La vuelta a las clases presenciales en la lógica del “vamos viendo”

La demanda por un retorno a la presencialidad en la escuela necesita incluir la garantía del derecho a la salud y a los cuidados en igual medida. Ante el cambio de modalidad de la continuidad pedagógica nos encontramos con la agudización de distintas desigualdades: frente a la gestión de los cuidados -con una sobrecarga en las mujeres-, el acceso a los recursos tecnológicos, a escuelas con infraestructuras adecuadas y presupuestos a la altura de garantizar la salud de sus comunidades. Se trata de derechos, a la salud y a la educación, que deben estar garantizados y de ninguna manera depender del nivel de ingresos ni de la composición familiar.

A pocos días de iniciar el ciclo lectivo 2021 en la Ciudad de Buenos Aires, la inminencia del regreso a la presencialidad tiene a la comunidad educativa en su conjunto sumida en un torbellino de incertidumbre y temor por lo que se avecina. Como si no hubiéramos apelado lo suficiente a la metáfora circense del malabarismo, las familias corremos tras formularios y declaraciones juradas para presentar en las escuelas; docentes y directivxs organizan contra reloj los espacios y el contacto con estudiantes y familias; las cooperadoras buscan precios de elementos de higiene y sanidad para abastecer a las escuelas.

La fecha de inicio de las clases para cada jurisdicción está regida por el piso de 180 días y es la Ciudad de Buenos Aires la primera en iniciar su año escolar: con plena presencialidad y escalonado por niveles y modalidades. El protocolo que les llegó a las familias poco antes del retorno, delega la responsabilidad de garantizar la mayor presencialidad posible en cada establecimiento educativo. Es decir, cada escuela -sus directivxs, docentes y no docentes- ha tenido que asumir la tarea de planificar la organización interna en tiempo récord y ajustarse a los lineamientos de un protocolo que no contempla las problemáticas que encarna cada comunidad. En el mismo sentido, se desliga de la problemática anudada a la asistencia a clases que significa el traslado desde cada casa hacia la escuela, tanto para docentes como estudiantes. Hace referencia al Decreto Nacional que establece que el personal docente, no docente, estudiantes y sus acompañantes “quedan exceptuados de la prohibición del uso del servicio público de transporte” y que para ello deberán tramitar el “Certificado para Circulación Escolar”. Contradictoriamente, recomienda evitar el transporte público y aconseja hacer el traslado a pie o en bicicleta. Sin hacer alusión al riesgo que implica la sobrecarga del transporte público, sencillamente desaconseja su uso.

“Volver a clases llenos de cuidados, con distancia, priorizando la salud de los docentes, ayudarlos en su vacunación lo antes posible” fue la expresión más reciente que usó el gobierno nacional para referirse al regreso a las clases presenciales. En la Ciudad de Buenos Aires solo se definieron centros de testeo con modalidad voluntaria para docentes, que arrojaron en sus primeras jornadas de funcionamiento varios casos positivos con su consecuente aislamiento preventivo.

Los gremios docentes ya advirtieron que el protocolo no garantiza el retorno a la presencialidad de manera segura y que los gobiernos son los responsables de garantizar las condiciones sanitarias, edilicias y laborales en las escuelas. En consonancia con esto, Ademys anunció un paro de 72 hs para los primeros días de clase.

Entre el derecho a la educación y el derecho a la salud, garantizar el acceso a ambos es un rol indelegable del estado, de los estados. ¿Cómo conviven ambos derechos y cómo se garantiza su acceso sin una planificación anticipada y con presupuestos exiguos o indefinidos?

¿Se puede salir de la dicotomía que plantea solo dos propuestas como las únicas posibles? Vuelta a la presencialidad tal y como la conocíamos hasta marzo del 2020 o continuar sosteniendo las escolaridades en plena virtualidad no pueden ser los únicos escenarios posibles para pensar el calendario escolar y académico de 2021. Por eso, la demanda por un retorno a la presencialidad reconociendo su irremplazable función pedagógica y social necesita incluir la garantía del derecho a la salud y a los cuidados en igual medida.

