Grammar is politics
by other means
Donna Haraway, Simians, Cyborgs and Women
La seguridad ciudadana y la lógica de protección masculina
El 10 de mayo de 2018 se presentó en la Legislatura provincial mendocina un proyecto de ley impulsado por el gobernador Alfredo Cornejo que promueve la sanción de un nuevo Código Contravencional. La propuesta vendría a “reformar integralmente” el actual Código de Faltas de la provincia, vigente desde 1965. Esta iniciativa, que fue aprobada el 12 de septiembre en Diputados con una serie de modificaciones, volverá el martes a Senadores. Entre las justificaciones se destacó la necesidad de una “herramienta legislativa nueva”, que sea la conjugación de “los fines de una política criminal eficiente, el derecho a la seguridad ciudadana y el aseguramiento de los derechos y garantías constitucionales de todos los mendocinos”.
Muchas de las líneas que orientan el articulado –no por el repudio que han suscitado– son absolutamente novedosas. Hace unos pocos meses desde la Red de Mujeres y el Grupo de Trabajo Feminismos y Justicia Penal de INECIP manifestamos la misma preocupación cuando la urgencia nos llevó a decir nuevamente no frente a lo que consideramos una grotesca instrumentalización de las legítimas reivindicaciones de los movimientos feministas para avanzar en la reforma del código contravencional de la Ciudad de Buenos Aires, que acentúa aspectos punitivos sobre la precarización de nuestras vidas. Sin embargo, es posible advertir que la actualización de gramáticas punitivas es sintomática de una serie de repliegues que hacen de la precariedad, la sexualidad y la enfermedad un entramado en torno al cual se activan pánicos que habilitan y refuerzan dinámicas represivas con aristas moralizantes y sexuadas, sobre las que sugerimos algunas claves de lectura.
Entre los objetivos declarados en la fundamentación del proyecto sobresalen aspectos como la necesidad de “introducir en la sociedad un mayor respeto a las autoridades”. También se incorporan como contravenciones actividades vinculadas al cuidado y la limpieza de vehículos. De acuerdo con lo señalado en el mismo proyecto, esta definición es “consecuencia de la creciente demanda de la sociedad para regular este tipo de práctica que genera temor e inseguridad en la población”. Lo mismo para el caso de quienes estuvieran “en estado de alteración psíquica por uso de sustancias”, en tanto alterarían “la tranquilidad de los transeúntes y familia”, generando inseguridad, pues la imprevisibilidad de sus conductas supone en sí misma una amenaza latente al mantenimiento del orden ciudadano, marcado por su previsibilidad y controlabilidad. En líneas generales, el nuevo Código se presenta como “prospección de lo que la ciudadanía hoy sufre y la constituye en víctima”. La proyección de la ciudadanía como víctima se construye presuponiendo y reforzando un estereotipo ciudadano y, por ende, una víctima modelizada acorde a estos rasgos abstractos e ideales de ciudadanía que habilitan una forma de gobernanza específica en torno al delito y la necesidad de seguridad.
Esta idea podría ubicarse como parte de la trama de lo que algunes autores han pensado como el paradigma político de gobierno mediante la criminalización. Elizabeth Bernstein señala cómo incluso a partir de la década de 1960, ciertos sectores del activismo feminista contra la violencia sexual han contribuido al fortalecimiento de la justicia penal como aparato de control que, a su vez, encuentra en la retórica de derechos un vehículo clave para ampliar la criminalización. De modo que a partir de una lectura cultural de la singularización específica de estos procesos en clave de géneros y sexualidad podría sugerirse que los horizontes de justicia y liberación de estas reivindicaciones feministas son reformulados en clave punitiva.
Tamar Pitch se pregunta por las modalidades en que los problemas y conflictos sociales se identifican como materias que ameritan una respuesta punitiva, acompañadas por una tendencia al uso del lenguaje y la perspectiva de la justicia penal para la articulación y formalización de las demandas y los conflictos. En particular, esto supone la adopción de un lenguaje de victimización: “Es la solución la que dicta el modo en que el problema es construido”. De modo que la criminalización en la enmienda de un Código de 1965, con la pretensión de modernizar en función de las demandas ciudadanas, da indicios de la forma en que el problema está siendo no sólo construido sino también legitimado y, en consecuencia, de la manera en que habilita respuestas penales específicas.
