Carmen Beramendi: “Cuando entramos en el Estado la construcción del espacio propio es tan importante como el riesgo de quedar en el nicho”

Carmen Beramendi es investigadora en género y políticas públicas de igualdad. Hoy es consejera honoraria del Fondo de Mujeres del Sur y asesora de género de la intendencia de Montevideo. También se desempeñó como directora de FLACSO Uruguay. Cuenta con una trayectoria vitalen la que la militancia, el movimiento feminista y las políticas públicas se intersectan. Fue dirigente sindical y estuvo detenida durante la última dictadura, junto a su hija, entre 1972 y 1979. Con el regreso de la democracia se convirtió en diputada por el Partido Comunista y después fue senadora. Fue directora del Instituto Nacional de las Mujeres y fundadora de la Comisión de la Mujer del Parlamento Latinoamericano. Esta conversación forma parte de “Institucionalizadas: cuando los feminismos se vuelven parte del Estado”, una investigación transnacional de LatFem sobre Argentina, Uruguay, Chile y Brasil con apoyo de FESminismos, proyecto regional de la Fundación Friedrich Ebert (FES).

Con tu larga trayectoria, porque pasaste por distintos espacios institucionales, de investigación, de activismo, ¿cómo ves el feminismo de Uruguay hoy? 

—A mí me parece que estamos pasando un momento en el feminismo en Uruguay. Me cuesta un poco nombrarlo en singular. Más allá de que un movimiento puede integrar diversas expresiones, creo que cada vez integra diversas identidades, expresiones, modos de vivirlo. Entonces, prefiero hablar de los feminismos y de cómo esos feminismos, en el movimiento feminista en Uruguay, se articulan, se tensionan, disputan. 

Ha habido un avance impresionante en relación a los niveles de algo para lo cual no sé si la palabra adecuada es masificación, que a veces tiene una connotación negativa. Es una llegada y alcance a lugares impensables. Me parecen maravillosos, por ejemplo, estos 8 de marzo que irrumpen, las primeras marchas masivas. En el caso de Montevideo la primeras marchas masivas, del ‘18 o del ‘19, ni eran marchas porque copaban todo el centro y no se podían mover. Luego y en simultáneo, tuvo expresiones en la mayor parte de los departamentos del Uruguay. 

Algo nuevo es la llegada de improntas más territoriales. Dejó de ser un feminismo de un núcleo activista, incluso con concepciones que tenían que ver con prácticas elitistas. Yo no vengo de ese feminismo. Fui dirigente sindical (en el Sindicato de Trabajadores de la Pesca, que presidió entre 1984 y 1989) durante muchos años, entonces mi primer encuentro con las feministas que venían del exilio, las primeras feministas que se definían como tales en Uruguay fue en los años ochenta. Al salir de la dictadura, en el ‘83 y el ‘84, la experiencia de articulación del movimiento sindical con los feminismos era tremendamente difícil porque había un lenguaje rebuscado y escasamente traducido en términos sencillos. Tenían el gran valor de haber aportado un conocimiento que no existía en ningún lado. No existía la universidad. El conocimiento existía en el Grupo de estudios sobre la condición de la mujer en el Uruguay (GRECMU), que fue pionero en Uruguay en producir conocimiento. Entré a la cámara en el ‘90 para ser diputada y cuando necesitaba la información no la encontraba en la academia, la encontraba en el conocimiento acumulado del feminismo que había venido del exilio, que estaban en Uruguay y que habían encontrado nichos de estudio; eran universitarias pero no se habían formado dentro de la universidad. 

Ahí había un núcleo fuerte para mí, un núcleo súper importante. Existió un espacio llamado Espacio Feminista. En aquella misma época, por mi propia inscripción en el movimiento sindical, sentía que había un feministómetro, entre las que veníamos de otro palo. Lo viví como una cosa muy dura. Sin embargo, estaba dispuesta a batallar y ser parte de eso. 

De ese feminismo al de hoy veo muchos cambios con estos niveles no solo de luchas masivas en la calle sino de apropiación del discurso. Quiero hacer una diferencia: me parece que hay un componente en el feminismo simbólico que disputa mucho sentido del discurso. Y lo que yo veo en muchas feministas es que hay mucha consigna vacía. Me encuentro con cantidad de mujeres jóvenes y no tan jóvenes que irrumpen con la necesidad de que las voces se escuchen. Discutís con ellas, por ejemplo, la palabra desconstrucción. Todas estamos en proceso de deconstrucción y tú preguntas “¿qué es deconstruir?”. Y no hay una idea. También sobre los hombres: vos no podés vincularte con ningún varón que no sea deconstruido. ¿Qué es deconstruirse? Porque se supone que la propia palabra debe dar cuenta del proceso. Muchas veces hay palabras que se congelan, se rigidizan. 

Tengo una preocupación. Una tensión grande que siento hoy es cómo al mismo tiempo que se avanza en términos de masividad, de extensión, de diversidad, se produce un avance en términos de profundidad y eso requiere estudiar, no necesariamente en la academia, pero tener espacios de reflexión, repensarnos. 

