Los cuidados comunitarios como forma de vida y bien común

Alguien alimenta a la mayoría de los y las argentinas, y no es ni el Estado ni el mercado. Los cuidados comunitarios en la Argentina constituyen un bien común y un sostén económico para grandes porciones de la población. En esta crónica en tres tiempos contamos cómo se organizan los cuidados comunitarios en diferentes territorios del país: Santiago del Estero, Chaco y La Matanza. Nos basamos en Cuidados Comunitarios, una investigación producida por la Asociación Civil Lola Mora y ONU Mujeres, que viene a reponer la falta de datos respecto del sector, sin los cuales cualquier política pública, cuando la hay, resulta fallida. Mientras el Estado se retuerce en su ausencia, los cuidados comunitarios los organizan diversos actores sociales como una forma de vida más allá de los momentos de crisis, y los lideran las mujeres.

Fotos: Gentileza Lola Mora / lustraciones: Emilia Tauil

La tierra se levanta en polvo cuando pasa la moto. Son casi las cinco de la tarde y, en Pozo Mositoj, los niños ya volvieron de la escuela. Algunos van en bicicleta, otros caminan, “acompañándose”, como dicen las madres. Al costado del camino, una mujer encierra los cabritos en el corral. Su hija, de doce, reparte agua con una lata: primero a las gallinas, después a los perros. “Si no lo hacemos ahora, después se hace de noche y no se ve nada”, dice la madre, que vive en esta comunidad en el Departamento de San Martín, en Santiago del Estero, desde que existen el día y la noche.

En el monte santiagueño cuidar es una tarea que no se sabe cuándo empieza y cuándo termina. Cuidar es buscar leña, criar pollos, tejer, cocinar, acompañar a los viejitos, conseguir agua. “Cuidar es todo”, dicen las mujeres. Y en su boca no suena a figura retórica: es una definición de mundo.

Según el informe Mujeres rurales y cuidados en el Gran Chaco. Provincia de Santiago del Estero, de la Asociación Lola Mora y ONU Mujeres, realizado junto a mujeres teleras del Departamento de San Martín y productoras de la agricultura familiar del Departamento de Río Hondo, el 91% de las mujeres rurales realiza cuidados diariamente, aunque sólo el 11% recibe algún tipo de remuneración. Y eso que más del 60% dice sentirse sobrecargada. “Estoy trabajando todo el día. Hago una cosa y al rato otra”, cuenta una mujer de Río Hondo.

En San Martín las viviendas, en su mayoría de adobe, techos de pasto y chapas (que facilitan la recolección de agua de lluvia), no tienen acceso a agua potable ni gas natural. Allí, las adolescentes cumplen un rol crucial: cuidan a sus hermanos, hacen labores en la cocina y colaboran con el acarreo del agua. Las distancias son eternas y el 74% de las mujeres no tiene agua potable.

Foto: un espacio común familiar en el Departamento de San Martín (Santiago del Estero)

La presencia de la iglesia a través de las llamadas “comunidades de base” se mantiene desde hace décadas y genera un fuerte sentido de pertenencia de las mujeres. El entramado social incluye asociaciones y cooperativas que nuclean a mujeres productoras, a través de las cuales se han gestionado ayudas económicas para sus socias a nivel provincial. Con esos recursos financian la compra de insumos para la producción (lana de oveja y algodón), mejoran la infraestructura (techos para los telares) e instalan fuentes de energías alternativas como paneles solares.

En el departamento Río Hondo, donde hay una de las mayores concentraciones de población de la provincia, las familias se han visto afectadas por el avance de grandes productores que realizan cultivos extensivos. El uso de agroquímicos se aplica con avionetas y contamina plantas, animales y la salud de las personas. 

En esa situación, la red de cuidados es extensa y a la vez invisible. Algunas familias residen en viviendas separadas entre sí pero cercanas; comparten la comida, lo cual facilita administrar el tiempo y posibilita abaratar gastos de alimentación compartiendo la “olla común”. Ese tiempo compartido para preparar la comida, almorzar y lavar los platos, permite distribuir esfuerzos y facilita que madres, hijas y abuelas puedan hacer otras actividades sin descuidar a bebés, niños/as, personas con discapacidad. 

