Tras la victoria de La Libertad Avanza en las elecciones legislativas, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se atribuyó parte del triunfo en clara alusión al respaldo financiero y político que su administración viene ofreciendo al gobierno de Javier Milei. Ese apoyo incluye un paquete de asistencia que podría alcanzar los USD 40.000 millones, combinando un swap de monedas con un fondo privado impulsado por bancos y fondos soberanos, según informó el secretario del Tesoro, Scott Bessent.
Desde Washington, Trump no ha disimulado el sentido geopolítico de ese respaldo: advirtió públicamente que podría retirarlo si Milei pierde las elecciones presidenciales. En ese contexto, el acceso preferencial a minerales estratégicos —como las tierras raras, que tienen reservas confirmadas en provincias como Jujuy, San Luis o Catamarca— aparece como una moneda de cambio silenciosa.
Durante los días previos a las elecciones, trascendió que el secretario del Tesoro de EE.UU., Scott Bessent, y el ministro de Economía, Luis Caputo, mantuvieron conversaciones para ampliar el acceso estadounidense al uranio argentino, según reveló el Wall Street Journal. La negociación incluyó también el interés de Washington en desplazar a empresas chinas de sectores estratégicos como telecomunicaciones e Internet. Estos movimientos consolidan el uso de la asistencia financiera como herramienta de presión geopolítica, en un intento por reconfigurar las alianzas del país y asegurar recursos críticos clave para la transición energética del Norte global.
Mientras tanto, el Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI) consolida un marco normativo para el desembarco de capitales transnacionales con beneficios fiscales, cambiarios y jurídicos sin precedentes. El Observatorio del RIGI, conformado por el Transnational Institute (TNI), el CELS, FARN y otros espacios académicos, advierte que este régimen promueve un nuevo ciclo de saqueo sin participación ciudadana y con graves impactos socioambientales.
Para profundizar en este escenario, hablamos con Luciana Ghiotto, socióloga, investigadora del CONICET, miembro del Transnational Institute (TNI) y de la Asamblea Argentina mejor sin TLC, espacio que denuncia desde hace años los efectos de los tratados de libre comercio (TLC) y los acuerdos de inversiones que limitan la soberanía de los países del Sur. La transición energética, como advierte la investigadora, no es neutra. En nombre de un futuro “verde”, se consolida un nuevo ciclo de extractivismo intensivo que reconfigura el mapa del poder global. Para ella, lo que está en disputa no son sólo los recursos minerales: también la posibilidad de un desarrollo justo, soberano y ambientalmente sustentable para América Latina.
—¿Cómo se inscribe el acuerdo entre Argentina y Estados Unidos en la disputa global por los minerales estratégicos?
Argentina, como buena parte de América Latina, está atrapada en una disputa geopolítica entre Estados Unidos y China por el control de minerales críticos y el liderazgo en la transición energética. Ambos actores, con la Unión Europea en un tercer lugar, están intentando garantizarse el acceso preferencial a materias primas críticas —como litio, tierras raras, cobre o uranio— necesarias para su reconversión energética. Lo hacen mediante distintos instrumentos de negociación: en el caso de EE.UU., no se trata de tratados de libre comercio clásicos, sino de acuerdos bilaterales, específicos, que varían según el país, pero que tienen un objetivo común: asegurarse recursos estratégicos en condiciones favorables.
En este contexto, el caso argentino es paradigmático. Estados Unidos no sólo ofrece asistencia financiera: también busca colocar sus hidrocarburos, asegurar inversiones, y blindar jurídicamente a sus empresas. A eso se suman acuerdos como el firmado en abril, centrado en minerales críticos, que operan como una puerta de entrada para este nuevo tipo de dominación comercial. A través de estos convenios, Argentina pasa a ser vista como un proveedor seguro de materias primas, sin capacidad real de condicionar esa inserción. Se trata de una forma de intervención silenciosa, pero profundamente estructurante del modelo económico.

—¿Y qué consecuencias tiene eso para la política nacional?
Las implicancias son enormes. Estamos ante una cesión sistemática de soberanía económica, fiscal y territorial. Este tipo de acuerdos no solo condicionan el rumbo productivo del país, sino que además vienen acompañados por marcos normativos —como el RIGI— que garantizan rentabilidad y estabilidad a los inversores por tres décadas. Es decir, no solo se decide qué se produce y para quién, sino que además se limita al Estado a la hora de regular, modificar leyes o aplicar impuestos que puedan afectar a esas empresas.
El caso de YPF es ilustrativo: una empresa con mayoría estatal aparece entre los beneficiarios del RIGI, lo cual implica que incluso podría demandar al propio Estado argentino ante tribunales internacionales. Eso revela la profundidad del modelo. Se configura una arquitectura jurídica pensada para garantizar derechos a las corporaciones —a veces incluso por encima del interés público—, mientras los márgenes de decisión democrática se achican. No se trata solo de economía, sino de cómo se reorganiza el poder político en torno a los recursos naturales.