Sí reconozco valor, por supuesto, en términos de que se intenta colocar cosas nuevas. Sin ninguna duda, todo tiene que ver con la multiplicidad de identidades, algunas autoras lo señalan con preocupación, Nancy Fraser, entre otras —pienso en las italianas, como Rosi Braidotti. Dicen: todas tenemos en nuestra vidas identidades nómades, pertenecemos a distintos lugares. Pero, ¿cómo se construye eso, luego, en un movimiento que intenta construirse como sujeto colectivo? El movimiento feminista, recuperando la pregunta inicial, ese sujeto colectivo debe ser capaz de ver cómo hace para que las distintas identidades que se han ido construyendo no subsuman ese sujeto capaz de movilizarse en conjunto, colectivamente.  

Te encontrás con tensiones. Si una, por ejemplo, te dice que una mujer que ejerce el trabajo sexual —que sé que en los países hay discusiones muy distintas— no puede integrar el movimiento, me parece que no estamos entendiendo que la lucha debe ser capaz de no generar de manera permanente esto de ser o no ser feminista. 

Entonces, para mí hay una tensión entre identidades múltiples que pueden no contribuir a construir el sujeto colectivo común que precisamos, que es necesario, mucho más con los embates neoconservadores o fascistas que estamos teniendo en el mundo, en la región. ¿Cómo ser capaces de convivir con esta tensión, reconociendo que es una tensión? Siempre va a haber disputas, luchas y no me parece mal. El problema es cómo la disputa por las identidades no se transforma solo en la disputa de poder en términos de la representación. 

Tenemos una visión de poder fruto del que conocemos mayormente lo que es el poder de la dominación. Como conocemos esta forma de ejercicio, de liderazgo muy autoritario, muy dominante, creemos que podemos sustituir, en una cosa horizontal, el ejercicio del liderazgo.Yo defiendo el liderazgo democrático, lo defiendo y sinceramente creo haberlo ejercido. Lo que no quiere decir que esto sea el no protagonismo. Cuando lo planteé en el encuentro nacional del Frente Amplio, dije que el valor del bajo perfil no es un valor. La verdad es que el valor del bajo perfil en Uruguay es solo para las mujeres. Para los hombres no es un valor. Su valor es ser protagónico, líder. De nosotras, cuando aparece alguien que disputa sentido en lo público, de inmediato se instala el discurso de “entre las mujeres tenemos que tener bajo perfil”. ¡Por favor! Alentamos la construcción de liderazgo. Lo discutía con una compañera hace muchos años; ella ejercía, también, un lugar de liderazgo de lo público. Le dije “a la noche, la cuenta es tuya sola”. 

—¿Cómo se ejerce el liderazgo siendo feminista?

—Yo tuve un liderazgo muy protagónico. Fui presidenta de un sindicato, la primera mujer del Frente en Diputados desde la democracia. Discutiendo con una compañera que me hablaba del bajo perfil como gran valor, yo miraba a la gente que tenía alrededor y no creció nadie con ella. Cuando yo salí del sindicato, salí de la dirección del Instituto de las Mujeres, y había mujeres ocupando lugares de dirección en muchísimos lugares, del equipo que trabajaba conmigo. Entonces, al final del día tú hacés la cuenta y lo que importa es si crecen otras, si se desarrollan otras o no. No importa tanto lo de los estilos en términos personales. Sí los estilos de liderazgo democrático, como aquel que es capaz de hacer que florezca, crezca y genere otras.

Otra tensión grande es cómo vamos siendo capaces de una suerte de separación según el lugar que inscribas. Yo dejé de estar en la política partidaria y me vuelvo maravillosa para el resto, —y soy la misma que cuando entré a la política—, pero cuando entro en la política de nuevo está todo bajo sospecha. En cambio, cuando ya no estoy en carrera de nada, de vuelta, todo el mundo me quiere. Eso desalienta también. 

La otra tensión es la llegada a las mujeres del movimiento popular en su conjunto. Están viniendo a las marchas. Me acuerdo que en la primera marcha masiva me puse a llorar en la plaza cuando veía entrar a mujeres de todos los barrios, con carritos, con sus niños. Las veía venir, todas con violeta. Me acuerdo que estaba en la Plaza Libertad y pasa un hombre y dicen “a estas hay que matarlas a todas”, re violento, sacado, cuando vio la masividad. Entonces me miró, me ubicó. Él se quedó parado y le dije a otra compañera “este es un movimiento pacífico”. Estos niveles de masividad de los feminismos nos obligan a pensar más en políticas de Estado. 

—¿Y qué características tiene una política pública feminista? 

—Estamos en una construcción. No sé si puedo definir la política pública feminista, sino más bien qué es lo que desearía de una política pública feminista o lo que entiendo que debería ser. Dentro de la política pública yo tengo dos experiencias. Uno a nivel nacional y otro a nivel municipal.

