Ilustraciones: @Seelvana
Hay una chica en un restaurante. Todavía tiene 23 años dentro de su fantasía, y a su amor sentado enfrente, cuando todo iba bien en la relación. Pero sigue sentada ahí, quieta, con las piernas cruzadas, desde hace mucho. Más que horas o días. Se separaron algunos amigos, otros se casaron. Nacieron bebés, se murió gente. Tal vez pasaron meses o años. Ella no quiere saber, no entiende bien. Algunos recuerdos vuelven. “Te juro, podías oír caer una horquilla justo cuando sentí que se detenía el tiempo. Vidrio roto en la tela blanca. Todos siguieron adelante. Y me quedé ahí”, dice. En la penumbra, en un rincón, cuenta que los fósforos se queman uno tras otro, que las páginas pasan y se pegan unas a otras. Asegura que ella está justo donde él la dejó. “No me dejaste más remedio que quedarme acá para siempre”, avisa, a la caza de algo. El tiempo pasó para todos, menos para ella. Y clama: “Auxilio, todavía estoy en el restaurante”.
La chica, cuando cuenta su historia, conjuga el verbo espectral to haunt: “Still sitting in a corner I haunt” [sigo sentada en un rincón al acecho]. Pide ayuda, que por favor la rescaten. “Did you ever hear about the girl who got frozen?” [¿alguna vez escuchaste acerca de la chica que se quedó congelada?], pregunta en un lamento folk. La autora de esta historia perfecta de fantasmas, casi clásica o de manual, es Taylor Swift. Es la canción “Right where you left me” [exactamente donde me dejaste], del álbum Evermore, de 2020. ¿Es literatura? Por supuesto. ¿Es de género terror? Pues claro.
Taylor no fue la primera. Kate Bush hizo algo similar en “Wuthering Heights”, la primera canción de The Kick, su álbum debut de 1978. La letra está inspirada en Cumbres Borrascosas. “Tengo tanto frío, dejame entrar en tu ventana”, “Demasiado tiempo deambulo por la noche”, “Estoy volviendo a casa para marchitarme”, canta con una rareza inquietante, repleta de progresiones armónicas inusuales, con frases irregulares y largas. Es un fantasma que reclama, que insiste, como hacen los fantasmas. La artista inglesa escribió eso en una sola noche, a los 18 años. Como Mary Shelley con su Frankenstein.
Todo es terror, si pensamos en la mujer a la hora de contar historias. Como autoras, aunque no estemos apuntando a eso, en general usamos elementos del horror. Porque es nuestro género (el literario y el femenino) el que nos deja congeladas, invisibles, pidiendo auxilio en el restaurante. En el de cada una. La indagación, la búsqueda creativa, siempre bordea el momento en que todo se detiene y cambia. Sobre eso, o con eso, escribimos. Cuentos, novelas, poemas, canciones.
“Empapada. Los muslos, los brazos, el pecho, el cuello, la cara, el nacimiento del pelo, la nuca. Terminaba pateando las sábanas, las frazadas, las medias. Después, aparecía el insomnio, las catástrofes inminentes”, dice. Es la historia de una mujer que se despierta a mitad de la noche con frío en los pies, que al rato siente un calor abrasante, que durante el día sufre migrañas, cambios de humor, cólera. Su lista de síntomas no parece responder a nada específico. ¿Está poseída? El cuerpo se le vuelve desconocido. La cita y el análisis posterior son de y sobre Diario de una mudanza, publicado en 2024 por Alfaguara. Narra, entre otras cosas, la menopausia. Lo que busca la protagonista es un sentido. Lo que encuentra es una nueva vida, inesperada. ¿Quién diría que Inés Garland escribe horror?
