Una niña de siete años que amo fue diagnosticada con “signos de desarrollo precoz”

Una niña, dos niñes, tres niños. De pronto, todas las alertas sobre transgénicos y agrotóxicos que organizaciones ambientalistas y movimientos campesinos vienen denunciando hace años tomaron carnadura, se hacen presentes en el cuerpo. Nos envenenan y no presentamos una resistencia masiva y determinante. La postpandemia nos devolvió a la doble y triple jornada, los cuidados sin políticas volvieron como carga y los alimentos sanos son un privilegio de minorías. La economía popular y las redes comunitarias, como los nodos de comercialización de alimentos a precios justos, deben complementarse con una política de estado que vuelva masivas esas experiencias. El cuidado debe transversalizarse en todos los aspectos: en la educación, el trabajo, la salud. Escribe Celeste Abrevaya.

Una niña de siete años que amo fue diagnosticada con “signos de desarrollo precoz”, una condición que implica el desarrollo prematuro de la pubertad, y que en los casos más graves, detiene el crecimiento antes de lo usual. 

Esta situación me sacudió como una patada ninja en el medio del pecho. La indicación de la pediatra fue contundente: basta de pollo, de soja, y basta de productos industrializados con conservantes. Los motivos: factores socioambientales. 

La noticia llegó en medio de la discusión en el Congreso por la ley de etiquetado frontal de alimentos, y a días del estreno de “Distancia de rescate”, la película dirigida por Claudia Llosa, basada en el libro con el mismo nombre de la escritora Samanta Schweblin, que narra desde la ficción las tragedias que se desprenden del uso indiscriminado de glifosato en la tierra. 

Venía escuchando casos similares. La hija de una amiga, la sobrina de otra, la hermana de una compañera, y así se acumulaban en mi espacio mental. De pronto, las alertas sobre transgénicos y agrotóxicos que organizaciones ambientalistas y movimientos campesinos vienen denunciando hace años tomaron carnadura. Nos envenenan alegremente y asistimos a ese espectáculo sin presentar una resistencia masiva y determinante. 

La distancia de rescate puede acortarse, el cuidado de la salud de nuestrxs hijxs y de nosotrxs mismos no puede esperar, y tampoco puede ser una cuestión de privilegio. Abruma y perturba. Indagar sobre estos temas es ingresar a un mundo que implica mucho trabajo, esfuerzo, dinero, dedicación y tiempo. Y sabemos que la pobreza del tiempo es el mal de nuestra época. Nunca es sencillo construir por fuera del sistema. Los obstáculos son infinitos, y el riesgo está en la inmovilización ante ese gigante, pero una vez que atravesas la matrix, y ves sus oscuridades, tomar la pastillita roja se vuelve inevitable y urgente. 

Con la pandemia, varias cosas quedaron en evidencia. El cuidado se impuso en el centro de la agenda. Pudimos identificar la centralidad del cuidado como factor indispensable para el bienestar. Pero para cuidar se necesita dinero, espacio, y tiempo. En un mundo en crisis por la aparición de un bicho que dio vuelta todo y puso en cuestión lo más elemental, los recursos son finitos, y los privilegios se vuelven más palpables. Las vacunas no se distribuyeron de forma equitativa, los laboratorios se negaron a liberar las patentes, aun cuando se sabe que con más personas vacunadas, más rápido frenaría la circulación del virus, y en consecuencia, veríamos más cercana la salida de una pandemia que ya se llevó más de 5 millones de vidas. Pero si rascamos un poquito más allá de lo evidente, el acceso a la alimentación saludable, es un problema que también tiene consecuencias concretas. Durante el tiempo en que se implementaron las medidas de aislamiento, la clase media/media alta mostraba en sus redes sociales sus obras culinarias caseras, que las podíamos hacer porque efectivamente contábamos con tiempo disponible para destinarlo a esa actividad. Hoy, cuando todo pareciera volver a (des)encarrilar, la vorágine vuelve a ponerse en marcha, y el tiempo vuelve a ser una variable escasa. 