Para el inicio de las clases presenciales el Ministerio de Educación nacional y las 24 jurisdicciones elaboraron planes de acción con sus respectivos protocolos con la presencialidad como eje vertebrador. Sin embargo, desde el momento en que empezó a hablarse del regreso a las aulas (ya no virtuales) han surgido numerosos debates en torno a las dificultades reales que las escuelas deben enfrentar para alcanzar este objetivo. Algunas demandas se encuentran explicitadas en una carta abierta que el colectivo Familias por un retorno  seguro a la escuela -integrado por familias, docentes, estudiantes en estado de alerta por el inminente retorno a clases presenciales en medio de la pandemia-  presentó al Jefe de Gobierno de la Ciudad y al Ministro de Educación de la Nación. Allí enumeran las condiciones de precariedad que presentan los edificios escolares como aulas hacinadas, estado deficiente de sanitarios, entre otras. Suman el recorte presupuestario en infraestructura escolar, tan necesaria para adecuar los espacios físicos que garanticen un retorno seguro y la complejidad que implica para la organización familiar un esquema de clases mixto o de jornadas reducidas: “No están trayendo una solución a las familias trabajadoras en el cuidado de sus hijas e hijos”

El Ministerio de Educación de la Ciudad anunció el inicio de este ciclo lectivo proponiendo una vuelta a la presencialidad con un plan que dice sostenerse sobre 4 pilares: el carácter esencial de la educación, la necesidad de protocolos y medidas, las acciones interministeriales y la participación ciudadana. A simple vista pareciera que no hiciera falta nada más para garantizar el regreso seguro a las aulas. Pero al hacer foco en cada uno de estos puntos, nos encontramos con una serie de trampas. No alcanza con enunciar el carácter esencial de la educación. Si esto no implica algo más que apelar al conjunto de actores del sistema a que sumen esfuerzos, si no hay un presupuesto orientado específicamente para ello, es solamente un slogan. El protocolo menciona en varias ocasiones al empleador, lo que resulta más acorde a las escuelas de gestión privada pero soslaya la responsabilidad del estado como empleador en los establecimientos de gestión estatal: segunda trampa. Las acciones interministeriales se enumeran pero no desarrollan el alcance y las formas en las que cada dispositivo será puesto en marcha. Por último, la puesta en escena de la participación ciudadana consiste en un permanente “como si”: no se trata de recepcionar ideas que las y los ciudadanos aporten por mucha buena voluntad que se pretenda, si en los hechos las comunidades educativas no tuvieron lugar en el proceso.

Durante 2020 alumnas, alumnos, estudiantes y docentes sostuvieron las escolaridades en la virtualidad y también con presencialidad en los edificios escolares. Las escuelas permanecieron abiertas cumpliendo el rol pedagógico y social que les otorga sentido: desplegaron estrategias para la continuidad de quienes vieron interrumpidas sus trayectorias escolares ante la suspensión de la presencialidad y sostuvieron la asistencia alimentaria a las familias de las escuelas que contaban con este servicio. Esto sucedió porque los distintos actores del sistema educativo (directivos, docentes, no docentes, familias, miembros de las cooperadoras) trabajaron a destajo a lo largo de un año que probablemente haya sido el más esforzado del que tengamos memoria.