Este problema se advierte en la orientación que asume el Título III, que regula el acoso sexual callejero, definido como “aquella conducta física o verbal de naturaleza o connotación sexual realizada por una o más personas contra otras que se sienten afectadas en su dignidad”. De acuerdo en lo expuesto en los fundamentos “este tema es de gran importancia en cuanto incorpora la perspectiva de género en el Código Contravencional, también pone en valor la protección de los derechos fundamentales como la libertad, integridad y libre tránsito, sancionando toda intimidación, hostilidad, degradación y humillación”. La pretensión de incorporar la perspectiva de género apela a un modo específico de asumir las reivindicaciones feministas que, en definitiva, hacen del proceso de victimización la única vía imaginable para contenerlas.
La orientación que el nuevo Código asume en este plano podría ser pensada –conforme apunta Jock Young– dentro de una lógica generizada de protección masculina: por un lado, habilita retóricas belicistas e ilumina el significado y la apelación efectiva a un estado seguro y, al mismo tiempo, pone a aquellxs que protege en una posición subordinada de dependencia y obediencia. En la misma línea podemos leer la concomitancia entre los obstáculos a la implementación efectiva de la ESI, y el slogan “con mis hijos no”, que fundamenta el avance de modos moralizantes de regulación del ejercicio de la maternidad y paternidad bajo contravenciones sobre el consumo de alcohol, el peligro de las previas sobre las que les padres y madres no serían lo suficientemente cautos, hasta las inasistencias escolares.
Nunca fuimos modernos
Hay dos figuras en particular dentro del proyecto que reactivan una semántica del peligro en torno a acontecimientos biológicos ligados estrechamente al despliegue de las sexualidades. La “prostitución peligrosa” es una de estas figuras, que reemerge en cierta medida como resabio de las reglamentaciones decimonónicas que modelaron el control del comercio sexual entre finales de siglo XIX y principios de siglo XX. Más específicamente, el proyecto alude a la “incitación pública a prácticas sexuales, sancionando a las personas que individualmente o en compañía se exhibieren, incitaren o realizaren señas o gestos provocativos a terceros, en lugares públicos, abiertos o expuestos al público, con el propósito de mantener contactos o prácticas sexuales, por dinero o promesa remuneratoria”. La disposición, además, eleva al doble la sanción en caso de reincidencia y al triple si el cliente fuere menor de edad.
No habría que apelar a un análisis muy agudo para sugerir que donde se dispone reincidencia encontraríamos en realidad el resultado una trayectoria laboral precaria. Resulta llamativo el solapamiento esquizoide de las líneas estatales que refuerzan concepciones tutelares y victimizantes –que asumen un nulo margen de autonomía para las mujeres en los mercados sexuales–, y en el mismo ademán señala como pasibles de sanción a quienes se insertan en estos mercados de modo peligroso. La obturación a pensar en clave laboral y de derechos produce modalidades subjetivas que precarizan aún más las trayectorias vitales de quienes ejercen sus trabajos sin el reconocimiento de derechos. Nos enfrentamos entonces a una gramática activada por una lógica estrictamente punitiva de acuerdo a la cual o bien nos encontramos frente a una transgresora que merece ser criminalizada por su propio peligro o a una víctima cuya voz no merece otro estatuto que el de un pedido implícito de rescate. Esta actitud esquizoide se extiende a otro plano en tanto son las mismas trabajadoras sexuales quienes han sido además referentes centrales en la promoción de la salud sexual.
Entre fines del siglo XIX y principios del XX, la prostitución aparece como objeto de debate vinculado a la preocupación por la salud del cuerpo social, ligada estrechamente a la propagación de enfermedades venéreas, de modo que el vínculo enfermedad-erogeneidad configura un complejo indisoluble como clave de análisis epocal. La retórica del peligro que moldea la figura de la “prostitución peligrosa” remite históricamente a la estigmatización del tráfico venéreo asociado al comercio sexual y se advierte en los debates y las políticas públicas de esa época. A la par, podemos destacar formaciones discursivas específicas que fundamentaron reglamentaciones vinculadas a los “focos infecciosos”. Uno de estos nodos fantasmáticos se construyó en torno al cuerpo de la prostituta y es en ese sentido que se adoptaron reglamentaciones a nivel local con especial atención a la gestión del espacio público. La gestión espacial de las ciudades modernas traza límites simbólicos que modelan los rasgos de la vida ciudadana organizada y deseable. La transgresión, la amenaza y la penalidad se enlazan para conceptualizar la experiencia corporal del exceso de modo patológico. Estos espacios discursivos reemergen ahora para reactualizar modos precarios de subjetivación y estigmatización de trayectorias vitales.