El día empieza 6 y media de la mañana, hay que levantarse, vestirse, despertar a lxs chicxs, vestirlxs, darles el desayuno, salir al colegio, ir corriendo a laburar, tomarte 3 medios de transporte diferentes y atravesar una ciudad impiadosa, en el medio hay que almorzar, si no llegaste a prepararte la vianda, podes comprar el wrap de pollo con barbacoa que venden en el boliche de la esquina, y mientras comes en el escritorio, atragantándote, te tomas una cocucha light, se cumplen las 8/9 horitas de jornada, atravesas otra vez la misma impiadosa ciudad, buscas a tus hijxs, hay que hacer las compras, limpiar, ponerse a cocinar, hacer la tarea, bañarlxs, acostarlxs. ¿En qué momento se abre el espacio posible para amasar un pan de harina integral? ¿En qué ecuación entra el gasto de un pollo orgánico que no baja de los $1000, en un país en donde los empresarios no paran de aumentar los precios y la inflación escala sin techo? ¿Qué lugar tienen ahí lxs trabajadorxs que perdieron su empleo a causa de la crisis económica desatada por el COVID-19? 

No enfermarse no puede convertirse en un privilegio en una Argentina en la que la justicia social es una bandera histórica. La ley de etiquetado frontal es una victoria, es la punta de lanza de transformaciones muy necesarias, para reconstruir nuestro vínculo con la comida. Es la ventana a informarnos. Y, como sabemos, ya lo dijo Hobbes, la información es poder. O podemos atrevernos a reformularlo: la información es potencia. La ley nos iguala en relación al conocimiento, pero no zanja la diferencia en el acceso al consumo saludable. Pero esta no puede convertirse en una militancia sectorizada que interpele únicamente a quienes tienen los recursos para dar la batalla. Si el sistema alimentario, controlado por grandes empresas multinacionales, no puede garantizar la seguridad alimentaria de todas las personas, los gobiernos deben velar por ella, promoviendo la soberanía alimentaria, el derecho de cada pueblo, comunidad y país, a definir “sus propias políticas agrícolas, pastoriles, laborales, de pesca, alimentarias y agrarias que sean ecológicas, sociales, económicas y culturalmente apropiadas a sus circunstancias exclusivas. Esto incluye el derecho real a la alimentación y a la producción de alimentos, lo que significa que todos los pueblos tienen el derecho de tener alimentos y recursos para la producción de alimentos seguros, nutritivos y culturalmente apropiados, así como la capacidad de mantenerse a sí mismos y a sus sociedades” (Foro de ONG/OSC, 2002).

La economía popular, las construcciones desde abajo y las redes comunitarias, como los nodos de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) por mencionar un ejemplo, deben necesariamente complementarse con una política de estado que vuelva masivas esas experiencias, y que transversalice el cuidado en todos los aspectos: la educación, el trabajo, la salud. El tiempo, el dinero y el espacio para cuidar(nos) no puede convertirse en una triada retórica, sino que tiene que materializarse en líneas de acción concreta que nos permitan vivir una vida digna de ser vivida, en donde el bienestar pueda situarse en el centro de la escena. La información, los recursos concretos para acceder a alimentos saludables, y el tiempo para producirlos, deben convertirse en una exigencia urgente. En ese sentido, el mundo avanza lentamente hacia un esquema laboral que transforme el paradigma ya anacrónico del trabajador o trabajadora que produce incesantemente durante largas jornadas. Este nuevo paradigma, no sólo vuelve más eficiente la tarea, sino que contempla e integra las necesidades de cuidado y autocuidado de las personas, comprendiéndolas como un vector fundamental de las desigualdades de género y de clase. 

Hace unos días comenzó en Glasgow, Escocia, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático del 2021, en donde representantes de más de 100 países llegaron a un acuerdo para la próxima década que consiste en frenar y revertir la deforestación así como reducir un 30% las emisiones de metano, uno de los gases que provocan el calentamiento global. Según estimaciones, el 23% de las emisiones mundiales de dióxido de carbono proceden de actividades como la tala, la deforestación y la agricultura. 

La naturaleza está pidiendo a gritos una transformación profunda, y está dando señales claras sobre los efectos que provoca que la economía se centre en el mercado, en lugar del cuidado.

La niña que amo es también parte de todo eso, y la distancia de rescate para acudir a ella, y a tantas otras y otros en caso de peligro, está en la posibilidad que nos demos de organizarnos y exigir a las empresas y a los gobiernos, que la vida esté por encima de todo lo demás.