Mujercitas terror: las inventoras del miedo

Las transformaciones del cuerpo, la sangre que brota, las prisiones que se nos imponen: ¿de qué manera la literatura de terror atraviesa nuestra experiencia? En una serie que comienza con esta primera entrega, Daniela Pasik se propone explorar las razones oscuras -muy oscuras- y no tanto que llevaron a distintas autoras a escribir de y sobre el miedo. Y a nosotrxs a leerlas en rincones, entre temblores pero atrapadísimxs por el fantasma de sus imaginarios. 

Ilustraciones: @seelvana

El cuerpo cambia. Hace una metamorfosis de la nada, de un día para el otro, y la persona amanece con otra forma, absolutamente extraña, siempre inmanejable. Eso pasa varias veces, a lo largo de los años, pero hay al menos dos que son radicales: en la niñez y en la mediana edad. Hay que adaptarse y seguir, con ese nuevo aspecto que no es propio, y hacerlo propio, aunque no sea lindo o cómodo. La casa se convierte en prisión muy temprano. Una cadena invisible te mantiene atada a sostener el cotidiano, hay que asegurarse de que los otros seres vivos se alimenten, estén bien, que cada cosa ocupe su lugar, que el hogar sea un espacio limpio y ordenado, y también es obligatorio asistir a quien se enferme. Y más. Recordar todo, asegurarte de que cada cual haga su parte y, si no, cubrir el bache. Sin vos, todo se derrumba. Nadie lo nota. El mundo sigue afuera, ampliándose, y no lo podés alcanzar.

Qué miedo. Tremenda angustia. Da más espanto que un vampiro en la ventana golpeando el vidrio para que lo inviten a entrar. Sin embargo, es sólo —nada más ni nada menos— que la experiencia de lo femenino en el mundo. Lo de las mujeres en el género terror no es un “fenómeno” y mucho menos un “boom”. Excede a Mariana Enriquez y Samantha Schweblin, por nombrar dos rutilantes autoras locales. Ellas, junto a muchas más, como entre otras la ecuatoriana Mónica Ojeda, la uruguaya Fernanda Trías, la boliviana Liliana Colanzi o la mexicana Fernanda Melchor, siguen ahora una tradición que comienza hace más de dos siglos.

La novedad es, tal vez, que el mercado finalmente les haya dado un lugar a ciertas autoras que exploran el miedo en la literatura. La entrada, igual, es complicada. Tiene, como todo, condiciones. Pruritos. No debería ser novedad, no lo es, porque el terror es nuestro: nos marca desde el inicio de la experiencia humana. Son las mujeres la que no tiene permiso de envejecer, las que cobran menos, las que trabajan gratis en la casa, las que tienen que pedir permiso y disculpas por no tener hijos, hacerse un aborto, no casarse, demostrar carácter, la lista es muy larga, recortamos acá. ¿Cómo no vamos a escribirlo?

El terror, como género literario, comenzó un poco antes del siglo XIX y llega hasta hoy, sin perder de vista algo crucial: no es menor, como muchas personas creen. A lo largo de su devenir fue puesto en ese lugar y el modo en el que ha logrado salir, bastante, tiene que ver, oh, sorpresa, con las autoras. Siempre. Ahora, pero sobre todo antes. En su génesis. Si bien estuvo en su inicio cerca del canon, nunca terminó de ser apreciado desde lo académico y jamás llegó a ocupar un centro de la escena.

Sin embargo, el terror tiene una elasticidad de la que muchos otros géneros carecen y eso le permite moverse por circuitos diversos: desde los más marginales hasta lo mainstream, pasando por el clásico, con la posibilidad bonus de jugar con la ambigüedad y mixtura de herramientas de otros tipos de literatura. Nada es más horroroso para el ser humano que la ambigüedad y, a la hora de hacer una pieza de horror, esa labilidad juega a favor. Las mujeres somos expertas en eso. La hemos padecido, o a veces el mundo nos fuerza a ejercerla.

