para nada es un pensamiento de tristeza —dice—, pero me hubiera gustado que pudieran estar acá como yo estoy presenciando esto, porque hasta hace no muchos años no te podías imaginar que esto pudiera ocurrir”. Para ella, estas manifestaciones demuestran que “el sentimiento antidictatorial se está haciendo cada vez más fuerte” y la esperanza que muchos de esos actos estén “a cargo de la generación de chiquilines que nacieron o se criaron en la cárcel”, como su hija.

Como militante y ex presa política, Graciela fue de las primeras autoras en escribir sobre fugas (Historia de 13 palomas y 38 estrellas: las fugas de la cárcel de mujeres, TAE, 1994) y sobre Maternidad y prisión política (Trilce, 2010). Frente al memorial, dijo a LatFem que para seguir construyendo esta memoria de mujeres políticas “hay que insistir en marcar un espíritu de rebelión, que nosotras teníamos: la nuestra fue una generación muy esperanzada y rebelde. Eso lo veo bastante borroso en las sociedades actuales”.

El abrazo que les debían

Tras la música y las palabras de agradecimiento de una decena de representantes de las ex presas políticas sobre el escenario, la multitud que rodea este círculo que es el Memorial les abre paso para cortar la cinta, acompañadas por la intendenta de Montevideo, Carolina Cosse.

De todas partes vienen las orientales, podrían cantar ahora Los Olimareños. Hay mujeres con sus familias y amigos que levantan carteles para decir que ciudades como Salto Melo, Pando, Santa Lucía, Maldonado están presentes.

El óvalo representa un abrazo sostenido con veinte pilares: “Diecinueve representan cada departamento del país y uno más es para reconocer la lucha de todas las mujeres: niñas, jóvenes, madres y abuelas que lucharon”, explicó Ivonne Klingler, médica y militante comunista, integrante del colectivo de ex presas políticas que participó de la elección de la propuesta ganadora del concurso para construir este espacio en la plaza Julia Arévalo.

El proyecto se aprobó hace un año, tras evaluar 26 propuestas presentadas a la Intendencia de Montevideo. La obra estuvo a cargo de la arquitecta María Victoria Steglich Crosa, responsable de un equipo con cinco jóvenes arquitectos “que supieron interpretar nuestros sentimientos, las experiencias que nos fortalecieron, los respaldos y la solidaridad”, remarcó Klingler porque “representa a todas las mujeres que luchamos contra la actuación ilegítima y el terrorismo de Estado, las que fuimos detenidas, las exiliadas, las clandestinas, las solidarias, las asesinadas y desaparecidas”.

El abrazo que nos rodea es ése que le hacían llegar a las presas políticas sus madres, tías e hijas, a pesar de todas las distancias y obstáculos. Las homenajeadas quieren que este sea “un lugar de encuentro, de reflexión, símbolo de volver a empezar”, agregó Ivonne. “No queríamos transmitir el horror. Quisimos transmitir a las nuevas generaciones cómo transmutamos el horror en algo positivo que nos permitió crecer y seguir adelante en situaciones límites como las que vivimos”, comentó su compañera Adriana Zinola.

La cinta se corta y la masa penetra el círculo, recorre los pilares. “Estamos buscando a la abuela Clarita”, explica una mujer a su niño aupa.

“¿Te encontraste?”, preguntó a una mujer agachada, rodeada de otras que buscan sus nombres más arriba, en esta columna llena de emes y enes. Sí, se encontró. Es Isabel López. ¿Qué le pasa al ver tu nombre ahí? “Una revive cosas. Yo soy del Hogar Yaguarón —una cárcel para adolescentes que funciona como centro de protección actualmente—. Fui presa adolescente en 1974. Remueve mucha cosa. Me hubiera encantado que mis padres estuvieran acá porque fueron un sostén en aquella época, ella es una amiga de la infancia que acompaña desde hace muchos años —dice tomando la mano de una mujer que está a su lado—. Es como una dualidad que se haya logrado porque que hay muchas que no están. Pero estoy feliz”.

Que alguien te busque porque te conoce. Que alguien encuentre tu nombre y se pregunte quién sos, son solo algunas de las preguntas que puede generar este espacio abierto, accesible, sostenible por los elementos en que fue construido. Como dice Ana Demarco: “Me gustaría que los jóvenes se pregunten qué pasó, por qué, qué compromiso había y qué compromiso tengo. Dejar de pensar que en la sociedad somos unos y los otros. Construir el nosotros me parece un compromiso fundamental. Mirar al otro sabiendo que es como yo”.

Temblando de emoción, cuando ya la plaza quedaba casi vacía, Ivonne Klingler llena de orgullo dice: “Treinta y ocho años después conseguimos el reconocimiento a la lucha de las mujeres. No estábamos metidas debajo de la cama”.