La ciencia asume un rol preponderante en la modernidad en las gestiones de la vida y el riesgo. Se trata, en definitiva, de conocer para controlar y prevenir. En ese sentido, el cuerpo como lo “natural” dado es objeto de una serie de discursos científicos que paulatinamente se articulan con el discurso de la ley y operan como instancias de definición y puntos subjetivantes que modelizan los comportamientos, la sensibilidades y percepciones. En ese sentido, higiene y criminalidad se intersectan en dispositivos híbridos entre lo médico y lo legal. De acuerdo con Pitch, la distinción entre riesgos y peligros diferencia entre las consecuencias posibles de una decisión y las consecuencias de cualquier cosa que esté más allá del accionar humano consciente. Es quizás en ese sentido alarmante la reactivación de la semántica de la peligrosidad en torno a la prostitución como figura contravencional, paradójicamente en las mismas semanas en que como resultado de una reivindicación del activismo feminista y el colectivo de trabajadoras sexuales logró derogarse en la provincia de Buenos Aires el artículo 68 del Código de Faltas relativo a la prostitución “escandalosa”.
La enfermedad y sus metáforas
En La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag afirmaba que “a todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos”. Esta doble ciudadanía tiene su correlato en el estatuto de nuestros cuerpos y sus afecciones, en especial cuando son codificadas jurídicamente. Siguiendo a Sontag, una persona no solo padecería entonces los efectos físicos provocados por infecciones de bacterias y virus o por la “división incontrolable, anárquica y traicionera de las células del propio cuerpo”, sino que también debe lidiar con las representaciones sociales y la “constelación de metáforas” que se traman en torno a ellas.
Ello también lo exponía agudamente Néstor Perlongher cuando decía no saber qué era más pavoroso en la emergencia del sida, “si los efectos devastadores de la enfermedad en el propio plano de los cuerpos físicos, minados por una sucesión impresionante de molestias; o si otros efectos menos físicos en el plano de la llamada moral pública, que no por ser “discursivos”, dejan de incidir en la programación contemporánea de los cuerpos, sus pasiones y sus tránsitos”.
La proyección del artículo 126 del proyecto mendocino ligado a la criminalización de la transmisión de VIH, no por haber sido descartado en Diputados producto de una fuerte movilización en repudio es menos sintomático de los discursos que en la trama emotiva se movilizan para evidenciar, persuadir y legitimar políticas punitivas a partir de, como dice Sarah Ahmed, emociones que moldean las “superficies de los cuerpos individuales y colectivos”. Ello se observa en la circulación de representaciones mediáticas de los cuerpos enfermos, en especial cuando estas enfermedades tienen connotaciones estrictamente sexuales por sus modos de transmisión. Esta movilización de imágenes alienta gramáticas punitivas arraigadas en un sentido común que se activa frente a una serie de amenazas para la convivencia social. Uno de los elementos de estas amenazas reside en su carácter difuso y ubicuo. El miedo o temor al delito se entremezcla con una sensación más difusa de peligro, que excede a la idea específica de delito asociándose con una amenaza más general a la seguridad y provocando pánicos acordes a ciertos umbrales de sensibilidad epocal. Como señala Lila Caimari, las olas de pánico al crimen tienen memoria corta, en el sentido de que irrumpen como pura actualidad, planteándose en términos de una saturación del presente frente a un pasado vacío.
Aun cuando, como observa Roberto Esposito, categorías clásicas como derecho y sus derivaciones propias en el lenguaje jurídico pueden considerarse debilitadas o carentes por sí de capacidad interpretativa, emergen en cierto modo, y en particular en las formas penales, como organizadoras de los discursos políticos más extendidos. Sin embargo, también sugiere que “derecho y política aparecen cada vez más directamente comprometidos por algo que excede a su lenguaje habitual, arrastrándolos a una dimensión exterior a sus aparatos conceptuales”; confluyendo en tramas de sentido que desbordan la lógica propiamente jurídica. En principio podríamos decir que los estudios y análisis en torno al Derecho han sido en general poco permeables a revisar las concepciones de lo corporal y su economía subjetiva, signada por tradiciones descorporeizantes del “sujeto de derechos”.
Es de ese modo que, en gran medida, en los discursos legales emerge fundamentalmente la referencia al cuerpo como mero dato natural, material, donde se inscriben los síntomas a través de los cuales la dimensión patológica o enferma de la persona es aprehendida mediante un sistema de referencias que traza una frontera y delimita la exterioridad de la individualidad normal y sana, en definitiva, de su humanidad. En ese sentido, el interés que para la medicina legal adquirió la cuestión del “contagio venéreo” en la década de 1930 dio lugar a una serie de elaboraciones doctrinarias que en Cátedra de Medicina Legal de la UBA abrió paso a la publicación en 1938 del libro El delito de contagio venéreo en la medicina forense. La heurística judicial que había comenzado a emerger en este plano se consolida en la proyección de una tipificación específica que contemplaba la singularidad del contagio venéreo como figura penal en la Ley 12.331 de Profilaxis Social de las Enfermedades Venéreas sancionada en el año 1936 y marcada por la creciente propagación de enfermedades, especialmente de la sífilis, como problema público. Otro elemento sintomático de esta tensión entre lo médico y la penalidad se evidencia en la amplia circulación de la publicación, en el año 1934, de la obra Delincuencia venérea de Carlos Bernaldo de Quirós, de la Asociación Argentina de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social, como pauta del entrecruzamiento entre las concepciones “clásicas” del delito y el drama venéreo, conjugado en clave de delincuencia.