Tarde, como siempre, llega el reconocimiento: algo que es otra esquirla del asunto tenebroso. Caprichoso, también, se abre el lugar encasillando a las autoras con la aclaración “mujeres”. Quien escribe o realiza una pieza de terror (es válido a la hora de leer también) puede –y debe– experimentar con libertad y tomar riesgos. Si se sabe bien con qué y quiénes charla en su juego literario, la garantía de que no falle es más alta. Esto se ve últimamente cada vez más y, gracias a eso, es que llegó por fin una merecida revalorización del género horror, que de todos modos sigue bajo una mirada de prejuicio. Y más si lo hacen mujeres. Se las excusa o encasilla. Como en todo, pero ahora pensamos en esto.

Noviembre de 2019, Mariana Enríquez gana la 37° edición del prestigioso Premio Herralde por Nuestra parte de noche. La autora la describe como “una novela gótica desmesurada y polifónica sobre la herencia como maldición”. Ella no reniega del terror, lo buscó, lo celebra y lo ejerce. El filólogo español Gonzalo Pontón Gijón, uno de los jurados, la exculpa –como elogio (poner “elogio” entre muchas comillas)– de hacer horror. En el fallo, dice: “La obra desborda las convenciones del género al que adscribe para elevarse a la categoría de novela total, abierta a grandes asuntos”. Pero eso es, en realidad, la definición del género al que adscribe cuando está bien hecho. ¿De qué género la exculpa, entonces? Quién mejor que las mujeres para ir marcando el pulso de algo siempre menospreciado. 


En el principio fue el gótico 

Cuando aún no existía el género terror como tal, el británico Horace Walpole sacó a relucir sus garras sombrías con El castillo de Otranto, que se publicó en 1764. Esa es la primera novela gótica del mundo. Además, inauguró un estilo. Se presentó, en un principio, como una traducción que había estado basada en un texto impreso en Nápoles en 1529 y redescubierto recientemente en la biblioteca de una familia inglesa. El título completo original, de hecho, es The Castle of Otranto, A Story. Translated by William Marshal, Gent. From the Original Italian of Onuphrio Muralto, Canon of the Church of St. Nicholas at Otranto. Y después llegaron las mujeres, pioneras. Desde ahí, con ellas, se abrió la puerta a la literatura –toda, no sólo de horror– como la entendemos hoy.

Una de las primeras y más destacadas autoras de terror de la historia fue la escritora británica Ann Radcliffe, pionera de la novela gótica. Aunque no trascendió mucho a su tiempo (nació en 1789, empezó a publicar a los 25 años y murió en 1823, a los 59), fue éxito de ventas en su época y una maestra indiscutida de una técnica que es su marca de estilo y llega a la actualidad a todo el terror y lo excede: la ambigüedad a la hora de lo sobrenatural. O sea, lo que cuenta podría ser sobrenatural o no. Y nada hiela más la sangre que la incertidumbre.

Pero mujer, claro. Tuvo que luchar mucho su espacio. Mientras que Jane Austen homenajea a The Mysteries of Udolpho –un bocadillo que incluye romance, terror, suspenso, gótico y fantástico, publicado en 1794– en su ópera prima de 1917, La abadía de Northanger, Edgar Allan Poe, en su relato El retrato oval –que es un mega clásico, breve– menciona la novela de Radcliffe tratando algo despectivamente a la autora. El caso es que, para celebrarla o denigrarla, influenció a un montón de autores y autoras.

Sin duda alguna, Radcliffe inspiró a las hermanas Brontë, sobre todo a Charlotte: ahí está la loca encerrada en Jane Eyre. Pero también a Charles Dickens, Henry James, Honoré de Balzac, Victor Hugo, Lord Byron y Percey Shelley. Sí, el marido de Mary, la segunda pionera de esta aventura, la creadora de una de las criaturas más míticas del género, que con su Frankenstein rompió ese gótico y lo reinventó a tal punto que, me atrevo a asegurar y vengan de a mil a discutir, en realidad lo que hizo fue crear la ciencia ficción. Un gotic sci-fi, digamos. 