—Desde el Norte global se habla de una “transición energética” como horizonte positivo. ¿Qué reflexión hacés sobre ese discurso?
Lo primero que hay que decir es que la transición energética, tal como se la está impulsando hoy desde el Norte global, es profundamente corporativa. Se presenta como un camino hacia un futuro más limpio, más verde, pero en la práctica no pone en cuestión ninguno de los fundamentos del modelo económico actual. Se busca cambiar la fuente de energía, pero no se discute el modelo de consumo, el transporte masivo o la producción industrial a gran escala. Es una transición sin transformación.
Lo que se observa es que la transición energética está siendo utilizada como una coartada para profundizar el extractivismo. Se multiplican los proyectos mineros, las zonas de sacrificio, y las comunidades son desplazadas o criminalizadas. Todo eso se encubre bajo el relato de la sustentabilidad. Pero si seguimos midiendo el desarrollo en términos de exportaciones primarias, sin control democrático, sin procesamiento local, lo único que estamos haciendo es repetir el patrón histórico de saqueo en clave “verde”.
—¿Cómo se expresa eso concretamente en América Latina?
La región se ha transformado en una plataforma de extracción de materias primas para la transición energética de otros países. Litio, cobre, tierras raras, nióbio: todo se exporta en bruto, sin generar valor agregado, sin tecnología propia, sin empleo calificado. Las ganancias quedan en las grandes empresas, muchas de ellas extranjeras, y los impactos —ambientales, sociales, territoriales— se quedan en nuestras comunidades. No se puede hablar de desarrollo sustentable cuando los Estados no tienen margen para fijar condiciones.Y si los países intentan regular, como hizo Indonesia al prohibir la exportación de minerales sin procesar, se enfrentan a demandas en la OMC o en tribunales internacionales de arbitraje. El sistema está diseñado para que el capital gane siempre. Desde la Asamblea Argentina mejor sin TLC venimos señalando que esta arquitectura jurídica global —compuesta por tratados de libre comercio, acuerdos de inversión y regímenes como el RIGI— genera una verdadera impunidad corporativa, donde los pueblos no tienen herramientas para defender sus territorios.

—¿Qué rol juega el RIGI en esta estructura de desposesión?
El RIGI es un instrumento clave para consolidar este modelo. Ofrece beneficios extraordinarios a cualquier inversión mayor a 200 millones de dólares, lo que en sectores como el minero es relativamente bajo. A cambio, los inversores obtienen estabilidad por 30 años en aspectos fiscales, aduaneros, cambiarios y legales. Pero lo más grave es que se les otorga la posibilidad de recurrir a tribunales internacionales si consideran que alguna política pública afecta sus expectativas de ganancias.
Eso incluye desde cambios en leyes ambientales, hasta regulaciones laborales o tributarias. Es un blindaje jurídico que traslada al ámbito internacional cualquier conflicto, y reduce la capacidad del Estado de gobernar. Además, el RIGI extiende estos beneficios incluso a empresas nacionales, como YPF, lo cual instala una lógica perversa: una empresa con participación estatal puede demandar al propio Estado argentino si cree que una norma le perjudica. Es una paradoja jurídica que muestra hasta qué punto hemos entregado herramientas básicas de autodeterminación.
—¿Y cómo se traduce todo esto en los territorios?
Lo que se está viendo es una expansión acelerada de zonas de sacrificio en toda América Latina. Son territorios donde se extrae todo: minerales, agua, energía, sin dejar beneficios para las comunidades. Se destruye el ambiente, se rompe el tejido social, y muchas veces se recurre a la represión para imponer estos proyectos. Es una lógica de acumulación por desposesión, como la define William Robinson: sacar todo lo que sirve y dejar tierra arrasada.
Frente a eso, crece la resistencia. En Chile, la comunidad de Penco lleva una década frenando la explotación de tierras raras. En Jujuy y Catamarca, las luchas contra el litio tienen una larga historia. Son experiencias que muestran que hay otra forma de pensar el territorio. Lo que falta es voluntad política desde arriba para escuchar esas voces y construir un modelo distinto, donde el desarrollo no sea sinónimo de despojo. La transición energética puede ser una oportunidad, pero no lo será mientras esté guiada por las corporaciones y diseñada desde el Norte.
—¿Es posible construir una alternativa desde el Sur?
Sí, pero implica una disputa dura. Necesitamos romper con esta arquitectura de impunidad corporativa que imponen los TLC y los tratados de inversión. Necesitamos volver a poner el foco en el derecho de los pueblos a decidir sobre sus territorios, en la planificación democrática de los recursos. La transición energética puede ser una oportunidad, pero no en estos términos. No significa más saqueo, más deuda y más desigualdad.