En la política pública nacional lo que hicimos fueron políticas públicas de igualdad intentando que tengan como norte y como indicador, en cada acción, el principio de igualdad, que es el principio que debería ser orientador en la política feminista. Cuando entré al Instituto de las Mujeres, tenía trece funcionarias que, en general, tenían escasa formación. Era un lugar como subsumido dentro de otro, dentro del Estado. Éramos un área chiquita, no teníamos presupuesto propio. Cuando terminamos la gestión había departamentos armados, institucionalidad montada, recursos. 

Todo era difícil. Muchas veces me he preguntado si la dificultad que me tocó a mí era solo un tema mío o si era también de la política. Sinceramente, creo que no es para quitar la tensión que existió, era una cuestión de todos lados. Había políticas de género, pero esto no significa políticas feministas. La política para que sea feminista tiene que ser una política de género transformativa, una política de género que efectivamente se meta con lo estructural. En el Estado, meterse con lo estructural es tremendamente difícil. Por eso para mí lo que hay es un proceso de construcción. Para que sea una política pública integral feminista tiene que ser capaz de llegada a múltiples públicos diversos. Tiene que ser muy atrevida y dispuesta a trabajar con los malestares, el enojo. 

“La política para que sea feminista tiene que ser una política de género transformativa, una política de género que efectivamente se meta con lo estructural. En el Estado, meterse con lo estructural es tremendamente difícil. Por eso para mí lo que hay es un proceso de construcción”.

Estuve trabajando la transversalización de género en organismos públicos, y logramos avances importantes. Llegamos a compromisos impresionantes con el directorio. Pero con los propios espacios de género, integrados por feministas, cuando se enfrentaban a hombres con poder, era dificilísimo. Estaba en juego su trabajo y su permanencia en lo que estaban haciendo. La que está cotidianamente y tiene que enfrentar todos los días la realidad de que te encontrás con que te dicen “integramos género” y pedís la información desagregada por sexo y no está, cosas tan básicas como esa, preguntás cuántas funcionarias mujeres hay en este lugar y no está, aunque tengas muchos años de trabajar ahí, decís “¿acá qué pasa?”. 

Trabajar en feminismo en el Estado requiere información, requiere construir sistemas de información, requiere plantearse metas que sean efectivamente transformadoras del orden de género imperante en esa institución. Transformadoras, que es distinto a la paridad, a la llegada de mujeres a determinados lugares. 

“Trabajar en feminismo en el Estado requiere información, requiere construir sistemas de información, requiere plantearse metas que sean efectivamente transformadoras del orden de género imperante en esa institución”.

Veo hoy problemas con el acoso en el trabajo, que vienen de larga data. Hay testimonios de mujeres que dicen “yo he vivido esto”, mujeres que me llamaron cuando se enteraron del proceso de investigación que estaba haciendo, de intervención, y me decían “yo me tuve que ir, me fui del Estado por el acoso que vivía”. Les preguntaba “¿pero tú con quién hablabas?”. Y había una trama ensamblada de directores, funcionarios que venían de larga data, con prácticas muy patriarcales. Nadie se enteraba. Y yo preguntaba con nombre y apellido. “¿Hablaste con Fulana?”.

Entonces, me parece que, en lo que tiene que ver con las políticas hacia la ciudad, son muy buenas. En lo que tiene que ver con las políticas nacionales hacia las mujeres, muy buenas. Dentro del aparato estatal, todavía no. 

—Vos decías que para tener una política pública feminista hace falta meterse con la estructura y desde el Estado es realmente muy difícil. Eso aparece como un obstáculo estructural. Pero hay obstáculos más de lo diario, de la micropolítica. ¿Cuáles son esos obstáculos, según tu experiencia, que hacen que, realmente, el desarrollo de una política se frene en lugares? 

—La escasa formación en feminismo. En teoría y en desarrollo conceptual. Se define fácilmente algo como feminista. Te puedo decir “sí, tenemos una política equitativa…”. Pero también hay distorsiones conceptuales. En Uruguay arrancan los gobiernos de izquierda a nivel nacional en el 2005 (cuando fue electo Tabaré Vázquez) y en Montevideo desde 1990 gobierna el Frente Amplio. En ese momento era muy fácil hablar de equidad, la equidad había pasado el examen pero la igualdad no. Hay maneras de ver si efectivamente construimos o no igualdad. Tiene que ver no solo con la posibilidad de acceso a los recursos. Cuando priorizo la política pública que efectivamente genera empleo, si además priorizo una política pública que genera empleo para las mujeres, si priorizo la política pública que busca la llegada a lugares donde no había nada, si a nivel del sistema educativo se llega a lugares donde antes no. Todo eso hace una política que busca la equidad. La igualdad plantea la meta en términos de resultados y piensa en términos de resultados. 

