Ilustraciones: @seelvana
Vista desde hoy, puede decirse que Shirley Jackson fue una cuentista y novelista estadounidense multipremiada, esencial para la literatura moderna. En casi toda su obra, cualquiera haya sido el género o formato, siempre puso el ojo en el entrevés terrible de la domesticidad inocua. En ficción y no ficción, dentro y fuera del terror, hace un retrato certero y cruel de la neurosis: la individual y la de la sociedad. Desde ahí construye la alienación y el extrañamiento que plantea el gótico en sus orígenes, pero en un nuevo lugar, enclavado en el siglo XX.
“La lotería” es un cuento que tiene incontables adaptaciones y versiones en cine, teatro, series y cómics. Se lo considera actualmente uno de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura. La hizo famosa, pero de un modo que fue tremendo para ella. Generó tanta polémica, que después de eso se negó a dar entrevistas. Es una pieza de horror social que en pocas páginas mete el dedo en la llaga de la herida estadounidense. Shirley Jackson escribía en revistas, sobre todo las llamadas “femeninas”. Este relato sobre la lapidación pública como algo habitual, salió el 26 de junio de 1948 en The New Yorker, de público bastante burgués, que se sintió ofendido. Varios centenares de lectores se dieron de baja de su subscripción. Un dato hermoso: la historia sucede el 27 de julio de 1948, como si fuera la crónica de lo que pasará al día siguiente de su publicación.
La escritora Joyce Carol Oates, en el prólogo del libro que lo recopila, dice que el relato sugiere que la clase media norteamericana “no tiene una mentalidad tan diferente a los linchadores nazis”. Un dato genial: Shirley Jackson escribió un artículo sobre la polémica, “Biografía de una historia”. Ahí cuenta, entre otras cosas, que mucha gente le mandó cartas que “iban del desconcierto a la especulación y con frecuencia llegaban al abuso”. Ella no se disculpa ni explica por qué ni para qué escribió sobre el sacrificio humano en la sociedad actual. Lo que hace es, caustica y brillante, dar los detalles de cómo se le ocurrió y muestra extractos del odio que recibió. Todos esos fragmentos exigen saber el motivo, buscan un propio chivo expiatorio. Son el pueblo de “La lotería”.

¿Quién es esa chica?
Jackson ació el 14 de diciembre de 1916 en San Francisco, California, Estados Unidos. The Road Through The Wall (La carretera a través de la pared) es su primera novela, de 1948, que se inspira en parte en su niñez. Cuenta la vida en Pepper Street, un barrio de clase media, en 1936. Ante el anuncio de la construcción de una carretera que va atravesar uno de los muros que rodean la comunidad, se mueve la trama. Es la descripción de cómo ese agujero en la pared interrumpe la vida del pueblo. Es casi un documental sobre el horror que anida en los suburbios, cuando se levanta el tejado de esas casitas, y se contemplan la hipocresía que hay adentro.
Su madre no quería hijos. Se lo dijo desde la infancia. También le decía que detestaba lo que escribía. La niña, y luego adolescente, no fue muy feliz con su familia. Fue a estudiar a Nueva York, la otra punta del mapa, para alejarse. Escapó a la literatura y a la vida académica. Le salió bien y mal. En la universidad de Syracusa conoció a Stanley Edgar Hyman, con quien se casó apenas graduada. Se fueron a vivir a North Bennington, en Vermont, un pueblo boscoso cercano a la facultad en donde el marido daba clases.
En 1952 se agruparon muchos de sus ensayos en el libro Life Among The Savages (La vida entre los salvajes). Está ahí la crónica de esa mudanza. Entre las peripecias para elegir casa ante el asombro prejuicioso de la agente inmobiliaria, que le parece mal que alquilen y no compren, está el retrato de los vecinos de esa comunidad pequeña, cerrada, católica y conservadora. Él se armó una carrera popular como crítico literario. Ella, que se había prometido a sí misma no volver a escribir ni tener hijos, hizo todo lo contrario. Tuvo cuatro chicos, uno atrás de otro, que crió amorosamente y en bastante soledad. Publicó seis novelas, más de cien relatos, dos libros autobiográficos y media docena de escritos infantiles, además de varios ensayos. Pero Shirley no encajaba. Con nadie y en ningún lado.
