El diagnóstico parece unánime: la sociedad está rota, campea el individualismo, el sálvese quien pueda. De ahí, el avance del fascismo y las ideas de derechas, que prenden entre los jóvenes pobres, precarizados, tan explotados como desencantados, como fuego en pasto quemado. El panorama es desolador para el progresismo y sus discursos de integración de las diversidades, de empatía, de respeto de las diferencias.
La familia nuclear patriarcal es una estructura que precisa –para funcionar– de la hiperexplotación de la mujer. Que luego de las horas de trabajo asalariado o fuera del hogar retorna a esa iron maiden que son las tareas de cuidado y reproducción. La pandemia acrecentó lo que ya era evidente: a doscientos años del inicio del feminismo organizado (la Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstoncraft –madre de Mary Shelley– se publicó en 1792), la familia sigue siendo la estructura mínima de posibilidad del capitalismo: “Sin arriesgar o pagar nada, el capital se apropia (se roba) el excedente de trabajo generado un día sí y otro también por las productoras de subsistencia” (Bennholdt-Thomsen, 16), que es lo que permite el trabajo asalariado, ya que si las labores de subsistencias (alimento, higiene, crianza) no están solucionadas, difícilmente se accede a la “libertad” de alquilar la propia fuerza de trabajo al capital.
En efecto, “con la ayuda del Estado y de su policía, el capitalismo creó la familia, primero entre las clases propietarias y más tarde en las clases trabajadoras, y con ello creó también al ama de casa como categoría social” (Mies, 202).
Llegamos así al meollo del asunto: la familia patriarcal tradicional, núcleo mínimo de la sociedad, su melaza, es también la usina de explotación de esos seres sin clase que somos las mujeres. Simone de Beauvoir, de hecho, señala en El segundo sexo que “hombres y mujeres constituyen económicamente dos castas”(133). Casta: grupo social que forma una clase especial y tiende a permanecer separado de lxs demás. Porque no importa en qué clase nos fijemos, alta, media, baja, paupérrima, la mujer siempre estará un poco peor en cuanto a distribución de tareas y remuneración, que su compañero varón. “Las mujeres realizan dos tercios del trabajo mundial. A cambio, reciben el 10% del ingreso total y son dueñas del 1% de los medios de producción a nivel mundial. […] Los hombres realizan un tercio del trabajo mundial y son recompensados con el 90% del ingreso y el 99% de los medios de producción” (Bennholdt-Thomsen, 159).
“Solo aceptando la dominación de un marido se convierte (la mujer) en ama de casa” (de Beauvoir, 131). Lo dejó muy en evidencia la pandemia, cuando la disparidad de responsabilidades domésticas entre quienes cohabitaban un mismo espacio condujo a que muchas parejas y familias decidieran ponerle fin a la convivencia y, las que pudieron, probaron suerte separándose. A un siglo del ingreso masivo de las mujeres al mercado laboral y de su acceso a la educación (cuyas consecuencias inmediatas son mapeadas brillantemente por Gerda Lerner en The Creation of Feminist Consciousness o Virginia Woolf en Tres guineas), lo que posibilitó el inicio de la emancipación de las mujeres dentro del sistema capitalista, asistimos a un rechazo por primera vez generalizado respecto de esta estrategia de sujeción, explotación y secundarización que es la familia patriarcal. La familia feliz tipo poster de Coca-Cola sigue siendo un aspiracional, sin embargo. Pero choca con la desagradable comprobación de que solo es realizable si se está dispuesta a aceptar una distribución inequitativa de tareas en el núcleo familiar. Esa complicación irresoluble, ese ansiar la felicidad dentro de una estructura diseñada para la opresión, genera dolor, angustia, ansiedad. Autodescalificación y bronca. En hombres y mujeres. En los primeros porque de pronto descubren la escasez de aspirantas para el papel que, les vienen prometiendo desde pequeños, hordas querrían desempeñar. En las segundas porque lo sistémico se interpreta en clave personal: ¿Por qué no me quiere? ¿Por qué no soy feliz si no me falta nada?
Tercerizar estas labores en una asalariada solo pospone el problema, no lo resuelve, ya que no bien esa “ayuda” desaparece –por la razón que sea– las necesidades de la subsistencia vuelven a recaer sobre la(s) mujer(es) del hogar.
Junto con la crisis económica y las presiones del cogobierno con el FMI, esta pulseada explica y agrava –en mi opinión– el nivel de atomización social que cientistas sociales de distintas extracciones diagnostican como “rotura social”. Enfrentados al pedido (la mayoría de las veces catalogado como pasaje de factura) de una repartición equitativa de las tareas en el hogar como sine qua non para constituir una pareja, una vida en común, los varones ofrecerán la separación como alternativa: que cada une se ocupe de lo suyo. Hay por supuesto excepciones. Saludamos desde aquí a esos varones feministas.
Enfrentades con este panorama, ¿qué hacer?, para usar la pregunta de Vladímir Uliánov. “Desde una perspectiva feminista, la producción de vida es el principal objetivo de la actividad humana. […] los hombres han de compartir la responsabilidad en la producción inmediata de vida, en el cuidado de los hijos, el trabajo doméstico, el cuidado de los enfermos y mayores, el trabajo emocional, todos los trabajos hasta ahora subsumidos bajo el término ‘trabajo doméstico’ […] los hombres tienen que compartir este trabajo en términos de igualdad con las mujeres […] este ‘trabajo doméstico’ no podría remunerarse. Se trataría de trabajo libre en beneficio de la comunidad. Lo que quiere decir que cada hombre, cada mujer, cada niño, compartirían esta tarea, que en definitiva es la de mayor importancia” (Mies, 397). He aquí una salida feminista para la crisis social actual: una religazón comunitaria desde la igualdad radical entre hombres, mujeres y diversidades. La conformación de una nueva comunidad, desde abajo, sin privilegios, para todes. Porque si para Serafina Dávalos, el feminismo es un humanismo (Carbone, 2020), hoy el feminismo es la apuesta por un nuevo tipo de comunidad o, para quienes no teman a las palabras cargadas de historia, un nuevo comunismo que aloje a las mujeres en pie de igualdad con quienes deseen constituirse en sus compañeros.
La explotación capitalista de todo lo vivo, tal como la conocimos hasta ahora, está en crisis. Basta pensar en el cambio climático. Solo la violencia, simbólica y real, puntual y estructural, la mantiene en pie. La violencia que los discursos fascistas y de extrema derecha proyectan sobre una sociedad descontenta, la amenaza de exterminación para todes aquelles percibides como “otres”, solo puede ser enfrentada con más feminismo. Ha llegado el momento de amujerarse y construir un mundo de iguales.
Libros mencionados
- Veronika Bennholdt-Thompsen, “Why do Housewives continue to be Created in the Third World too?”, en Maria Mies, Veronika Bennholdt-Thomsen y Claudia von Werlhof, Women the Last Colony, Londres, Zed Books, 1988.
- Carbone, Rocco, Serafina. Feminista, Los Polvorines, Universidad Nacional de General Sarmiento, 2020.
- Simone de Beauvoir, El segundo sexo, Buenos Aires, Lumen, [1949] 2018.
- Lerner, Gerda, The Creation of Feminist Consciousness, Nueva York, Oxford University Press, 1993.
- Maria Mies, Patriarcado y acumulación a escala mundial, Madrid, Traficantes de Sueños, [1999] 2019.
- Woolf, Virginia, Tres guineas, Buenos Aires, Ediciones Godot, [1938] 2015.