Me encontré, muchas veces, con mujeres en el Estado que venían de una formación de izquierda marxista, o incluso marxista leninista, mujeres que venían de una posición según la cual la clase era lo determinante y la pobreza pasa a ser el objeto de erradicación más importante, cosa que comparto: es inaceptable la pobreza extrema, es inaceptable que haya gente que no tenga los recursos mínimos para ello. Pero cuando ingresé, me planteaba esa tensión, con todo lo que se estaba precisando en materia de recursos para las mujeres de la pobreza. Entramos al gobierno con el primer Plan de Emergencia, es decir que en el primer plano de la prioridad estaba atender la emergencia. Lo que no había era la comprensión, en esta micropolítica, incluso llevada adelante por mujeres, de la necesaria articulación: no es que el género viene después, que lo sustantivo es la clase y después el género, sino que el género tiene mucho para aportar. La perspectiva de género aporta a la erradicación de la pobreza. 

Hoy encontrás otros discursos pero en ese momento fue una disputa. Yo también vengo de una formación marxista, por lo tanto también tuve grandes disputas con estas cuestiones del feminismo. ¿Cuál es la contradicción principal, la de clase? ¿Resuelve, la contradicción de clase, todas las demás por añadidura? Nunca. No es cierto. No solo no es cierto, sino que se pierde la oportunidad de pensar en términos de que el feminismo y la perspectiva de género como categoría, como instrumento, como herramienta y como categoría de análisis aporta a esto una mirada incluso a la pobreza, mucho más multidimensional. 

—Y amplía la clase trabajadora. 

—Sí, no es el obrero con overol solamente. Es la trabajadora. Cuando logramos, a través de la política de Equidad, que en ese caso intentamos que fuera definida como tal y como una herramienta que fue modelo de gestión de calidad con equidad de género en el Estado, que tenía como principio orientador el principio de la igualdad, pero se llamó así, construida desde el primer Instituto Nacional de las Mujeres, fue impresionante. Con todo lo que hay que hacer para afuera, ¿te vas a meter para adentro? Ahí hay algo central: o cambiamos las prácticas institucionales, entre nosotras también, dentro de las instituciones públicas, o estamos fritas. 

—Hacer una política feminista, entonces, primero requiere convertir al Estado, o que empiece a revisar sus prácticas. 

—Al mismo tiempo, creo que las políticas públicas son permanentes. Me gusta mucho la definición de Virginia Guzmán: el espacio privilegiado de articulación del Estado con la sociedad. Ese espacio de articulación del Estado con la sociedad implica reconocer que es un proceso, que tiene que contextualizarse, y no puedo hacer la misma fórmula que hizo Montevideo en el resto del territorio nacional, que hay cosas que valen en Artigas y no valen en Rocha y no valen en Maldonado. Ese reconocimiento de la contextualización y de la necesidad de la articulación de la política pública entre Estado y sociedad es una clave. 

Tuvimos debates tremendos, compañeras con trayectoria feminista del lugar más cercano me decían “no hay condiciones para hacer una política y construirla participativamente, porque la participación supone un proceso largo y tenemos cinco años, tenemos que instalar las primeras políticas nacionales de igualdad”. Fue un esfuerzo monstruoso, que tiene un componente muy militante. Una compañera dijo: “no, el movimiento no nos va a poder acompañar si lo hacemos con esta lógica”. La realidad es que el movimiento no iba a las asambleas departamentales. Fueron las mujeres rurales. Escasamente participó el movimiento feminista. Estoy hablando de las primeras políticas, a nivel nacional. Entonces yo decía “estamos haciendo algo mal nosotras”. Pero había una cuestión de tiempos distintos que tiene la discusión a nivel estatal, distintos a los tiempos del movimiento.

—¿Cómo es o era la relación con las feministas que estaban fuera del Estado?

—Hubo una cantidad grande de feministas que ingresó al Estado, en el primer gobierno (del Frente Amplio a nivel nacional, en el período 2005-2009). Ingresaron al Estado vaciando las organizaciones. Entonces había algo de que nosotras nos habíamos apropiado de la agenda. Hoy cada vez más pienso: qué mejor que se apropien de tu agenda. Después cuando nos fuimos todo el mundo nos extrañó y dijo “qué impresionante lo que se construyó”. En las asambleas del Plan de Igualdad, no faltó un pueblito del Uruguay, no hubo uno que no estuviera representado. Éramos 3000 mujeres en el río Negro, el río Hum (como me gusta decirle), territorio donde los indígenas quedaron en los bosques, escondidos, hasta que los encerraron y masacraron a todos. Elegimos hacer en ese lugar la asamblea y fue una cosa conmovedora. En las asambleas departamentales, que hicimos en todos los departamentos, bajaban de los ómnibus con el documento y se sentaban en el patio a discutir. Yo decía “esto es increíble”. Mujeres que en general leían con dificultad, incluso. Fue un proceso maravilloso. Fue rescatado como la única experiencia de real participación que hubo en el primer gobierno. Le presentamos a la ministra Marina Arismendi, que trabajaba junto con Ana Olivera al frente del MIDES (Ministerio de Desarrollo Social de Uruguay), con otras mil mujeres de todo el país, el Plan de Igualdad. Construimos una mística. Había un himno, cantábamos “tengo un plan”, era maravilloso. Intentamos también ligar la experiencia personal: era el plan nacional y mi plan. Tu plan y tu vida. Entonces se construyó una lógica donde construir una mística también era clave.  