No hubo familia en la que algunx de sus miembrxs esté escolarizadx o sea trabajador(a) de la educación, que no haya sentido el impacto de la suspensión de las clases presenciales. Desde la necesidad de adaptar los espacios y tiempos hasta las dificultades de acceso a los recursos materiales que permitieran sostener una cursada virtual, se profundizaron las desigualdades y se acentuó la evidente crisis en el sistema de cuidados y en la sostenibilidad de la vida y las crianzas. Una encuesta que llevó adelante UNICEF en 2020 a pocos meses de iniciada la suspensión de clases presenciales, indaga sobre el apoyo en el hogar a las tareas escolares de niños, niñas y adolescentes. Los datos reflejan la desigualdad genérica en las tareas de apoyo profundizada en los hogares de menores ingresos. Fue principalmente sostenido por las madres (68%), solo en un 16% por los padres y otro 16% de los hogares destacó la participación de ambos. En los hogares de menores ingresos ese apoyo recae aún más en las madres (76%) mientras que la presencia de los padres disminuye (10%)

Respecto al acceso a recursos tecnológicos para sostener la comunicación con sus escuelas, docentes, pares y la asistencia a clases virtuales, los datos muestran que el 18% de los y las adolescentes no contó con acceso a Internet en sus hogares, se incrementa al 21% entre estudiantes de escuelas estatales y al 28% en jóvenes entre 13 y 17 de hogares destinatarios de la Asignación Universal por Hijo (AUH). El 37% no dispuso de un dispositivo para realizar sus tareas, incrementado al 44% de los estudiantes de establecimientos estatales y al 53% de quienes perciben la AUH. Es importante aclarar que esto contempla tanto a quienes viven en hogares sin acceso a recursos tecnológicos como también a quienes aun teniéndolos en su hogar, no pudieron utilizarlos con fines escolares.

Imaginar cómo va a sostenerse desde cada hogar -nuevamente- un esquema de asistencia con horarios reducidos e ingresos escalonados es asomarse a un abismo de indefiniciones que apela implícitamente a las soluciones individuales en las que cada familia deberá arreglárselas como pueda. Basta imaginar el universo caótico que se despliega para aquellas familias con niñes que asisten a una escuela de jornada completa, ahora reformulada en una cursada de 3 o 4 horas. Otra vez la sobrecarga en las tareas de cuidado, las complicaciones para compatibilizar los horarios laborales y escolares complejizados por la pandemia, recaerá sobre quienes históricamente cargan sobre sus hombros ese rol: las mujeres e identidades feminizadas. Y fundamentalmente, las mujeres pobres.

Un informe del Observatorio de Géneros y Políticas Públicas indica que un 57,5% de las mujeres que trabajan desde su casa se sienten sobrepasadas por las tareas laborales frente a un 43,6% de los varones en la misma situación laboral. Sabemos sobre la distribución desigual de las tareas de cuidado a nivel global: según OXFAM las mujeres dedican 12,5 mil millones de horas a estas tareas diariamente.

Si la concebimos como una dimensión central del bienestar social, la gestión del cuidado -todas las tareas que se vinculan con la coordinación de horarios, los traslados, la organización de las rutinas de niños, niñas, adolescentes- son tareas que se intensifican frente a la urgencia del cambio de modalidad de la continuidad pedagógica. Desde hace algunos años se viene insistiendo en poner en el centro de la agenda económica y social estas cuestiones. Fundamentalmente porque se trata de un derecho que debe estar garantizado y de ninguna manera puede depender del nivel de ingresos ni de la composición familiar. Nuevamente, no apelar a las responsabilidades individuales para evitar reproducir o profundizar desigualdades.

No sabemos a ciencia cierta qué sucederá a partir del inicio de este ciclo lectivo. En parte porque nuestro país alberga tantas realidades y problemáticas como territorios. En gran medida, porque la planificación de la vuelta a la presencialidad parece suceder en una lógica vertiginosa e improvisada, en una suerte de “vamos viendo” que preocupa a todos los actores de la comunidad educativa en su conjunto.

Sin embargo, hay una certeza que no podemos eludir: las desigualdades educativas y sociales seguirán profundizándose. El impacto de lo que suceda golpeará más fuerte a quienes no cuentan con pleno acceso y disponibilidad para sostener las escolaridades en este nuevo contexto, que exige más de lo que pone a disposición.