La extrañísima sensación de celebrar algo en el corazón de México

En un Zócalo testigo de lamentos y furias, después de muchos años se convirtió en un lugar de celebración y esperanza. Andrés Manuel López Obrador ganó las elecciones presidenciales y Claudia Sheinbaum, la gobernación de la CDMX. Pese a los “paquetes tan sucios y rotos han recibido los nuevos electos”, como escribe la cineasta Abril Schmucler Iñiguez, en México asoma una renovada idea de justicia.

La cita, difundida por los rumores del internet y las costumbres capitalinas, fue en el Zócalo chilango. Aquel centro de la ciudad ha sido testigo de la manifestación en repudio de dos grandes fraudes electorales en 1988 y en el 2006. También nos recibió cuando reclamamos justicia e información acerca del paradero de los estudiantes de Ayotzinapa, otro día fue por los asesinados de Acteal y la usurpación de los terrenos de Atenco por medio de la violencia también nos reunió allí. Ah, alguna otra visita fue para pedirle al Estado que detenga la guerra (supuestamente contra los narcotraficantes) que terminó asesinando y desapareciendo a casi medio millón de vidas en los últimos dos sexenios presidenciales. Recuerdo llegar al Zócalo con tristeza o furia, con otros miles de rostros también indignados, agotados de tanta impotencia. El orden de los cantos nunca respetó la cronología de los golpes históricos, pero se iban sumando las deudas que los gobiernos han creado con su gente, sus votantes –o detractores-, sus pueblos. Recuerdo siempre visitar un Zócalo de pesadumbre pero eso sí, siempre despierto, nunca dormido.

La cita pues, era en ese mismo centro capitalino, pero ahora y contra toda costumbre, todo era diferente. Una mujer que antes fue hombre baila con la máscara de López Obrador, baila sola y luego la secunda una chica que por su pinta, seguramente estudia en alguna humanidad de la UNAM. Una pareja no tan joven le sonríe a la hilera de policías, acostumbrados a custodiar la avenida Juárez en cada manifestación, y orgullosa les avisa que a partir de ahora sí tendrán que cuidar a los marchantes: “ahora nos van a cuidar a nosotros”, qué frase. Seis meseras del famoso Sanborns se asoman por los balcones de la Casa de los Azulejos agitando con la mano las servilletas de tela. Estamos muchos esperando frente al Hilton, a nuestra espalda Benito Juárez y la Alameda central, en la pantalla de la torre Latinoamericana –la más alta del centro- se lee “Vamos México” y la bandera nacional, también se lee la hora: 22:45. Claro, todavía no habíamos perdido en el Mundial así que había nacionalismo por todas partes. El cartel quedaba ad hoc con la fiesta callejera. Una niña parada sobre las ecobicis para tener mayor visibilidad grita emocionada cada vez que en las pantallas se muestra el escenario donde hablará el presidente electo. Grita emocionada, como en un concierto. Para hacer oficial al ganador del conteo final, aparece en las tres enormes televisiones el presidente Peña Nieto y por supuesto, como siempre que aparece él frente al, digamos, pueblo (siempre me pregunté si acaso es un solo pueblo el pueblo mexicano), se escucha fuerte y claro el grito de las miles de personas presentes: “Justicia” “Justicia”…y entonces sí, llegó al fin una extrañísima certeza de que ahora sí se podría imaginar alguna justicia en la historia mexicana. La emoción nos invade a todos, incluso a las más políticamente escépticas, como yo. Algo me conmueve, la idea de que tal vez sí, ahora sí, se podría hacer justicia por todas las veces que fuimos al Zócalo capitalino para mostrar indignación y exigir que no pasen en vano las masacres metódicas de los gobiernos mexicanos.

Yo no voté, no voto porque no creo en la representatividad, porque creo que la organización debe venir desde la calle y no desde arriba, pero sí fui anoche a dar la bienvenida al nuevo presidente, junto con otros miles. Sí escuché la alegría y la compartí, y por momentos, sí me dejé llevar por la esperanza.

Esperanza: ¡qué palabra rara! ¡Qué palabra tan ajena!