Pero no hubo reproche del movimiento en términos del desacople. En realidad, creo que hubo, necesariamente, una revisión autocrítica del movimiento en términos de cómo le costó reacomodarse frente a un Estado que empezaba a tomar la agenda. Yo me reunía mensualmente con toda la comisión y con las representantes mayoritarias, que eran mujeres maravillosas. Tenían un protagonismo impresionante. Hacíamos mucho espacio informal también. No era como esta cosa que vi después de “consejos”. Muchas veces en esos lugares no hay posibilidad de debate. En el poder Judicial, por ejemplo, construimos mecanismos informales, le decían “el espacio amorfo”, porque nadie sabía lo que era. Invitábamos a un desayuno por mes. Fue una cosa muy interesante. Creo mucho en esos espacios de informalidad, apuesto mucho a que, al mismo tiempo que construís el espacio ordenadito y que todo te queda bárbaro, hacer eso. He tenido críticas, porque eso se confunde con el caos y se confunde incluso institucionalizar con el orden, y con dejar los mecanismos que queden. Pero esos mecanismos pueden perder sentido si se los formaliza. No estoy en contra de la institucionalidad, pero creo que hay un problema en creer que construyendo institucionalidad se construye política pública. Más si la institucionalidad no se articula de manera permanente con el movimiento. 

—También la presión del movimiento muchas veces puede destrabar determinadas políticas…

—Sí, en la legislación hay ejemplos sobrados de eso. En la ley de despenalización del aborto (Uruguay promulga la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, la Ley Nº 18.987, en 2012) hay un ejemplo clarísimo de eso, con todas las dificultades que tuvo su implementación. Cuando yo digo “institucionalidad”, construir una institucionalidad no es solo la construcción de una normativa. La normativa es muy importante pero no alcanza. Después también viene la reglamentación, quién la tiene que ejecutar. Si no tengo gente formada para aplicar esta ley y el Poder Judicial no tiene los recursos adecuados, especializados, tengo una maravillosa ley pero no tengo manera de aplicarla. 

—Mencionás el tema aborto y eras funcionaria cuando Tabaré Vázquez vetó la ley que votó el Parlamento en 2008….imagino que fue una tensión fuerte.

—Había muchas mujeres que lo querían mucho al presidente, yo era una de ellas, dentro del feminismo. Pero no había día que me lo encontrara y no le dijera “todo quedó teñido por tu veto, habíamos hecho cosas impresionantes”. Me daba mucha rabia que hubiera hecho eso. Además hice todo lo posible para que no ocurriera, hable con ministras para que se opusieran. La de Desarrollo Social se opuso, la del Interior se opuso también, dijeron “yo no firmo”. Fue un momento de una tensión espantosa. Lo interesante es que después se usó el recurso del referéndum, para derogar la ley, y fue sólo el 8% de la población. Cuando él se proclama de nuevo para presidente, organizamos una reunión para preguntarle si iba hacer algo contra la ley vigente en el período posterior. La ley vigente no fue del presidente (José “Pepe” Mujica, presidente uruguayo en el período 2010-2015) Mujica. Yo sé que ustedes lo aman, pero él nada que ver con las políticas de género. Cambió mucho, pero en aquel momento era muy dura la batalla dentro de la izquierda. Lucía (Topolansky) dijo “necesitamos patitas en la tierra”. Yo hablé con ella y le dije: “Lucía, recorrimos Uruguay entero, caminando todo, sin plata. No teníamos recursos, hicimos todo, instalamos servicios de violencia en trece departamentos, con organizaciones sociales consolidadas. ¿A qué le llamás patitas en la tierra? ¿Eso no era?”. 

La oposición del feminismo versus lo popular está instalada fuerte. Él lo que hizo fue no vetar, pero salió la ley, porque tuvimos un gobierno con mayoría parlamentaria que nos permitió sacar la ley, con un protagonismo muy fuerte de las mujeres.

—¿Cómo son las relaciones con otras feministas dentro de la gestión, del Estado? ¿Hay espacios formales e informales de participación, de intercambio? 

—En términos de vínculos entre feministas, siento una tensión en la articulación intraestatal. Cuando digo intraestatal digo parlamento, gobiernos departamentales y gobierno nacional. Hay disputas y espacios de colaboración. Cuando fui diputada, Margarita Percovich estaba en la Junta Departamental de Montevideo. Todo lo que yo hacía, Margarita lo reproducía. Éramos de distintos sectores dentro del Frente, con orientaciones distintas en aquel momento. Sin embargo, Margarita hacía una tarea de reproducción por todo el país. Yo hablaba de cualquier cosa de las mujeres y lo replicaba Margarita. Eso no era común en la práctica política. No pasaba con todas las mujeres, pasaba con ella. Teníamos diferencias importantes, discutíamos, pero cuando levantaba algo en el Parlamento, yo, desde la política pública, decía “a ver cómo podemos hacer para reforzar esto”. Cuando tú tenés un rol de liderar el mecanismo de género a nivel nacional, obvio que tenés más visibilidad que si lo tuvieras en nivel departamental. Pero si cuando vas a un departamento no buscás que efectivamente se levante la voz de la que está en ese departamento, te terminás comiendo todo. Me pasa cuando voy al interior. “Aquella chica fue la que lo hizo, ¿me entrevistás a mí y no la entrevistás a ella?”. También la construcción de los medios tiene que ver con esto, eligen a alguien conocido.

