[…] la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio motivado por el robo: en una palabra, la violencia fueron los pilares de este proceso [el establecimiento de las bases del sistema capitalista]
Silvia Federici
Hablamos de crisis, hacemos mal. “El mercado” no existe, por más que los discursos hegemónicos martillen con él, con su volubilidad, a diario para volver más aceptable (lógico) lo que nos pasa por las cuerpas. Tal como historiza brillantemente Silvia Federici en Calibán y la bruja (Tinta Limón, 2015), el pasaje de la Baja Edad Media al capitalismo temprano fue posible gracias al ejercicio de una violencia descomunal. Primero, en forma de desalojos y muerte; luego, ya implantados los nuevos mecanismos del intercambio monetario, gracias al hambre. El hambre es lo que sujeta a hombres y mujeres a un salario, cada vez más miserable. “Esta [la destrucción del modo de vida campesino medieval, que contaba con tierras comunales, es decir, de todes, en donde se cazaba, se juntaba leña, se hacían reuniones para la autodeterminación comunitaria] no fue una tarea de la mano invisible del mercado, sino el producto de una política estatal que impedía a los trabajadores organizarse, mientras daba a los comerciantes la máxima libertad para el establecimiento de precios y el movimiento de mercaderías” (135). Estamos en el siglo XVI: primero, los poderes de hecho avanzan sobre las tierras comunes, las vallan, expulsan a sus moradores; quien no tiene tierra, no tiene dónde vivir, no tiene derecho de permanencia en ningún lado, se vuelve por lo tanto nómade, mendicante. Al mismo tiempo, suben los precios de los alimentos. Se encarecen sin lógica ni proporción (Alfredo Sainz y e Ignacio Federico, “Pese a que el dólar empieza a ceder, continúa el traslado a precios de la devaluación, La Nación, 02/11/18). Quienes habían luchado por la libertad, para salir de la servidumbre (vínculo que ataba a les comunes a un señor feudal de por vida), se ven obligades a luchar por la comida, para no morir de hambre a causa de la especulación “del mercado”. “En Amberes, en septiembre de 1565, ‘mientras los pobres literalmente se morían de hambre en las calles’, un silo se derrumbó bajo el peso del grano abarrotado en su interior” (133).
La crisis no existe: son estrategias ya probadas innumerable cantidad de veces para reducir a la mayoría de la población al hambre, a la desesperación, a la mera supervivencia. “Lo que siguió fue el empobrecimiento absoluto de la clase trabajadora, tan extendida y generalizada que, hacia 1550 y durante mucho más tiempo, los trabajadores en Europa eran llamados simplemente ‘pobres’ […] ‘En Castilla la Nueva […] trabajo asalariado y pobreza eran considerados sinónimos’” (136).
¿Qué hacer? es la pregunta. Tanto la Cámara Argentina del Libro como cualquier actor o actriz de la cadena del libro están dando desde hace un tiempo la voz de alarma sobre el estado calamitoso del sector, la (en breve) imposibilidad de supervivencia para la mayoría de los sellos locales. Parece evidente que nadie va a salvarse acatando las reglas de quienes vinieron para pauperizarnos de manera brutal. Es necesario pensar de manera creativa, en contra (“a contrapelo”, diría Viñas) de todo lo que hemos aprendido y hemos hecho hasta aquí y consideramos “natural”. Debemos pensar en contra del savoir faire editorial tradicional.
Desde que arrancó la FLIA (Feria del Libro Independiente y Alternativa) como contra-Feria Internacional del Libro de Buenos Aires en 2006, entre les editores nacionales siempre hubo coqueteos asociativistas que la mayoría de las veces tuvieron escasa sobrevida. Compartir imprenta para abaratar costos, comprar papel de manera colectiva para abaratar costos, compartir distribución (para… abaratar costos): ideas que todes tuvimos e intentamos llevar a la práctica con compañeres de sensibilidades compartidas. Más pronto que tarde, la distancia entre presupuestos y tamaños, cantidad de títulos por año, periodicidad y un sinfín de variables complejas (de las cuales una –no menor– es el orgullo feroz que cada editore siente por su catálogo, su propia, verdadera, obra literaria), dejaron esos impulsos en meros deseos. No hay, pareciera, entonces, cómo combatir la poderosa embestida de “el mercado”. Inmóviles en la cubierta del Titanic, nos distraemos con la música agónica del último violín, mientras todo se va a pique.
Al violín es imperativo devolverle el tin tin (esa es la cosa): aun con estos fracasos cooperativistas a cuestas, tiendo a creer que existen muchas otras maneras de colaboración solidaria que nos ayuden y fortalezcan como sector a salir adelante. Empezando por deshacernos del término hoy ya inútil de “editore independiente”, que se distingue del “editore artesanal”, del “editore comercial”, etc. Como escribió Damián Ríos en el blog de Eterna Cadencia, “En la Argentina no sobra ninguna editorial”. No vamos a poder resistir poniendo en práctica las reglas de quienes se benefician con nuestra ruina, sencillamente porque están hechas para arruinarnos. La primera de esas reglas es divide et impera. “La cooperación desapareció cuando la tierra fue privatizada y los contratos de trabajo individuales reemplazaron a los contratos colectivos. […] La cohesión social empezó a descomponerse; las familias se desintegraron, los jóvenes dejaron la aldea para unirse a la creciente cantidad de vagabundos o trabajadores itinerantes […] mientras que los viejos eran abandonados a su suerte” (124).
Lectores, libreres, escritores, trabajadores de la palabra, editores, distribuidores, dependemos hoy de la posibilidad que tengamos de pensar nuevos mundos por fuera de las lógicas de la renta. Si nos da paja, el final ya lo sabemos.