El miedo cambia de lado

La escena fundamental de La niña santa, de Lucrecia Martel, es una “apoyada”. En este ensayo Fernanda Alarcón describe los elementos expresivos y fantasmales que conforman la escena. La potencia de Martel para descolocar los lugares comunes cobra una actualidad sorprendente.

Me tomó tiempo entender qué había pasado. Quedé pegada. Lo recuerdo y lo siento todavía hoy como un sobresalto, una fuerza perturbadora que me sacudió de la butaca rodeándome de fantasmas conocidos o familiares -tal vez demasiado conocidos y familiares-, pero a los cuales en la época era difícil mirar de frente o llamarlos por su nombre.

Hablo de La niña santa (2004), la segunda película de Lucrecia Martel. Fue especialmente una escena la que me acechó por años y a la que yo aceché volviendo a ver una y otra vez. Es la que, de alguna manera, organiza el conflicto de la película y nos enfrenta a la compleja metamorfosis de una adolescente tras ser acosada. Pero no es cualquier metamorfosis, sino una metamorfosis espectral. En esto radica –como quiero mostrar– la potencia visionaria del film de Martel.

Hablar de espectros, espíritus o fantasmas implica meterse en problemas. Porque están, de partida, los incrédulos. Los espectros merodean. Aparecen y desaparecen. Tienen una relación íntima con el cine y los efectos fantásticos. Están ahí moviéndose, tironeando el espacio y el tiempo. Conviven con nosotrxs en una especie de tiempo paralelo, están hechos de una sustancia paradójica, esquiva, mezcla de algo que ya no es más y al mismo tiempo de lo que todavía no es. Por eso son tan difíciles de nombrar o mostrar. Por eso es tan difícil descifrar lo que dicen y cuáles son sus reclamos.

Pero también, junto con el apasionante mundo de los seres vacilantes, fantásticos y monstruosos, la palabra espectro corre por el vocabulario del conocimiento científico para referirse a las micro partículas que forman la luz o el sonido, por lo que también puede referirse a una frecuencia de visibilidad, una variación de ondas que prueba la vida oculta de lo que oímos o vemos, lo que está “dentro de nuestro espectro”.

¿Quién es Amalia, esta niña-espectro interpretada por María Alché? ¿Por qué sus actos y sus gestos parecen estar cargados de una fuerza tan inquietante? Quiero volver a revisar esta escena que me acecha hace años, describirla, verbalizarla, compartirla, porque creo que en ella se condensa una fuerza visionaria, profundamente cinematográfica y política, en cuanto nos instala en un presente adelantado a su tiempo.

El vistazo incómodo

Una multitud agolpada frente a un espectáculo callejero irradia una infinidad de gestos y circulaciones que desorientan: una extraña música, bocinas, voces de vendedores ambulantes, pasos, roces, murmullos. ¿Qué aparato produce ese sonido? Rápidamente se alternan dos versiones del mismo acontecimiento. Por un lado, la perspectiva de cara al espectáculo muestra vehículos y peatones atravesando el espacio. Vemos un conjunto numeroso de espectadores de espaldas y el pequeño rostro del músico disimulado en el fondo.

 

Enseguida, con un auto que pasa, cambia el frente y descubrimos las muecas azoradas del público y el ingreso a escena de un grupo de chicas de un colegio religioso. Crecen los elementos en juego. La atención de los rostros parece dirigirse hacia la mano fuera de foco del intérprete; al mismo tiempo que al otro lado de la calle, la claridad ayuda a recortar la figura de un hombre vestido con impermeable oscuro y prolija camisa blanca, que se acerca. Tras sus anteojos trasluce un gesto interesado y serio, es el doctor Jano (Carlos Belloso). El engaño seductor del encuadre que insiste en dejar fuera del campo la ejecución del instrumento, tiñe de inquietud la escena. La música genera un efecto hipnótico y extraño. Lxs paseantes, agolpadxs y embobadxs en la escucha, parecen hundirse en una vivencia embriagante, peligrosamente atractiva. El clima sugestivo que impone la música con sus reverberaciones prepara para lo que va a suceder.

De repente, como un flechazo visual o un vistazo de rayos X, una imagen muestra y guarda un secreto. No se trata del músico ni del instrumento sino de algo inesperado, que desaloja rápidamente la curiosidad por el concierto. Un plano detalle funciona como una mirada clínica, procura una superficie para el examen, nos obliga a fijar las pupilas en un segmento escondido al interior de la multitud. Aísla la zona pélvica de dos cuerpos y captura el gesto perturbador de Jano que ingresa las manos en los bolsillos del pantalón y presiona su cuerpo contra el de Amalia (María Alché), “apoyándola”. La imagen nos retiene en un límite incómodo. Se posa en silencio y se escabulle, como el mismo Jano. Nos sacude y se escapa pero deja una marca, traza el primer contorno para la niña-espectro.

Me gusta hablar de esta impactante imagen como un acople siniestro por varias razones. En primer lugar porque muestra la unión entre dos cuerpos que se ensamblan o encajan como piezas, pero también porque hablar de acople nos lleva al terreno sonoro, predilecto mundo de experimentación de la directora. El acople surge cuando vibraciones y energías cargadas de un ambiente saltan y recortan nuestra atención. Pienso en un micrófono o un parlante que ocasiona molestias irritantes por el volumen que se desajusta o en extraños zumbidos que obligan a nuestras manos a proteger los oídos.