En el caso del parlamento, hay una muy buena prensa de la Bancada Bicameral Femenina (salvo la de Brasil, de 1988, la Bancada Bicameral Femenina uruguaya, establecida en el 2000, fue el primer espacio de articulación interpartidaria entre mujeres políticas del parlamento en un país latinoamericano). Es una buena práctica que rescato pero que en general pongo en entredicho cada vez que discuto con ellas. Porque si la agenda avanza con autonomía de los partidos es una historia, si lo que hacemos es lo mismo que haríamos si no existiera ese espacio, es otra cosa. En el último encuentro hubo un acuerdo por la ley de paridad con las mujeres de todos los partidos. Hace unos años, cuando algunas defendíamos la paridad, compañeras dentro de la izquierda, nos decían “no hay condiciones en Uruguay”. Las propias compañeras feministas decían “avancemos con la cuotificación y después vemos”. Ahí hubo toda una discusión fuerte. En el primer año que estuve en el parlamento, el ‘90, éramos seis mujeres. Era patético lo que ocurría a nivel de la representación política de las mujeres. La cuota sale en el 2009, de 30% y con un carácter minimalista. De tres lugares, el tercero era para las mujeres.

—La cuota, el cupo, la paridad fueron y son instrumentos importantes, pero también están en discusión sus limitaciones, las trampas que genera la propia política. ¿Qué reflexión tenés sobre esto? 

—Cuando lo trabajo en clase, les recomiendo a les estudiantes que lean el debate parlamentario sobre la cuota porque la mejor manera de estar a favor es ver los argumentos en contra. Los disparates que escuchamos, de todos los colores, porque atraviesan a todos los sectores políticos, en términos de los mecanismos de resistencia a las cuotas. Cuando cambiamos el nombre del Instituto Nacional de la Familia y la Mujer a Instituto Nacional de las Mujeres, en plural, nos llaman del parlamento a la ministra y a mí. Decían “¿quién se va ocupar de la familia, qué organismo?”. 

En una encuesta ante la posibilidad de la paridad en el parlamento el 70% de la población contestó que está de acuerdo con que haya tantos hombres como mujeres. El nudo más importante lo tenemos a nivel de los partidos. Vos tenés, por ejemplo, mecanismos de representación en el interior con un diputado o dos por departamento. Entonces ahí la disputa es feroz. Si las mujeres no ocupan el primer lugar, no salen. Porque no tenés dos diputados, tenés uno por departamento. 

También está toda la cuestión, muy metida entre la izquierda, de la meritocracia, que me parece otro obstáculo conceptual fuerte. En un congreso del Frente a mí me dijeron “me gustaría que todas lleguen como llegaste considerate vos”. Yo respondo: “¿qué sabés cómo llegué yo?”. Había muchos hombres y mujeres, pero en ese congreso del Frente (Amplio) no se permitió la cuota, no se permitió la discusión. “No se puede discutir eso porque divide la clase…”, te dicen. Los mecanismos de defenestrar el por qué las mujeres llegan es una cosa impresionante. Descubrí tanto relato y tanto mal gusto sobre mi trayectoria vital, decía “no puede ser que me adjudiquen eso”. Porque no lo pueden creer.

No tenemos que ser excepcionales. Lo que permite la paridad es que las mujeres comunes lleguen, “el día que haya tantas mujeres incapaces como hombres incapaces hay hoy llegaremos a la igualdad”, escuché decir. 

—Las compañeras que sí llegan, muchas veces son asignadas a determinados reductos, lo que nosotras llamamos el nicho de género, el cuarto propio. No sé si vos lo ves como un riesgo o como una potencia. ¿Cómo pensás este problema? 

—La semana pasada volví a leer Un cuarto propio de Virginia Woolf. Cada tanto lo hago. Creo que las mujeres seguimos precisando espacios propios. Estoy convencida de eso y no quiere decir que a esos espacios no puedan ingresar varones. Hablo de espacios propios en el sentido de la construcción de una lógica que subvierte la lógica dominante. Cuando fui diputada teníamos un espacio de género, yo le llamaba “el rincón de género”. Se asustaban, “¿qué pasa ahí, de qué hablan cuando no estamos nosotros?”. Hablábamos de las dificultades que teníamos con ellos, con nuestros compañeros, dificultades no solo hacia el afuera, dificultades propias. No era nada institucionalizado, pero habíamos armado un núcleo y discutíamos a fondo. Eso no era posible de hablar en los espacios mixtos.