Una mujer relata: “Tengo una viejita, no es familia, pero voy siempre a verla, a tomarle la presión”. Otra cuenta que gestionó con los bomberos la mudanza de una vecina desalojada. Las camachej (lideresas del pueblo indígena tonocotés), son clave: consiguen paneles solares, módulos alimentarios, materiales para aljibes. “Tengo que cuidar en mi casa y también acá”, resume una.

La mayoría no considera el cuidado como un “trabajo”. Solo el 15% cree que debería ser remunerado. Pero algunas jóvenes lo cuestionan: “Debería ser tarea de todos, no solo de nosotras”. En sus voces empieza a gestarse otra concepción: una que no naturaliza el sacrificio.

Foto: Una mujer cuida los animales en el Departamento de Río hondo (Santiago del Estero)

Ellas relacionan el concepto de trabajo directamente con el tiempo, la productividad y la generación de ingresos. Cuando piensan en un “apoyo económico” se entiende que debería venir de una política estatal, y en ese punto son las intendencias y municipios quienes se constituyen como los principales referentes de la política pública para la canalización y resolución de las demandas en el ámbito rural.

El sistema de cuidados en estas comunidades se sostiene con creatividad y audacia, pero también con financiamiento fragmentado. Solo el 18% de las organizaciones consultadas accede actualmente a financiamiento estatal. Dentro de las tareas de cuidado que desempeñan las mujeres en la comunidad, se destaca la gestión para el acceso a políticas estatales para resolver necesidades de los/as vecinos/as.

Los ingresos más estables provienen de programas sociales: Asignación Universal por Hijo (AUH), pensiones o los programas Volver al Trabajo y Acompañamiento social, que reemplazan al Potenciar Trabajo, y que están estancados hace meses en 78 mil pesos (poco más de 65 dólares). “Sin eso no podríamos hacer nada”, repiten muchas. En 2024, los recortes a estos programas impactaron en la organización comunitaria y familiar. 

Las mujeres que tienen roles de liderazgo dentro de sus organizaciones sienten la responsabilidad de cuidar a sus compañeras/os de grupo u organización, especialmente expresaron una preocupación constante por tratar de brindarles alternativas para garantizar el sustento diario a las familiares o vecinos/as que forman parte de esos espacios.

En Río Hondo, desde hace varias décadas, las instituciones nacionales como el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria), INAFCI (Instituto Nacional de la Agricultura Familiar, Campesina e Indígena) y el programa Pro–Huerta trabajaban (hasta que el gobierno de Javier Milei eliminó estas dos últimas) en los territorios para mejorar los procesos productivos y de comercialización y para desarrollar estrategias asociativas, entendiendo que la alimentación es un derecho fundamental para garantizar el cumplimiento de otros derechos. En San Martín, sin embargo, no sucede lo mismo.

Accedé al informe Mujeres rurales y cuidados en el Gran Chaco. Provincia de Santiago del Estero, de la Asociación Lola Mora y ONU Mujeres. (Ilustración: Emilia Tauil)

En ambos casos, en los relatos sobre las actividades diarias, aparece una superposición entre diversas tareas productivas y de cuidados, un recorrido continuo sin cortes ni pausas donde se manifiesta la preocupación por aprovechar al máximo el tiempo y “no estar de vicio”, expresión que significa no tener momentos de descanso y ocio.

Las mujeres rurales no separan la reproducción de la vida del trabajo productivo. Producen dulces, harinas del monte, panificados. Los venden o los intercambian. Las tareas domésticas y de cuidado se agravan por la infraestructura: el acarreo de agua insume hasta 6 horas diarias; la recolección de leña, otras tantas. El gas envasado no siempre alcanza. Cocinar, entonces, es un esfuerzo colectivo. Según sus palabras, las mujeres rurales cuidan a las personas, pero también al monte, a los animales, a los cultivos. Como señala el informe Producir y reproducir la vida. Mujeres rurales y cuidados en el área del Gran Chaco argentino, de Lola Mora, los cuidados se organizan como una “trama” comunitaria que excede el ámbito familiar y desafía las fronteras entre lo público y lo privado.