A su madre le pareció despreciable que se casara con un intelectual judío, así que la terminó de condenar. En el pueblo, los vecinos desconfiaban de esta pareja de liberales que invitaban a comer a amigos bohemios. En la facultad no era la típica esposa de un académico. En ningún lugar se parecía a nadie. Se aisló cada vez más. Su salud mental era bastante precaria. Y su forma de trabajar, obsesiva y dolorosa.
Su vida fue, como sucede con algunos personajes de muchos de sus textos, la de una mujer fragmentada en varias personalidades. Por un lado, era esposa y madre y, en esa franja, era cariñosa, abocada a su familia. Por otro, se veía a sí misma fea, tuvo y padeció problemas de sobrepeso y no se sentía aceptada por nadie. También estaba la otra Shirley, la escritora, que era una observadora aguda del mundo que la rodeaba, con una inmensa capacidad de reírse de sus miserias y, sobre todo experta en conjurar el miedo.
Se convirtió en una especie de leyenda oscura. Su lugar era en el centro de las contradicciones. El escritor Jonathan Lethem, que antologó Monstrous acts and little murders en 1997, una colección de relatos póstumos, dice en el prólogo: “En muchos sentidos ella era dos personas cuando llegó a Vermont. Una era el patito feo temeroso y con exceso de peso, siempre asustado por la severidad de la crianza de una madre suburbana obsesionada por las apariencias. La otra parte era la iconoclasta expulsiva que se dedicaba a rechazar las nociones de su madre de cómo ser una dama, que bebía y fumaba, que se interesaba por la magia y el vudú y se peleaba con los maestros cuando intentaban disciplinar a sus hijos”.
Sus historias de ficción nunca tienen final feliz. La personal, tampoco. Para los 39 años era obesa mórbida y estaba insatisfecha con todo. Así que escribía. Por toda la casa. En los muebles, en la heladera, en el libro de recetas, en la lista de las compras, en las paredes de su estudio y las de la cocina, Shirley pegaba notas con ideas para cuentos. Intentaba escapar de la trampa de la familia, pero no tenía fuerza para hacerlo y también sentía el peso de la responsabilidad. Escribía en cada minuto libre que podía robarle al cuidado de los hijos y a las tareas domésticas. Otra memoir es Raising Demons (Criando demonios), que se publicó en 1957. Es un retrato del disparate doméstico: casi parece escrito por otra persona por cómo se observa a sí misma. Está repletos de humor bestial, pero también tienen un enorme subtexto de angustia y claustrofobia. No es de género terror. Pero da miedo.
Su marido no la ayudó nada. Mientras le exigía excelencia en sus textos, esperaba también que ella cumpliera con lo que se consideraba su trabajo en la casa. Además, tenía amantes que ni se molestaba en esconder. Ella, igual, seguía. Con todo. A veces no dormía para poder escribir. En sus últimos años apenas salió de su casa y se fue matando lentamente a pastillas para aplacar su ansiedad. Estaba enferma del corazón y era adicta a las anfetaminas y a los tranquilizantes. También tomaba mucho alcohol. Igual, no buscaba el suicidio. Cuando falleció a los 49 años, el 8 de agosto de 1965, dejó un cuento sin terminar.

Ama de casa desesperada
No es raro ni casual, sino lógico y premeditado, que sus personajes siempre estén en conflicto consigo mismos y con su entorno. Eso les proporciona a sus historias una profundidad que va mucho más allá de las tramas, que además igual siempre están repletas de tensión, suspenso y son muy argumentales. Hay una apología de lo no convencional, de lo que no se rige por las reglas de la racionalidad, que sobrevuela siempre su obra. Por eso es atemporal. Aunque escribió en la mitad de siglo XX, tiene una enorme conexión con la actualidad y muchas de las coyunturas presentes. Todas sus novelas, por temática y estilo, parecen escritas mañana.