En la articulación del discurso punitivo con otros cuyo epicentro es la enfermedad, se intersecta una dimensión moralizante, que connota el modo en que se plantea la amenaza a la vida. Ello propicia una lectura en términos inmunitarios que traza fronteras respecto de los cuerpos que configuran la amenaza, tanto del cuerpo individual como del cuerpo social. La clave inmunitaria hace entonces de esta amenaza al ciudadano y la ciudadanía una fuente de pánico extendido, articulados con tecnologías de género específicas que se configuran como base de legitimaciones en el plano punitivo. Los conflictos, las heridas, los miedos asociados a la enfermedad como amenaza a la vida misma producen subjetivaciones que precarizan los cuerpos que suponen un exceso respecto de la idealización ciudadana, articulándose ese temor difuso dentro de la gramática política de la penalidad. Si la salud pública como eje sobre el cual proyectar políticas atraviesa de modo central los discursos epocales que derivaron hacia fines de siglo XIX en los reglamentos para regular el comercio sexual, podríamos pensar la emergencia de estas retóricas contravencionales contemporáneas no a través de lo que disponen exclusivamente sino, como señalara Michel Foucault, en el acontecimiento de su retorno. Es decir, de cómo viejas argumentaciones están presentes en huellas semióticas que se rearticulan en un nuevo discurso punitivo.
Las elaboraciones doctrinarias que fungieron como guías interpretativas del contagio venéreo hacia la década del 40 suponen ya una construcción diferencial de la responsabilidad que está marcada por los énfasis en los relieves de una intencionalidad ficcional presupuesta para configurar el tipo penal. Como señala Nicolás Cuello, la imposibilidad de reponer el recorrido del virus supone que no es posible dar cuenta del momento de la transmisión ni de su origen. Pero, además, la gramática punitiva está inmersa en formulaciones e interpretaciones que presuponen criterios diferenciales en la atribución de gradaciones de responsabilidad llegado el caso de pensar en las lesiones eventuales originadas por el contagio intencional. Las prácticas de prevención esperables ingresan en retóricas sexuadas que asumen la connotación de un imperativo moral de acuerdo a la posición sexo-genérica; no sólo provocando eventuales sentimientos de culpa frente al principio de precaución que las mujeres, gays, travestis y trans deberían encarnar –la doctrina abierta en la década del 40 sobre “contagio venéreo” hacía referencia al “deber de cuidado de las mujeres”–, sino significando específicamente un mayor grado de responsabilidad penal de acuerdo a la hermenéutica consecuentemente sexuada de la intencionalidad.
En el año 2015, en Mendoza, una mujer se sometió a test de VIH/Sida que le dio positivo por lo que decidió denunciar por lesiones graves al hombre con quien mantenía un vínculo y nunca le habría dicho que era portador de este virus, con lo cual ella no pudo tomar medidas de protección. El hombre fue imputado por lesiones graves sobre la base del artículo 91 del Código Penal, que dispone la “reclusión o prisión de tres a diez años si la lesión produjere una enfermedad mental o corporal, cierta o probablemente incurable”. La sentencia que recibió el imputado fue de 3 años en suspenso, con la condición de que realice un tratamiento psiquiátrico, en la que se respondió al pedido de la querella.
Hace unos días discutimos en el Encuentro Regional Feminismos y Política Criminal sobre los intersticios entre el punitivismo y el garantismo que se erige en líneas generales sin ningún tipo de reparo en las asimetrías de género. La posibilidad de medidas alternativas que tengan en cuenta las voces de quienes están involucrades debería ser parte de una ética feminista que oriente nuestras tensiones con el sistema punitivo, pensando las formas de violencia machista en sus manifestaciones específicas. En ese sentido, la lógica de criminalización como respuesta a nuestras necesidades deviene una forma de instrumentalización en la que lo que efectivamente se criminaliza es la diferencia y las economías de subsistencia en el marco de una precarización creciente.
*Lucía Coppa integra el grupo de trabajo Feminismos y Justicia Penal de INECIP.