Inversión Pública en Cuidados
En los últimos años, algunos gobiernos de América Latina y el Caribe han avanzado en la propuesta de implementación de sistemas de cuidado. En el Compromiso de Buenos Aires, firmado durante la XV Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe en noviembre de 2022, los gobiernos de la región se comprometieron a avanzar en ese sentido, y movilizar para ello recursos fiscales.El proyecto Cuidados Comunitarios, de ONU Mujeres y la Asociación Lola Mora, realizó estimaciones del esfuerzo fiscal necesario en tres provincias (Neuquén, La Rioja y Buenos Aires) para mejorar la cobertura de los cuidados en materia de educación inicial y primaria, educación especial, salud y cuidados de larga duración, de acuerdo al déficit actual en esos servicios para mejorar la cobertura.Los resultados mostraron que, aumentando unos pocos puntos del presupuesto en cuidados, es posible alcanzar a gran parte de la población demandante y mejorar la calidad de las prestaciones. Esto genera puestos de trabajo en esos sectores y también en otros vinculados, deja tiempo libre a las mujeres (mayormente) que cuidan, para estudiar o emplearse en el mercado de trabajo, y motoriza la economía (aumentan el consumo, la recaudación fiscal, etc.). 
Fuente: FINANCIAMIENTO DE SISTEMAS DE CUIDADO EN ARGENTINA, AC Lola Mora y Onu Mujeres (2025) 

Los cuidados como tecnología de supervivencia en el Chaco

El polvo también quema en Chaco. En los márgenes del monte, entre caminos que se anegan con las primeras lluvias, el calor es espeso. Alguien dijo que andar caminando en el campo chaqueño es como nadar de pie en un medio gaseoso. Justamente, lo que falta es el agua; y la tierra, muchas veces, no es propiedad de nadie que camine por allí. 

En los lotes rurales de Pampa del Indio, entre árboles estoicos y gallinas sueltas, las Madres Cuidadoras de la Cultura Qom (MCCQ) sostienen una organización que nació cuidando hijxs ajenos, mientras sus madres iban a cumplir con los requisitos del Plan Jefas de Hogar, en plena crisis de 2001. De ese gesto elemental —cuidar mientras otra trabaja— forjaron un proyecto que hoy abarca lengua, identidad, monte, alimentos. 

“Cuando enseñamos nuestra lengua, estamos cuidando a nuestro pueblo”, dice una de ellas, en el informe Mujeres rurales y cuidados en el Gran Chaco. Provincia de Chaco, de la Asociación Civil Lola Mora y Onu Mujeres, y en esa frase se condensa una cosmovisión: el cuidado no es solo atención al cuerpo individual y físico, sino transmisión cultural, resistencia lingüística, defensa del territorio y de la comunidad.

Accedé al informe Mujeres rurales y cuidados en el Gran Chaco. Provincia de Chaco, de la Asociación Civil Lola Mora y Onu Mujeres. (Ilustración: Emilia Tauil)

Pero el cuidado aquí no es un concepto abstracto. Es también cargar baldes de agua por la noche, es cocinar para el merendero aunque la harina falte. Es pedir donaciones, gestionar con el Ministerio de Desarrollo Humano, dar clases, sembrar. 

En Roque Sáenz Peña, a 120 kilómetros de allí, otras mujeres también se organizan. Algunas integran la Unión de Trabajadoras y Trabajadores Agrarios Autogestivos (UTTAA). Otras viven en parajes rurales y sobreviven sin vínculos formales con ninguna organización. 

Cinthia Gauna, una de las integrantes de UTTAA en Roque Sáenz Peña, Chaco.

En todos los casos, el aislamiento, la falta de transporte, la precariedad habitacional y la exposición a agrotóxicos delinean la vida cotidiana. Muchas viven en casas prestadas a cambio de trabajo. Algunas en ranchos de chapa y lona. Todas cuentan historias de violencia, desalojos y pobreza estructural. 