Fue muy poco traducida y casi nada conocida fuera de Estados Unidos. Cuando salió en la Argentina Ojos de fuego, la novela de Stephen King sobre la niña capaz de provocar incendios con el poder de su mente, el libro tenía esta dedicatoria: “A Shirley Jackson, que nunca necesitó levantar la voz. The Haunting of Hill House. The Lottery. We Have Always Lived in the Castle. The Sundial”. Era 1986 y nadie pudo encontrar eso en español. Incluso dejaron en inglés los títulos.
La editorial Minúscula la publicó por primera vez en castellano a gran escala. Comenzó en 2012 por su última novela, Siempre hemos vivido en el castillo (1962). Dos hermanas viven en una casa enorme de Nueva Inglaterra junto a un tío lisiado. Hace seis años, el resto de su familia murió asesinada con arsénico durante una cena. Es una historia gótica sobre la claustrofobia. Una joya con toque grotesco sobre la alienación. La crónica profundamente excéntrica de un encierro. Está repleta de un humor que transita la línea de lo macabro con lo adorable. Está narrada por la desquiciada y certera, aterradora y querible, la inolvidable y desquiciada Merricat, una adolescente medio bruja, traumatizada y asalvajada, en la que no se puede confiar jamás. La chica más frágil-invencible del género terror. Fue un boom.
Entonces llegó en 2019 La maldición de Hill House, de 1959, que podría considerarse una historia de fantasmas, pero excede el subgénero. El primer párrafo dice: “Ningún organismo viviente puede seguir existiendo durante mucho tiempo en la realidad absoluta sin perder la razón; hay quien supone que incluso las alondras y las cigarras sueñan”. Sin spoilers, un científico quiere hacer una investigación psicológica y reúne a un grupo de voluntarios para que pase unos días en una casa con fama de encantada. Eleanor es una joven sin dinero y la historia es la construcción de su personaje, de estabilidad mental precaria, y el proceso en el que se desmorona. Las protagonistas son ella y la mansión, por igual. Hay dos versiones cinematográficas: The Haunting, el clásico de culto de 1963 de Robert Wise (director de Amor sin barreras y La novicia rebelde), y otra bastante olvidable, de Jan de Bont, que se estrenó en 1999. Además, está la miniserie de Netflix de 2018 Hill House, basada muy libremente en la historia original, creada por Mike Flanagan.
En 2022 se publicaron otras dos novelas en español: El reloj de sol (1958), una sátira social aterradora sobre una familia que cree que va a llegar el fin del mundo y se encierra en una mansión; y Hangsaman (1951), la historia de Natalie, una adolescente que escapa de su madre asfixiante yendo a la universidad. Y también hay —hasta el momento— tres libros de relatos: Cuentos escogidos, que salió en 2015, con La lotería en su selección; Deja que te cuente, de 2018, que tiene inéditos, ensayos y escritos inconclusos y Cuentos oscuros —coeditada con Libros del Zorro Rojo—, que tiene once relatos ilustrados por Carmen Segovia.
La angustia, la claustrofobia, el miedo son el núcleo duro de sus historias. A veces no hay nada sobrenatural. Y cuando sí, siempre todo de alguna forma está relacionado con la vida doméstica de las mujeres. Ese aspecto es crucial para trabajar el terror en el siglo XX. ¿Qué puede dar más miedo, ser más macabro, que estar condenada a casarse, criar hijos y postergarse en favor de un hombre, cuando el mundo ya era moderno y hasta nos decía “si, salgan a trabajar”?
A lo largo de la obra de Shirley Jackson se puede encontrar el elemento mágico, pero la principal fuente de inspiración fue su propia vida, que da más terror que cualquier fantasma. La lucha doméstica, la frustración de un matrimonio, la relación horrible con su madre, el espantoso modo de verse a sí misma, la postergación de sus deseos académicos, la hostilidad del entorno literal (los vecinos del pueblo) y simbólico (la crítica y la academia). Todo está ahí. ¿Qué es lo que realmente provoca angustia, escalofríos, miedo? La locura. La confianza rota. La decepción de personas en las que se confiaba. Las mentes torturadas por las expectativas de la sociedad. El agobio de la vida cotidiana.