Cuando entramos en el Estado, la construcción del espacio propio es importante. El riesgo de quedar en el nicho es también muy importante. En la transversalidad tenemos la herramienta para no quedar en el nicho, pero luego requiere constituirse realmente como algo por lo cual apropiarse, con mecanismos. 

En este caso, ¿qué es lo que yo veo? Se lo dije a las compañeras de Gestión Humana y la división de género (en el actual gobierno municipal de Montevideo), que son maravillosas, “si no existiera el entramado por la igualdad que ustedes han construido, que es muy distinto al mecanismo de género, consolidando un lugar donde cada vez hay más mujeres, más feministas, no sostenés la transversalidad”. 

—Tiene su riesgo la transversalidad. 

—Tiene su riesgo porque es de todos y no es de nadie. Si vos no fortalecés recursos para la transversalidad, estás frita. Y si no colocás feministas. 

—¿Cómo ves la opción de crear un partido feminista?

—Muchas veces nos ha tentado. ¿Y si hacemos, no un partido, pero una lista de mujeres? No lo descarto pero tampoco me parece que resuelva. Y me parece que tiene grandes riesgos, porque vas a encontrar mucha dificultad en feministas que están dando batalla dentro de sus sectores políticos. La lucha hay que darla acá. Hay una tendencia de vuelta a los márgenes. Frente al fracaso del Estado, la vuelta a los márgenes o, por ejemplo, mujeres que nunca estuvieron trabajando en lo territorial, feministas bastante encumbradas acá, que hablan todas de la vuelta al territorio, y ¡nunca estuviste en el territorio, vieja! ¿De qué me hablás cuando hablás de la vuelta al territorio?

Me parece que hay una suerte de idealización del espacio propio. El espacio propio para mí tiene valor en la medida que es el que te permite la disputa con el espacio mixto. Entonces, si te permite eso, si vos ganás en autonomía, en argumentación, si el espacio propio te hace irte con energía. Yo creo en la necesidad de los espacios propios. No un partido, un partido feminista, no lo veo. Ahora está toda la discusión de si el Frente tiene que definirse como feminista o no. Me invitaron al debate y yo estaba con mis líos de mudanza, y otras cosas. Pero dije “lamento decirles que no tengo una posición formada, por lo tanto, no sé si voy a ayudar en algo”. Había gente que iba con distintas posturas. El debate quedó abierto. El partido se define como antipatriarcal, antirracista. Peleé por eso.

Para pensar en mujeres en lugares de liderazgo, en términos de Uruguay, quiero la paridad y una presidenta mujer: las dos cosas, una democracia paritaria y una representante mujer.

—¿Querés ministerio específico para las Mujeres también? ¿Hacés una buena evaluación de la creación de esos espacios en la región?

Sí, que se jerarquice a ministerio. La evaluación que hago es que permite estar en el corazón del debate en igualdad de condiciones. Eso no garantiza la distribución de los recursos. Si el mecanismo de género realmente articula, se construye la política pública articulando con la sociedad, es una historia. Si eso no ocurre, es otra historia. 

—Hay algo muy propio de los espacios de izquierda críticos hacia los feminismos, de lo que vos hablabas en términos de “feminismo versus popular”. Se dice que es una agenda de minorías, que se ocupa de cuestiones simbólicas, que no es la contradicción principal. ¿Qué actualidad le ves a esa discusión, realmente, en los espacios políticos?

—Mucha.

—Hablemos de eso. ¿Y qué responsabilidad nos cabe de esa asociación?

—Siempre lo vincular es de ambos lados. Las responsabilidades tienen más que ver con quienes tienen más poder, pero nosotras también estamos en la construcción, como feministas, de un poder alternativo. A veces es difícil creernos eso. Inicialmente esto tuvo carácter, en términos de la disputa, de minorías. Incluso se creó una concepción muy vanguardista y elitista. Yo estoy muy enojada con las posiciones vanguardistas en política en el sentido de pensar que hay un núcleo que nos va a salvar. Eso tiene que ver con mi posición política hoy, que es un entrevero. Vengo del marxismo, considero que hay cosas muy importantes que le aportó a la izquierda, pero creo que también hay cosas que no entendieron, cosas que decía Hegel primero, Engels después, en relación a la familia, la propiedad privada y el Estado, cómo cuestionaba y hablaba de que la primera dominación era la que hacía el hombre hacia la mujer. Se olvidaban de esto. Entonces, hice un esfuerzo de discutir desde una formación no solo teórica. De nutrirme de la teoría a la que podía acceder para discutir con ellos. Hubo discusiones que eran de carácter muy fuerte, con compañeros marxistas. Utilizaron el marxismo como quisieron. Yo decía: “Marx no hizo todo eso que ustedes dicen”, hubo construcciones más instrumentales, vino el leninismo. Yo intentaba rescatar algunas cosas donde ya se veían algunos pensamientos sobre estas cosas que nosotras decíamos. 