La escuela rural y los comedores funcionan como centros de la vida comunitaria. En el barrio Ensanche Norte, en la periferia de Sáenz Peña, por ejemplo, dos merenderos alimentan a más de 100 niños, dos veces por semana. “No tenemos nada, pero algo hacemos”, dice una de las responsables. 

¿Quiénes sostienen esas vidas que necesitan agua y alimentos? El sistema de cuidados, como en otras zonas rurales del país, se sostiene sobre cuerpos feminizados. En los lotes familiares de Pampa Grande, las mujeres organizan los cuidados con una lógica comunitaria en el marco de la familia ampliada: el cuidado de niños/as cuando los adultos/as de una familia tienen que salir de sus hogares (principalmente por trabajo o por razones de salud) es comunitario; la alimentación también se comparte comunitariamente de manera cotidiana, los almacenes de todas las casas son suministro común al momento de preparar una comida. 

Frente a la escasez (y cierta desidia institucional), se alza la lógica solidaria: el cuidado como forma de vida y como bien común. Luego de la pandemia por el covid-19 se produjo un incremento sostenido de la demanda alimentaria que derivó en la multiplicación, y en algunos casos el colapso, de comedores y merenderos comunitarios con diferentes niveles de estabilidad. “De algún lado conseguimos leche, harina, hacemos pan casero, torta frita. No alcanza, pero seguimos”, cuenta una mujer que gestiona uno de los comedores en Sáenz Peña.

Nada es simple, la complejidad de la situación incluye que en la comunidad Qom existe una desconfianza con los dispositivos estatales o cualquier institucionalidad que intervenga en las dinámicas familiares básicas de cuidado y alimentación. “En la historia nuestra como cultura Qom no usamos eso. Seguramente se pueda levantar algún lugar pero no va a funcionar porque vivimos en una cultura de lo solidario, del apoyo familiar. Por ejemplo, si muere una madre las tías quedan a cargo del hijo o el bebe y todas las tías van rotando para que esa criatura nunca se sienta sola.”

Salón comunitario de Madres Cuidadoras de la Cultura Qom (MCCQ).

El rol de las mujeres indígenas y su participación en actividades de cuidado comunitario ha involucrado históricamente la salida del espacio doméstico y eso ha sido objeto de críticas dentro de la comunidad. Para legitimar su presencia en el espacio público, las mujeres construyeron un discurso anclado en la maternidad y en la cultura, a través del cual defienden su nuevo espacio de capacitación y trabajo y de esta forma justifican su salida del espacio doméstico. 

En cuanto a las mujeres de Roque Sáenz Peña, la naturalización de los roles de género se profundiza a partir de las condiciones de emergencia social. Aunque no se perciben como trabajadoras, sobre todo las mujeres de la ruralidad, se describen a ellas mismas, protagonizando extensas jornadas laborales.

Eso es lo “normal”: “Ya estoy acostumbrada, es lo normal. Solo tenés que levantarte y empezar a trabajar. Cuidar a los chicos, a los animales. Nunca pensé otra cosa”, dice otra mujer.

Cuidar, entonces, no es solo una tarea: es una forma de entender el mundo. En las palabras de una referente Qom: “Cuando enseñamos nuestra lengua, estamos cuidando a nuestro pueblo”. Los cuerpos, las plantas, el agua, la lengua, todo forma parte de una misma red de interconexiones sin las cuales la vida sería imposible, una red de interconexiones que son la vida comunitaria misma.

En estos territorios el cuidado adopta formas diversas, pero se sostiene con la misma lógica: es invisible, está feminizado, no se remunera y, aun así, es esencial. 