Sonia Budassi es autora de ficción y no ficción. Siempre, en cualquier género, tensa una cuerda. Veamos dos ejemplos, lo primero y lo (hasta el momento) último que publicó, en ambos registros. En Mujeres de Dios, su investigación periodística de 2008 que salió por la ya extinta editorial Sudamericana, se mete a la realidad más que opresiva de las monjas de clausura en la Argentina. Lo muestra con datos y esa peculiaridad de su mirada. ¿Dónde pone el ojo? En el silencio junto a otras, en la supuesta elección de no volver a la calle, en las puertas que se cierran. Informa, mientras genera cierta claustrofobia existencial. En los relatos de Animales de compañía, por los que ganó el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes en 2021 y publicó entropía en 2023, explora distintos mundos, enfocada siempre en la fragilidad de los vínculos. Justo esos que deberían ser los irrompibles: la pareja estable, una madre, los hermanos, entre otros. Todo, un viaje al campo o la aventura de buscar casa con el novio, está un poco corrido de lugar y la aventura, cada una de ellas, se hace bestial, oprimente.
Hasta Leila Guerriero, en retrato biográfico, ha hecho terror. ¿Qué puede ser más tenebroso que la historia de Silvia Labayru, secuestrada en la ESMA cuando era adolescente, violada, obligada a tener una relación de pareja con su torturador y finalmente acusada de traición después de su liberación y exilio por sus compañeros de militancia? La llamada, publicada en 2024 por Anagrama, es horror. En género y por género. Somos Belén, la investigación de Ana Correa que salió en 2019 por Planeta y en la que se basa la película dirigida por Dolores Fonzi que fue elegida por la Academia de Cine de Argentina para representar al país en los Premios Oscar 2026, está repleta de procedimientos literarios que vienen y van hacia el espanto. Margaret Atwood, autora de la distopía angustiantemente posible en estos tiempos El cuento de la criada, escribió en el prólogo del libro: “¿Cuántas mujeres han muerto porque tuvieron miedo de ir a un hospital por un aborto, espontáneo o provocado, aterradas por la posibilidad de que las acusaran de asesinato?”.

Todos estos son libros más o menos recientes y tienen algo en común: tratan situaciones, en ficción o no, que las mujeres empiezan a permitirse a nombrar como horror. Lo domestico, los cuidados, la relación con el cuerpo, la menopausia, el parto, el aborto, la fragilidad de los vinculos, las parejas violentas. Toda desigualdad, que siempre es un riesgo, y para la que faltan aún muchos pueblos por los que pasar para empezar a reparar.
Cuando Mariana Enriquez (si quieren ampliar, hay un artículo dedicado a ella en esta saga), que sí hace horror, a propósito, buscado, estudiado y ejecutado con maestría a partir de su primer libro de cuentos, Los peligros de fumar en la cama, de 2009 (reeditado en 2017 por Anagrama), publicó su ópera prima en 1995, no estaba aún decididamente instalada en el género. Bajar es lo peor (reeditada también por Anagrama en 2022) explora el gótico, modernamente, pero no es una novela que entre en la casilla. Tampoco lo hace en Cómo desaparecer completamente (de 2005 y también vuelta a bateas por la editorial española este año, 2025) es aterradora, pero no es de terror. Y aun así no tenía, entonces, compañeras de generación que navegaran esas aguas perturbadoras. Sí había, claro, autoras mayores que sí, también, exploraban y exploran su lado tremebundo, que palpita aun en su literatura.
Todo lo relacionado al cuerpo femenino. El propio, claro, pero también la vinculación con el de otro. Y el del otro con nuestros cuerpos. Ese tema siempre es o puede ser terror. Lo inquietante de las infancias nos persigue y su fragilidad anuncia peligro. Lo ajeno es siempre amenazante. El clasismo contra la mujer, el maltrato a las viejas, la feminización de la pobreza. Todo eso está en diversos cuentos de Silvina Ocampo, Liliana Hecker y Hebe Uhart, sólo por nombrar a tres grandes indiscutibles. Y aunque ahora ya no es tan tabú, y se narra con más naturalidad, el tema del parto, por ejemplo, es una puñalada en el brillante relato “El huésped”, de la mexicana Amparo Davila, publicado originalmente en 1959, dentro de su primer libro, Tiempo destrozado.