Shirley Jackson hace surgir lo monstruoso desde las relaciones de familia y los círculos de amistades. En su obra hay personas que desaparecen, traiciones, asesinatos, paranoia, infancias no tan inocentes. Y a todo eso lo rodea con la otredad, el espanto gótico, que en lugar de tomar forma fuera del castillo, se presenta en comunidades de jardines perfectos y cercas blancas. En sus cuentos y novelas las mujeres no buscan pareja ni que las rescaten. Son personas superadas por los mandatos sociales, imperfectas, y protagonistas absolutas de su literatura.
Ahí, así, Shirley Jackson marca una diferencia abismal con el resto del género. Abre una puerta, traza un camino. Las protagonistas no son víctimas frágiles. Son dueñas de la acción y los ojos por los que se percibe el mundo. No es casual, entonces, que los varones de sus ficciones sean más pavotes, a veces hasta caricaturescos. Es la venganza en su pluma. Se nota el placer deliberado de la autora al presentarlos como seres que no aportan gran cosa al discurso, en hacerlos sólo figuras de autoridad con un papel muy concreto, que dificultan momentos de las tramas.
Las casas, en la ficción de Shirley Jackson, que tenía agorafobia, también son fundamentales. Las usa como geografía, único refugio posible, y a la vez son el motor para el pánico. Santuarios monstruos. Lo urbano es otro elemento que se opone al género de terror clásico, pero que ella incorpora en una renovación inteligente y moderna del gótico. La naturaleza cumple un papel secundario. El miedo está en el interior: ya sea una mansión, un chalet solariego, un departamento pobretón, una oficina o un cuartucho de hotel.
Su influencia fue saliendo la luz, siempre con ese velo de resistencia. Harold Bloom, por ejemplo, dijo que era “una artesana, no una gran maestra”, porque su interés primordial era entretener. ¿Qué tiene de malo? ¿Acaso la Literatura, con mayúscula, debería ser aburrida? Cuando la consagró la Library of America, muchos dijeron que no podía compararse su trabajo con el de Saul Below, Phillip Roth o Norman Mailer (todos varones, permitidme un JA, en CAPS LK), y que no se la podía considerar una gran escritora norteamericana. Los críticos (con o) consideraron que las experiencias de mujeres reprimidas eran menos interesantes que las narrativas expansivas de sus monstruos sagrados (sí, en masculino). Con el correr de los años, aparecieron más fans, incluso por fuera del género, como Donna Tartt. Y en 2007 se crearon los Shirley Jackson Awards, que se entregan cada año y que, dato local, ganó Samanta Schweblin en 2018 por Distancia de rescate.
Shirley Jackson encontraba lo hermoso en lo horrible. Entre la pesadilla y el sueño dorado, enclavada en la soledad eterna rodeada de gente, es una autora que construye en sus heroínas trágicas historias de poder femenino, repletas de humor y excentricidad, tan bellas como dolorosas. La expresión máxima de esa cualidad es su obra, preciosa y angustiante, en la que cuenta el horror máximo de la modernidad: la otredad, el afuera infernal, la mentalidad media que se hace rebaño y, por cantidad, destruye.
Aún hoy, su obra toda sigue sin ajustarse al esquema literario, personal y artístico que el statu quo espera que una escritora debe tener. “Me parece que no me gusta mucho la realidad”, dijo en una de las pocas entrevistas que dio. Como podría haberlo dicho Merricat. O Eleanor. Es una frase a destacar, porque es el carozo de la cuestión. A lo largo de sus cuentos y novelas, la gran autora, deliciosa como un caramelo ácido, se dedicó a tejer visiones paralelas, inquietantes y nada complacientes, de ella misma en otros mundos.