Financiar los cuidados comunitarios
Los cuidados comunitarios son una vía fundamental que tiene a disposición el Estado para alcanzar a estos segmentos de la población con políticas de cuidado, a la vez que vuelven más eficiente y democrática la gestión de recursos. Como sugerencia, el estudio de Lola Mora y Onu Mujeres propone a los gobiernos que incluyan a los cuidados comunitarios en la planificación y presupuesto de políticas públicas como oferentes de cuidados (alimentación, jardines, educación, cuidados de personas mayores, acompañamiento en situaciones de violencia de género, salud comunitarios, etc.) En Argentina el sector de cuidados comunitarios ha superado el millón de trabajadores y trabajadoras, equivalente al 5% de la población ocupada en marzo de 2023. De los espacios comunitarios que se consideran parte del conjunto de cuidados, el de mayor incidencia es el de comedores y merenderos, que concentra aproximadamente el 65% de los trabajadores y trabajadoras del sector. Si bien su surgimiento puede estar asociado a situaciones de emergencia alimentaria, con el tiempo estos espacios comienzan a integrar otras funcionalidades, transformándose en organizaciones territoriales con trayectorias vecinales, como centros de cuidado infantojuveniles, centros culturales barriales, talleres de arte y, en general, espacios para la socialización de niños/as, adolescentes y jóvenes. 

La Matanza: sostener con lo que hay

Bajo la sombra de un sauce criollo, en un terreno pelado del barrio San Ignacio, una mujer revuelve una olla enorme con un palo de escoba. Es verano en González Catán (en la zona oeste del Gran Buenos Aires), la tierra está húmeda y encharcada, los perros dormitan al sol y hay una hilera de chicos y chicas con tuppers en la mano. “Empezamos con una copa de leche debajo de este árbol —cuenta Marta, la referenta del espacio—. Después nos prestaron una carpa. Hoy tenemos techo propio, pero cada vez viene más gente.”

La escena no es excepcional. Se repite —con sus variaciones mínimas— en otros barrios de La Matanza, donde los cuidados dejaron hace rato de ser una cuestión de las familias puertas adentro y pasaron a ser asunto de la comunidad. Cuando la comida no alcanza y el Estado distribuye cada vez menos, las respuestas nacen en patios prestados, cocinas improvisadas, iglesias vacías, clubes que se convierten en comedores, jardines comunitarios o centros integrales sostenidos a pulmón —una caracterización de estos espacios puede leerse en el informe Fortalecer los cuidados comunitarios aquí—.

Accedé al Mapeo de Espacios de Cuidados Comunitarios en La Matanza (Ilustración: Emilia Tauil)

Desde 2013 —en este caso—, y sobre todo desde la pandemia, los cuidados comunitarios se han vuelto una estructura solapada al Estado y al sector privado que sostiene lo básico: el derecho a vivir. En su mayoría, estos espacios están liderados por mujeres. Muchas de ellas sin salario estable, sin reconocimiento legal, sin derechos laborales. “Lo hacemos porque si no venís, los chicos te esperan”, dice otra de las trabajadoras. Y eso basta como incentivo.

Los comedores y centros comunitarios no son ONG con sede, ni fundaciones con oficinas. En el barrio 28 de octubre en Ciudad Evita (La Matanza), por ejemplo, el primer merendero funcionó en una casilla con piso de tierra. “No se podía estar con los chicos”, recuerda su referenta. Se mudaron a una iglesia y luego levantaron su propio espacio. Hoy persisten sin ayuda del Estado, con robos frecuentes, pero con una certeza: no pueden cerrar. “Aunque hayamos dejado de cobrar, nadie dejó de venir”.

El relevamiento de Lola Mora y ONU Mujeres “Cuidados Comunitarios”, en especial el Mapeo de Espacios de Cuidados Comunitarios en La Matanza,  encontró que el 85% de los espacios de cuidados comunitarios ofrecen servicios alimentarios, y que en muchos casos la primera forma de ayuda fue un plato de comida o la “copa de leche”. 

Más de la mitad de las organizaciones relevadas en La Matanza surgieron en los últimos cinco años, muchas en plena pandemia, cuando el aislamiento volvió aún más urgente la necesidad de una red cercana. El 77% sólo actúa en su barrio, pero a través de redes informales —como grupos de WhatsAp— comparten datos de entrega, se articulan y cubren lo que el otro no llega a cubrir. “El que retira a la mañana en un comedor, va a la tarde al otro merendero”, resume una referenta de Ciudad Evita.