Antes —no tan lejos en el tiempo, hasta hace poco— las mujeres no eran tan leídas, o al menos no tanto como ahora. O eran leídas, pero como anónimas. O con seudónimo de varón. Se descubren, en la cartografía literaria, fácil: hay gestos y rastros de horror en sus obras, en cualquier época. De Anne Radcliffe y Mary Shelley ya hablamos en la primera entrega de esta saga. Ahora, querría ampliar a las tres reinas góticas que van por fuera del género terror, pero que su literatura lo palpita página a página.
Las Brontë, claro. Que, por cierto, publicaron con seudónimos masculinos sus tres grandes obras, todas en 1847. Emily, autora de Cumbres Borrascosas, hace una oda al gótico en su trama y geografía. Crea un clásico. ¿Quién más que una mujer podría haber escrito y descrito tan precisamente la crueldad —mental y física, incluyendo el abuso doméstico—, a la par de la opresión moral y religiosa. Agnes Grey, de Anne, no son sólo las aventuras o desventuras de una institutriz: habla, muestra, el injusto sistema de clases victoriano.
Y por supuesto está Charlotte, con su perfectísima Jane Eyre ¿Es una novela romántica? Mmmmmmmm. Resulta bastante inquietante todo lo que le pasa a la protagonista en su infancia y juventud. Y es algo angustiante su amor con el taciturno Señor Rochester. ¿Y su estancia en Thornfield Hall? Es, sin lugar a dudas, aterradora nivel paranormal, que al final es peor, porque los lamentos nocturnos eran de alguien real. Ni hablar después, cuando se entrega a cuidar (los cuidados, amigas) a ese polémico enamorado cuando está ciego y ya vencido. El final feliz más triste del mundo. ¿Y si pensamos la trama desde el punto de vista de la primera esposa, encerrada, escuchando cómo su marido seduce a una joven mientras ella está recluida en su propia casa? Es la historia más aterradora del siglo XIX.
Hay que hacer entonces un aparte, ahora, con Elizabeth Gaskell. En principio fue más conocida por Vida de Charlotte Brontë, que salió en 1857 y es la primera biografía de la mítica autora de Thornton. Pero escribió también ficción y publicó mucho. Al principio de forma anónima (in-sorprendente). Tiene relatos de fantasmas, que en realidad están cargados de una mirada crítica a su contexto social y sus tramas son tan psicológicas como paranormales. Y en sus novelas, aparentemente idílicas, trafica críticas a la alta sociedad de su época, sobre todo con respecto al lugar que invisibiliza o aparta a las mujeres de la autonomía y el deseo. Y cobra pequeña venganza, siempre, creando personajes femeninos complejos, repletos de mundo interior y conflictos dinámicos.

Esas puertas abiertas hace tiempo llegan hasta hoy. Entre otras que no se reconocían a sí mismas como autoras de género terror, está Alejandra Pizarnik, con La condesa sangrienta (publicado por primera vez 1966), obviamente, pero también con muchos de sus poemas y hasta en varios pasajes de sus diarios. ¿Otra? Es fácil sacar ejemplos de la galera tenebrosa. Va: Ana María Shua, que es una autora multigénero, pero en más de una ocasión exploró el terror, escrito para infancias.
Con todos los elementos puestos en juego, incluidas exploraciones por una combinación de ciencia ficción, fantasía, horror, misterio y realismo extrañado, la actualidad tiene autoras como la reina madre del weird Kelly Link en Estados Unidos, pero que en realidad es inclasificable. Lo que hace, en muchísimos relatos y una novela (la primera, The Book of Love, de 2024), es estrafalario, delirante, melancólico, hermoso, espeluznante, hipnótico. Escribe algo así como cuentos de hadas retorcidos. No, no alcanza esa definición. En realidad no se parece a nada. Te agarra el corazón y lo estruja, con belleza y espanto, y mientras sufrís, decís gracias, quiero más. Corran a leerla.
