Son las seis de la tarde y no hice un mango en todo el día, nadie se acercó siquiera a preguntar la hora así que cierro los ojos y escucho: “¿Vamos, Morocha?”. Le tiro cinco mil y pienso qué haría con eso.
Con los cinco mil sacaría el cocó de la carterita roja, hurguetearía con las manos para encontrarlo pero quizás no lograría dar con él tan fácil así que me latería el corazón, inmediatamente trataría de hacer memoria en donde se me podría haber caído cual juego de rompecabezas. ¿En las escaleras mecánicas del subte de la Línea E? ¿En el umbral de la puerta de mi casa cuando sacaba las llaves del bolsillo chiquito? Pero como siempre ese mal viaje desaparecería cuando mis dedos sintieran el plástico suave como una seda, a continuación agarraría la SUBE abriría la venus de jalea, sacaría un poco con la tarjeta, la esparciría por el plato color verde agua que tanto me halaga la vecina chusma. No calentaría el plato porque estaría demasiado apurada y soy ansiosa.
Aplastaría el manjar, lo peinaría como mamá lo hacía hilando mis trenzas cosidas, con ternura, desenredando cualquier nudo sin arrancar nada de su lugar. Empezaría a armar las hileras de mi hermoso accesorio. Agarraría el billete de 20 pesos que seguramente estaría en un vaso blanco al lado de una rosa de plástico, lo enrollaría bien pequeño para mis orificios de ratita.
Mediría cuidadosamente el billete y la distancia.
Es suave y muy amable y yo me dejaría llevar sin ninguna preocupación y al cabo de un par de minutos estaría colocada, en mi punto, lista para arrancar la limpieza de mi casa.
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