Trayectorias e itinerarios travestis: apuntes para pensar la producción social de lo (in)visible

La experiencia del aislamiento obligatorio a causa del COVID-19 provocó reflexiones en torno del derecho a la ciudad, las movilidades y el encierro. Pero esto que nos resulta novedoso y contingente forma parte de la cotidianeidad para las personas trans y travestis. Marce Butierrez recupera algunas de esas reflexiones para repensar las formas de desigualdad que operan habitualmente sobre la población trans y que se recrudecen ante los episodios críticos de la actualidad.

Fue un hito histórico. El pueblo ganó las calles, desafió el Estado de sitio y determinó la huída de De La Rúa, y nosotras fuimos parte activa de esa lucha. Muchas compañeras travestis esa noche empezaban a producirse, (a vestirse, pintarse) y de pronto fuimos sorprendidas por algo que a primer oído parecían los tambores llamando a participar de los carnavales. Como es sabido, el carnaval es para nosotras el único lugar de aceptación. Pero estos eran otros tambores, sonaban para resistir el Estado de sitio que De la Rúa había declarado minutos antes. Entonces, desde los barrios de Palermo, San Telmo, Constitución y Flores las travestis a medio maquillar comenzamos a caminar y nos sumamos a ese grito rebelde que se reunía en cada esquina, en las calles y las avenidas: ¡Que se vayan todos! Y allí, al lado de nuestros vecinos fue un gran asombro no escuchar los insultos con que muchos nos recibían apenas notaban nuestra presencia. Fue una sorpresa ver que las exageradas siliconas, los pudorosos genitales, las indecorosas pinturas y corpiños se fundían y se desvanecían en la protesta social. Te quiero decir que cuando no nos miraban, cuando no llamábamos la atención, cuando éramos unas más, fue cuando mejor miradas nos sentimos. Sí, por primera vez nos sentimos unidas a un reclamo general, que en ese momento era el “No” rotundo al estado de sitio. Pero ¿sabes qué pasaba?, las travestis vivimos en estado de sitio todos los días. La rutinaria persecución policial, el no poder circular libremente por las calles porque portamos una identidad subversiva, y el carecer de derechos consagrados para todos los ciudadanos convierten la vida de las travestis en un Estado de sitio permanente. 
Lohana Berkins

Circular por las ciudades, caminar las avenidas, recorrer las peatonales son privilegios que los cuerpos trans y travestis no pueden ejercer, que muchas veces desconocen. Toparse con un grupito de miradas inquisidoras en una esquina es una frontera infranqueable. Subirse a un colectivo a las 9 de la mañana para llegar a clases, junto a los escolares y las mamás con nenitos de jardín preguntándose si somos varones o mujeres, es mucho más que una situación incómoda. Detenerse en una esquina en bicicleta toda maquillada y producida es más difícil que pedalear en tacones.

La colectividad trans y travesti ha ido escribiendo junto con su historia, sus mapas. Instrucciones sobre cómo recorrer la ciudad, por dónde escabullirse de los controles policiales, qué pasajes y rincones de los barrios le son permitidos caminar a plena luz del día y cuales esquinas serán sus territorios nocturnos. Una cartografía de los lugares que habitamos permite entender los modos en que una ciudad constituye sus márgenes e incluso dimensionar la concreción material del sistema patriarcal.

Este escrito no tiene muchas pretensiones, me limitaré en algunas páginas a contarles sobre la manera en que la ciudad parece construirse a sí misma, sobre la forma en que se escriben los márgenes y sobre los cuerpos, las narrativas y las trayectorias que son dejadas por fuera. Elegí para enmarcar este trabajo un fragmento de entrevista a Lohana Berkins, porque su voz incansable sigue poniéndole palabras a la historia de muchas. Porque en su conversar descuidado, desbordante y travesti responde sobre la crisis de 2001 pero también da pistas de cómo es vivir en una ciudad permanentemente sitiada, con un cuerpo sitiado, sospechado, ilegible. Porque al nombrar el carnaval y la revuelta nos dice en la experiencia de su propia carne mucho de lo que como cientistas sociales teorizamos con escaso éxito.