Entre otras autoras jóvenes locales, un buen ejemplo del lado oscuro en las tramas es Luciana De Luca con su segunda novela, El amor es un monstruo de Dios, que editó TusQuets en 2024, y podría pensarse como una saga familiar. Pero no. Hay más. A la par retrata la oscuridad del sentimiento más íntimo y de apego. Y lo podrido del alma. La protagonista es una mujer “que se sabe deforme” y todo sucede en un pueblo que un día se llena de moscas; vienen del cementerio, desparraman pedacitos de muerte por todas las casas. Como ellas hay muchas otras escritoras actuales de ficción que no se reconocían a sí mismas como autoras de horror, en su época, o ahora, y sin embargo lo hicieron o lo hacen.
Somos el terror
La mujer siempre es protagonista de las historias más espeluznantes. Lo inquietante está en nuestra existencia. El link femenino con lo sobrenatural es tradición. La bruja, la que tira el tarot, la que ve fantasmas, a la que posee un demonio. Todo eso está presente en la literatura, escrita por quien sea, y se considere o no dentro del género horror. ¿Es nuevo? No. Nada lo es. Todo es un ir y venir constante, que es tan viejo como la historia del mundo.
Esto que hoy se vive como explosión, el boom que impulsa y desea a Samanta Schweblin en la lotería del Nobel, ya había pasado hace muchos años. De la literatura estadounidense, voy a dar apenas tres ejemplos rotundos, que han quedado pregnados en el imaginario cultural y popular. Fueron escritos por varones, aunque la que padece el horror es siempre una mujer. Está el inquietante cuento El pequeño asesino, de Ray Bradbury, publicado en 1946, que narra la historia de una madre que tiene la certeza de que su hijo la va a matar. La semilla del diablo, de Ira Levin, es una novela de 1967 que incluye abuso doméstico, la entrega de una esposa drogada a un violador y un embarazo siniestro. Último, de 1971: ¿A quién posee Pazuzu en El exorcista, de William Peter Blatty? Sí, a una niña. ¿Y a quién tratan de loca por ver que pasa algo extraño? Sí, a su madre.
Y hay más. Claro. Miren sus bibliotecas, repasen sus libros. Esto que ahora, hace un tiempo, explota o se magnifica (en su acepción de magnífico también) es porque de repente hay un permiso para decir. Un permiso que no habilita, sino que surge de la necesidad. Porque la coyuntura oprime, y el horror por algún lado tiene que salir. Entonces, la literatura (a la par de los movimientos de los feminismos) dice “basta”. O afirma “esto no lo quiero”. Y repite “esto no me gusta”. Muestra, expone: “Esto lo combato”.
Muchas veces he dicho en cursos, clases y charlas trasnochadas que Stephen King, a lo largo de su obra, está escribiendo esa gran novela (norte)americana que comenzó a pretender John William De Forest en el siglo XIX y luego intentaron desde Philip Roth y John Updike hasta Ernest Hemingway y William Faulkner, entre otros. “El canon actual pone a Jonathan Franzen como el número uno para tomar la antorcha, pero es el Rey, y sólo él, quien realmente lo viene logrando”, llegué a escribir hace años en un artículo. Mi argumento era que esto es así porque el terror es el género que mejor explica la actualidad, tanto política como económicamente.
Ahora, sin cambiar del todo esa postura, necesito poner en duda mi afirmación. El horror, como género, cuenta la coyuntura para exponer los miedos. La historia de occidente, del capitalismo y del patriarcado, es de terror. ¿Por qué a esa gran novela que lo narre todo se la piensa siempre creada por autores varones? ¡Qué despropósito! Si en realidad está anclada acá, en nuestra obra, la que vamos armando entre todas, desde siempre y en cada rincón del planeta.