El plano del acople remarca un episodio siniestro. Quiero decir que ofrece a la vista lo que se genera cuando algo disimulado, por recurrente o familiar, se descubre. Ante aquello que nos desestabiliza sorpresivamente aparece un gesto contradictorio, que puede abrigar adaptaciones a lo incongruente o aperturas hacia lo nuevo. Luego del acople algo parece modificarse. El concierto cambia de signo. La aglomeración, el gentío, deviene pantalla, máscara para el crimen.

El rostro de Amalia se carga de huellas o impresiones cruzadas. Al comienzo, cautiva de la audición, parecía enganchada en la armonía de Bach como el resto del público. Cierra los ojos, parece ausentarse para sentir. Cuando los párpados descubren sus pupilas de nuevo, la expresividad se modifica sutilmente, se endurece. Muy despacio, la mirada desvía su trayecto hacia el costado, intento de preservar la quietud y a la vez girar en dirección al responsable. Un resplandor cálido, como el que anticipaba la llegada del médico al otro lado de la calle, riega de luz el rostro de Amalia. Abruptamente, el montaje impone la salida de Jano, que se fuga. La secuencia culmina con una seña enredada. Amalia recibe la mirada de su amiga Jose (Julieta Zylberberg) y sonríe. El gesto dura pocos segundos pero encierra una fuerza turbadora, un entendimiento mudo, una alianza que complica aún más las cosas. “Inquietarse o sonreír, esta es la opción cuando lo extraño nos asalta; depende de nuestra familiaridad con nuestros propios fantasmas” sugiere Julia Kristeva escribiendo sobre lo siniestro.

 

¿Qué pasó? ¿Es la sonrisa esbozada un guiño cómplice, de cuidado y acompañamiento ante la íntima violencia que pudimos ver? ¿Puede ser alguna otra cosa? ¿Qué hacer con lo que vimos? ¿Cómo asimilar ese vistazo? ¿Por qué nos expone así esta imagen?

 

La transformación visionaria

A partir de este primer encuentro, Amalia se vuelve una sigilosa sombra que sigue de cerca a Jano, quien se siente vigilado, visitado por una respiración esquiva, que parece asediar los ambientes del hotel donde ambos se alojan. Ella lo observa, sigue sus movimientos, escucha sus conversaciones, busca sus olores. Lejos del “lugar común” de víctima aterrada y estática, la adolescente da vuelta la ecuación y persigue al doctor. Hay un cambio de posición y por lo tanto un cambio de signo también en él, que pasa de ser acosador a ser acosado. Martel expande el cortocircuito que suscita el acople como una mezcla desordenada de efectos que combinan diferentes problemáticas que pululan por la película, como el éxtasis religioso, el terror y el deseo.

Cerca del final, un segundo encuentro en el escenario del concierto callejero agrega otra vuelta de tuerca. En la calle, mientras vuelve a sonar la tétrica melodía del theremin, ese instrumento que emite música sin ningún contacto material, ella decide acercarse al doctor. Es el puntapié de un nuevo orden. Amalia no mira el espectáculo, no sucumbe a la vibración de la música sino que busca a Jano. ¿Qué quiero decir con esto? Quiero, con la complicidad de un una autora que piensa en cine de terror (Linda Williams), remarcar el instante cuando la mujer mira. Enfatizo que ella está alerta, detectando la presencia de él a la distancia. La mirada fija, deseante y curiosa de la niña-espectro muestra que no teme a lo diferente, marca una potencia, una apertura, en donde la mirada convencional (tipificada por la narrativa del cine clásico) señalaría una falta. Quiero decir que la ambigüedad instalada por el acople siniestro comienza a operar como una salida, una transformación. Ella parece despabilarse.

 

Amalia se acomoda antes de Jano y repite el gesto. Inmediatamente, el montaje impone la variante opuesta del vistazo cirujano inicial: una imagen que rememora y revierte el episodio inaugural. Vuelve el vistazo-flechazo, la desafiante frecuencia de visibilidad, la mirada incómoda y súper poderosa que nos confronta. La repetición marca una transformación. Dentro de la imagen, los cuerpos conservan sus posiciones (él atrás y ella delante), pero apuntando en dirección opuesta. La acción reveladora del encuadre cinematográfico vuelve a operar como una emulsión sensible; revela aspectos que de otro modo no habríamos percibido. Amalia refuerza su iniciativa y toma la mano de Jano. Ahora el miedo cambia de lado y es él quien siente inesperadamente la presión secreta y tapada de un cuerpo que se acerca. La mano del doctor tirita, se estremece.

Enseguida que él se agita, ella gira y lo enfrenta clavándole la mirada. La aparición de la mirada de la niña parece mover los cuerpos dentro y fuera de la pantalla. El efecto de sobresalto, típica respuesta física del cine de terror, hace sentir ese lugar expuesto, activo y afectivo de ser espectadores, testigos, mironas y mirones.

Allá por el 2004, con la estratégica silueta del espectro, Martel ya deslizaba entre sus imágenes una fuerza femenina que salta de la pantalla como un poltergeist. La niña Amalia con su eléctrica energía de deseo, cine y memoria colectiva, remite a cuestiones que vuelven y que están por venir, como una imparable fuerza de ajuste. ¿De dónde o hacia dónde ella vuelve o regresa? ¿Es la aparición de lo que no se puede borrar, el recuerdo vivo de víctimas que no deben ser olvidadas?

Los espectros merodean. Las niñas, las mujeres, las pibas, las travestis, las trans y todas las diversidades sexuales impulsadas por el temblor feminista también. Antes podíamos parecer invisibles, borroneadas, violentadas en las sombras. Ahora estamos desquiciando el tiempo, desencadenando preguntas, incomodando certezas. Una sacudida fuerte, un sobresalto, abre lugar a la transformación.