Por las redes sociales corre la información de que también ganó la primera mujer gobernadora de la Ciudad de México. Eso tiene un poco de mentira: Rosario Robles la dirigió en 1998 cuando Cárdenas se lanzó a la presidencia y le tuvo que transferir su puesto, la capital se llamaba Distrito Federal y no CDMX. Es cierto, no fue elegida por la gente, y sospecho que no lo hubiera sido de haberse lanzado como candidata, 1998 no se parece en nada al 2018 en materia de género e igualdad. Sin embargo Rosario Robles emprendió, por ejemplo, la “ley Robles”, que fue básicamente la propuesta para permitir el aborto en el Distrito Federal (y que por cierto se logró cuatro años después).

Junto con el empuje internacional, el Distrito Federal se fue convirtiendo en un epicentro de las grandes divisiones mexicanas. La privatización y sobre-construcción de viviendas, además de la inversión en turismo extranjero y la libre actividad de los monopolios nacionales o extranjeros incrementó las diferencias entre ricos y pobres; indígenas y citadinos; empresarios y trabajadores; librepensadores contra represores; gobiernos contra estudiantes, anarquistas, vendedores ambulantes y todo aquel que no tuviera forma de pagar su mordida, quiero decir aquí: su coima. Claro, esta forma de organización corrupta no es ni mexicana, ni novedosa, es parte quizás inherente al sistema político que el mundo ha decidido forjar. Así fue, así es.

La Ciudad de México incluye en su mapa tanto las rudas callejuelas de Tepito como los poderosos edificios de Santa Fe (basta mirar fotos en internet para comprender la complejidad de esta metrópoli). Y la verdad es que en los últimos gobiernos capitalinos -todos de la izquierda por cierto-, han habido leyes y formas de ejercerlas que logran metódicamente el cierre de pequeños negocios familiares, hermosas librerías, importantes centros culturales, bibliotecas públicas, viejos y nuevos teatros, y un montón de actividades comerciales y culturales que fueron y están siendo barridos por la corrupción que avala la privatización y monopolización de la cultura, los espacios públicos o los mercados. Sin importar demasiado las posibilidades de la gente para poder pagar una entrada a cualquier evento, o un café en Starbucks o en los Bisquets de Obregón. Corrupción que no empezó hace poco ni por la izquierda, pero que hoy es la única forma de permanecer a flote en la ciudad, hagas lo que hagas. No es secreto, o será un secreto a voces y basta mirar alrededor para notar la invasión y la ausencia.

Así el país, así la CDMX. Qué paquetes tan sucios y rotos han recibido los nuevos electos.

Ayer, junto con un nuevo presidente cuyo discurso terminó con la frase “ustedes me quieren, pero yo los quiero un poquito más” (¿qué nuevas y extrañas palabras son esas para un gobernante mexicano?) la candidata Claudia Sheinbaum ganó la gubernatura de la Ciudad de México (ex-DF, como nos gusta remarcar a algunos nostálgicos). No ganó por ser mujer, puesto que contendía con otras cuatro mujeres, ganó –quizás- por mantener una firmeza política pocas veces vista en las carreras de quienes gustan del poder estatal. Firmeza, y esa rara certidumbre de que la incongruencia es parte del mundo, y también de la política. Errores asimilados, esfuerzos declarados públicamente, y una calma, que no frialdad, para escuchar y replantear las exigencias de una ciudad lastimada, en la miseria, y sobre todo la dificultad de una ciudad que incluye a Cuajimalpa, Iztapalapa y Coyoacán en la misma habitación, ¿qué tienen que ver esas tres delegaciones entre sí? Sospecho que Claudia Sheinbaum ganó porque los votantes desean otro tipo de diálogo y relación con los poderes políticos. Menos de la dependencia a la que el eterno priísimo nos acostumbró, y más sobre la posibilidad de acercarnos a ellos, y obligarnos todos a cuestionarnos/los. Si Claudia Sheinbaum no fue electa por ser mujer, entonces eso podría significar igualdad de género, e imaginar la naturalización de la igualdad de género es también una idea esperanzadora.

¿Qué resta hoy, 3 de julio? A mi parecer resta no esperar nada ni a nadie. Sonreír al de junto y dejar de temer que saque un arma o que aviente su auto contra nuestras bicicletas como suele suceder todos los días; seguir tomando las calles para decir, pero también para hacer y compartir y sentarse a platicar con ese/esa otra persona tan distinta de idioma, olor, color y de prendas. Y si podemos no vivir otra masacre, otro encarcelamiento injusto, otro cierre de un espacio cultural porque no “le llegó al precio”, pues entonces la elección habrá tenido sentido y la alegría que nació y se desbordó la noche del primero de julio podría ser una festividad anual.