Algunos eventos críticos pueden ponernos en un plano de igualdad e inaugurar ventanas temporales y espaciales en las que la convivencia entre sujetos diversos es posible, aunque no deseada.

Hace algunos años, vengo trabajando teóricamente en torno a las identidades sexo-disidentes y en particular sobre las identidades trans. Un poco por casualidad llegue a introducirme en un conjunto de experiencias sobre las que se había escrito poco: las de las travestis que migran desde los pequeños pueblitos del interior de la provincia de Salta hacia la capital. Con el tiempo, con la profundización también en lecturas y en encuentros con las protagonistas y con mis compañeras feministas, fui comprendiendo que estas “migraciones” no podían ser entendidas como tales, como meros desplazamientos desde una periferia hacia un centro o como una fuga en búsqueda de nuevos y mejores horizontes de vida; sino que debían ser pensados como una compleja red de estrategias de resistencia y prácticas de movilidad que configuran en el espacio un entramado que da cuenta de las lógicas vitales que atraviesan la transgeneridad.

Para los cuerpos trans desplazarse es una manera de resistir, de sobrevivir y de disputar en el espacio y el orden público su status de ciudadanía. La quietud, estar detenidas, es por ende una manera de ser subyugadas, es exponerse a peligros, a agresiones que van inscribiéndose en la piel y dibujando insignias, trayectorias y narrativas. Un cuerpo travesti es un cuerpo atravesado por la violencia y la experiencia cruda de la (in)movilidad. Pero debido a las limitaciones y constante asedio que viven los cuerpos sexo-disidentes estas narraciones están siempre entrecortadas, habladas en un lenguaje tartamudo, pronunciadas en carrinche (un lenguaje carcelario inventado por las travas como subterfugio ante el asedio policial). Si tal como plantea De Certau el caminar por las ciudades es una manera de escribir una textualidad y narrar una historia, aquella gran historia que los cuerpos cis escriben sobre las grandes avenidas con una letra clara y estridente, las chicas trans la escribimos en fragmentos, difusa, enrevesada y con garabatos que confusamente se pierden en las puertas de una comisaría.

Desplazarse es también consecuencia de múltiples expulsiones. La mayoría de las veces las personas trans no logran reconocer un momento en el que empezaron a identificarse como tales. Sencillamente siempre fueron lo que son. Aunque en la actualidad pareciera más habitual hablar de infancias trans, lo que en realidad sucede es que se ha modificado nuestra escucha y eso nos permite reconocer más tempranamente algo que siempre existió. Aquella vieja idea de un despertar sexual hoy resulta obsoleta. Lo que persiste es un enunciarse trans frente a las familias y las instituciones y un transitar por esos espacios portando las demarcaciones que como sociedad se les imponen a los cuerpos trans. Y en ese circular por las instituciones del estado se producen frecuentemente situaciones de discriminación, de expulsión, de maltrato sistemático que derivan en que muchas veces la fuga, el escape se produzca de la mano de un transitar hacia nuevos horizontes donde se pueda habitar sin cargar sobre los hombres el mandato biológico.

No es suficiente con mencionar los dispositivos estatales que producen la expulsión de las identidades trans de los espacios institucionales. Es preciso entender que se trata de todo un conjunto de políticas y tecnologías (económicas, religiosas, morales, culturales) las que se emplean en la producción de una limpieza profunda de la ciudad en la que no existe lugar para aquellas identidades de clase, raza o género que corrompen el ideal de ciudadanía. Desde un simple inspector en el colectivo que te revisa la SUBE y escruta con la mirada tu rostro y tu fotografía, hasta el policía que te detiene por estar vestida indecentemente, pasando por la administrativa que pronuncia mal tu nombre o que te llama según tu dead-name, la enfermera que te pide documentos para una simple práctica de rutina o la maestra que te trata de varón sin comprender la complejidad de la autopercepción, etc. La identidad está siempre puesta en un escenario de control y vigilancia. Hemos naturalizado de tal manera todos estos procedimientos de constitución de estatalidad que logramos pasar frente a ellas sin notarlas y no sólo eso, las reproducimos y participamos de su reificación.