En promedio, estos espacios asisten a entre 100 y 500 personas cada semana. Pero no hay cifras que expliquen del todo lo que pasa cuando llega alguien con un tupper vacío. Todos los espacios que brindan comida están teniendo más demanda y no dan abasto con la cantidad de porciones que reparten por día. Muchos comenzaron a reducir el tamaño de las porciones para poder cubrir a más personas. Hay veces que los adultos mayores piden doble ración, para guardar para la noche. Hay chicos que se llevan comida del jardín comunitario para sus hermanos. Hay adultas que, después de cocinar horas, sacan una porción para sí mismas. Cuidar a otros, también es una forma de sobrevivir.

Hasta hace poco, la mayoría de las trabajadoras comunitarias percibían algún tipo de ingreso gracias al programa Potenciar Trabajo. Algunas, además, accedían al Plan Nexo, que les duplicaba el monto si dedicaban más de cuatro horas por día a su tarea. Eso permitía, al menos, pagar el colectivo o comprar los fideos. 

En 2024, con el ascenso de Javier Milei y su modelo económico, ambos programas se redujeron o fueron eliminados. Además, el monotributo social dejó de ser gratuito. La comida para los comedores no llegó más. Las acusaciones mediáticas sobre “punteros” y “comedores fantasma” hicieron el resto. En 2024, a partir de un conjunto de transformaciones en materia de política social por parte del gobierno nacional, los espacios comunitarios, en particular los comedores, fueron foco de campañas de desprestigio.

Pero, si bien la principal fuente de financiamiento está constituida por programas o subsidios del Estado, muy pocos funcionan exclusivamente a partir de ellos: menos de un tercio. Y es que, ante el retiro del Estado, son las trabajadoras comunitarias quienes suplen los recursos faltantes (ya sea tiempo, insumos o dinero) para sostener el servicio brindado. “Cuando vimos cómo venía la mano, lo charlamos y pensamos estrategias para salir”, “la cocina la armó mi marido con unos fierros, inventamos hornallas y un mechero”, son testimonios que hablan de estrategias de subsistencia enraizadas en la creatividad del hacer mucho con poco, y que exceden las lógicas de financiamiento tradicionales. Aunque no haya carne, hay lentejas. Si la garrafa se la robaron, se vuelve a cocinar con leña. 

El ajuste social no sólo vacía ollas; desarma tejidos. Los chicos dejan la escuela. Algunas adolescentes comienzan a cartonear. Otras, directamente, entran al circuito narco. Los robos aumentan. Los comedores que cierran ya no pueden avisar a los otros que alguien está en riesgo. Cada espacio que cae, es una red que se debilita. Una línea menos de defensa en un territorio cada vez más incierto. 

El relevamiento muestra que el 85% de quienes trabajan en estos espacios son mujeres. Muchas también son migrantes (un 41% de los espacios cuenta con personas migrantes en sus equipos). Algunas son parte del colectivo LGBTTIQ+. Todas saben lo que es sostener sin ser reconocidas. A menudo, su único salario es la gratitud del barrio. Pero eso no es suficiente. Ellas lo dicen: “Sí, lo hacemos por vocación. Pero también es un trabajo. Y no cualquier trabajo: es el que hace que la vida sea posible”.

A las seis de la tarde, el calor cede y vuelve el sonido de los grillos y los cacharros. La mujer que guardaba los cabritos en Santiago del Estero ahora enrosca un hilo teñido de rojo. Su hija lava los platos con el agua que quedó. “A veces no tenemos mucho, pero hacemos entre todas”, dice. En este rincón de Argentina, cada día se comprueba que para que todas las cosas vivan es necesario que alguien trabaje para que eso sea así.

El proyecto Cuidados Comunitarios (2023-2024), llevado adelante por la Asociación Lola Mora en conjunto con ONU Mujeres, tiene entre sus objetivos la producción de conocimiento sobre los cuidados y los cuidados comunitarios en zonas urbanas y rurales de la Argentina, el fortalecimiento de estas experiencias y su visibilización y reconocimiento como trabajo. Más info en https://asociacionlolamora.org.ar/proyecto-cuidados-comunitarios/