Hace rato que el presente es el futuro que imaginaron muchas distopías y obras de ciencia ficción. La ingeniería genética, la clonación y la robótica son avances que existen, ya no están solo en la literatura. ¿Quién estaba pensando en todo esto al escribir? Ella. Hace dos siglos ya se lo planteaba Mary Wollstonecraft Godwin, aka Mary W. Shelley, o Mary Shelley, después de esa mítica noche de tormenta en lo de Lord Byron, cuando tuvo su impulso disparador para escribir Frankenstein o el moderno Prometeo. Se publicó en 1818 con una tirada de 500 ejemplares, por la editorial Lackington, Hugues, Harding and Major. La autora no sabía que estaba forjando un mito universal, pero sí tenía claro que iba a ser complicado que le dieran crédito si ponía su firma, nombre femenino, en la portada.  El “consejo” se lo dieron su esposo y su padre, que la novela fuera anónima. Y así nació el primer best seller.

De este lado del mundo otras mujeres ninguneadas por la historia –como Juana Azurduy, por ejemplo– luchaban en campos de batalla y en la vida diaria por la independencia del Virreinato del Río de la Plata. Mientras, en Europa, una joven inglesa estaba escribiendo la novela que sentaría las bases de la literatura de terror y la Literatura toda. Porque Frankenstein o el moderno Prometeo no se trata de un monstruo enloquecido: es sobre ciencia (otro campo en el que las mujeres quedan invisibilidades, por cierto y ya que estamos) y tiene mucho que ver el contexto político, económico y social en el que fue escrita.


En el siglo XIX fue el auge del naturalismo. En 1802, el francés Jean-Baptiste Lamarck formuló la primera teoría de la evolución biológica y acuñó el término “biología” para designar a la ciencia de los seres vivos. En 1808, el británico John Dalton, que con sus estudios contribuyó a sentar las bases de la química moderna, afirmó que todas las cosas estaban formadas por pequeñas partículas llamadas átomos, y que estos se combinaban para crear moléculas. En 1816, Mary W. Shelley escribió su relato, que más allá del terror gótico y el romanticismo, plantea un dilema ético sobre los límites de la ciencia.

Hacía pocas décadas habían salido al mundo las experimentaciones con electricidad que había hecho Benjamin Franklin y también las investigaciones con cadáveres que realizó el siglo anterior el doctor Johann Conrad Dippel en el castillo de Frankenstein, cerca de Darmstadt, en Alemania, su casa natal, donde practicó alquimia y anatomía. Mary, de 18 años, con un bebé vivo y otro muerto, y una relación escandalosa para la época con Shelley, que incluye el suicidio de su primera esposa, juntaba información.

Entonces, con los temores de la época como andamiaje, la crisis existencial que generaba el avance de la ciencia, trabajó su historia: la del estudiante de medicina Victor Frankenstein, acosado por la criatura que creó para demostrarse que podía y después repudió por espanto, sin ni siquiera darle un nombre. Así, la autora pone en evidencia lo que aterraba y fascinaba por igual a las personas en el inicio de la Revolución Industrial y hace eco aun hoy. ¿Es ético crear algo que se pueda salir de control? Esa es la pregunta que deja planteada la obra, junto a otra aún más aterradora y también actual: ¿qué pasa con los excluidos, criaturas inocentes que, por el rechazo humano, se van convirtiendo en supuestos monstruos?

Eso que vemos hoy, que el mercado insiste en llamar “fenómeno” o “boom”, no es nada más que una vuelta a las fuentes. ¿Por qué las mujeres escribimos terror? Porque nos pasa, más allá del género (en toda su polisemia). Por eso estuvieron también Shirley Jackson en el siglo XX, que hace contemporáneo el gótico, y otras tantas, que no se las encasilla como “autoras de terror”, pero lo ejercieron con maestría. Dejo acá dos gemas inesperadas como cliffhanger para ampliar en la próxima entrega de esta saga: Silvina Ocampo y Liliana Heker. Uuuuuuuuuh.