Una de las grandes artes que el estado produce es la de hacer invisible las lógicas de su funcionamiento, la de opacar la lente a través de la que observamos y en ese proceso también producir ciudadanías invisibles. Los códigos contravencionales, la delimitación de zonas rojas, el establecimiento tácito de zonas de convivencia, la mera norma implícita que habilita a las personas trans sólo como parte de la nocturnidad, la moralina que impide mostrar cuerpos trans a niñes y/o adolescentes, los vacíos en la propia ley de educación sexual integral, etc. implican la construcción de espacios segmentados, apartados y oscuros en donde la existencia es apenas posible. A la vez también este límite establecido para la existencia travesti lejos de lo público, de la infancia, de la formalidad implica la sentencia de que toda circulación por fuera de ese margen será pasible de sanción y castigo.

A los efectos de no hacer más extensa esta reflexión obviaré mencionar otras experiencias y formas de la transgeneridad, que son aún más complejas e invisibles cómo la de los varones trans o las identidades trans no-binarias, pero me limitaré a mencionar que sí para las travestis, la calle y la prostitución ha significado un espacio de sufrimiento y de violencia, también este compartir un espacio público ha permitido el encuentro, la organización y la disputa por ciudadanía; algo que aún muchas identidades trans no logran concretar como proyecto político.

La calle es un espacio hostil, pero también es trinchera. Desfilar en los carnavales ha sido para las compañeras travas más que un acto de exhibicionismo o una forma de arte, ha sido la manera (la manera más travesti) de plantarse frente a la cara de patrones, de clientes, de mujeres, de niños, de docentes, de todes y decir “existimos”, existimos y no nos pueden arrebatar la alegría. Nos puede cagar a palos, nos pueden detener por meses, nos pueden cortar el pelo, nos pueden llevar de prepo a la colimba, pero no nos pueden arrebatar la identidad. En una ocasión a Lohana la llevaron presa y el cana la hacía cavar pozos “para que se haga hombre”, le cortaron el pelo y le pegaban, pero Lohana en la cara del milico le dijo “podes hacerme lo que quieras, pero yo adentro mío sigo siendo Lohana Berkins”.

Cómo Lohana hay cientos de compañeras travestis que siguen circulando y transitando y atravesando límites. Refugiándose entre hermanas cuando la violencia es más cruda, construyendo esa nostredad que tan bonitamente menciona Marlene Wayar, recibiendo en la casa a la que fue echada por sus padres, poniéndole un plato de sopa a la que no tiene que comer, saliendo juntas a la calle, cuidándose unas a otras, haciendo acompañadas una revolución de mariposas, dando como un conjunto la batalla por el nombre propio, disputando entre todas los espacios de representación política, levantando la misma bandera; con tensiones dentro, con rencores, sí; pero unidas por la urgencia. Haber tenido que aprender a caminar la calle con miedo, nos llenó de valentía. Estar aisladas nos enseñó a soñarnos juntas. Haber aprendido a circular a oscuras, ahora nos permite caminar evitando todo obstáculo. Habernos prohibido entrar a los lugares de la cis-heteronorma dominante, nos enseñó a cagarnos en esa mierda, saber que podemos ser y somos y vamos a seguir siendo orgullosamente travestis.

*Este texto reúne algunas reflexiones presentadas en el 3° Foro Argentino de la Bicicleta – Septiembre de 2019.