En el ámbito sindical fue tremendo, tuve que ganarme el derecho y me lo gané porque tenía muchos votos. “De ninguna manera vas a hacer una asamblea de mujeres, vas a dividir la clase”, me decían. “Yo lo voy a hacer. En el descanso, vamos a pedir que los hombres descansen antes y que queden solas las mujeres. Porque ninguna habla cuando están ustedes hablando, ustedes gritan, ustedes hablan de una manera que no las deja hablar”. Yo estuve en la universidad, fue muy fácil para mí ser dirigente sindical, estuve presa siete años, me validaron por presa política. “La compañera estuvo presa siete años…”, con eso me validan. Yo no me daba cuenta, muchas veces, de estas cosas. Te das cuenta en el ejercicio de la política, las cosas que sufrimos las mujeres. Mujeres que ingresan a la política muy anti paridad y anti cuota y al poquito tiempo se dan cuenta. Es tremendo este mundo, es despiadado. La no validación de la palabra, el ninguneo. Hablás, decís una cosa interesante, nadie te responde. Uno dice lo mismo mal dicho, mucho peor, y dicen “la gran idea del compañero…”.

¿Yo cómo gané la batalla del Sindicato de Trabajadores de la Pesca? Dije: déjenme probar. Quiero hacer por seis meses una experiencia. ¿Cuántas mujeres hay afiliadas al sindicato? En el rubro hay 70% de mujeres y poquísimas afiliadas al sindicato. Empezamos a hacer talleres, cantábamos con una canción de Amparo Ochoa que decía “Se va la vida, se va al agujero/Como la mugre en el lavadero” y poníamos una película sobre la vida de una mujer de la pesca. Lloraban. Apelábamos a cuestiones de lo vivencial para trabajar los conceptos. Las vidas se nos van a la mierda porque además de las ocho horas que estoy en la fábrica, cuando vuelvo tengo que hacer en mi casa. Las mujeres se desmayaban. Esa es otra discusión con los varones. A mí me sirvió mucho la experiencia en el mundo sindical para la discusión política. En el Uruguay el movimiento sindical es un actor relevante. 

Creo que la interseccionalidad aporta una herramienta conceptual muy valiosa, también fue resultado de luchas sociales. Sigo pensando que las determinantes socioeconómicas son determinantes del conjunto de las desigualdades. Tiene que ver con mi formación marxista. Hay una estructura de dominación económica que es determinante, pero no es la única. Si no resolvemos el salario mínimo vital para todas las personas, no vamos a resolver una política de igualdad. Al mismo tiempo, si vos integrás la perspectiva de género al tema de la pobreza, vas a lograr que muchas más mujeres salgan de la pobreza que si no lo integrás. Por lo tanto, no estás haciendo un adorno, estás aportando a la política central. Entonces, la política central, con una perspectiva interseccional, se empieza a transformar en una perspectiva más integral. Es difícil, pero es parte del aporte.

Yo hablo de la superestructura y de la estructura de dominación económica. Hablo de eso porque me parece que es así. Es de Nancy Fraser: Reconocimiento y redistribución. Creo que es muy importante volver a la redistribución, porque en esta cuestión de las identidades nos quedamos mucho con la representación y lo identitario. Estamos perdiendo la disputa por la desigualdad, que es lo que genera gente muriendo de hambre. 

¿Tenemos responsabilidad nosotras, nos ubicamos solas en ese lugar? Ese texto de Nancy Fraser es fundamental…

—De acuerdo, es fantástico. Hay otras que lo plantean también, o que habían planteado cosas parecidas. Ella logró una categorización de la disputa entre reconocimiento y redistribución, de gran utilidad. Nos la hemos apropiado todas y me parece bárbaro. Pero también me gustan mucho algunas italianas que tuvieron disputas adentro del Partido Comunista. En su momento para mí eran muy inspiradoras. Planteaban estas disputas. Porque también había que discutir con la izquierda marxista estas cosas. Hoy escuchas a las compañeras del Partido Comunista actual y, por favor, todas están con el feminismo. Me parece maravilloso. Creo que hay algunas que efectivamente han hecho un proceso. 

El desafío para mí es cómo resignificamos la emancipación de otra manera, en la interna de la política partidaria. No lo tengo resuelto pero lo quiero trabajar más. ¿Qué quiere decir emanciparse? ¿La decisión sobre mi cuerpo implica que si tengo un embarazo no voy a compartir la decisión con el varón con el que estoy compartiendo la vida? Defendiendo a capa y espada que la decisión última es nuestra, pero ¿cómo nos aproximamos a la discusión de esos temas? Cuando discutimos autonomía, ¿la autonomía quiere decir que yo no tengo que trabajar, al mismo tiempo, para la corresponsabilidad y para la interdependencia? Ahí está el concepto que me viene mucho, desde que escucho, con mi hija y con otra gente, sobre lo ambiental. Cuando hablamos de lo ambiental hablamos de la corresponsabilidad, y de la interdependencia. Nos necesitamos todos. Nos lo demostró la pandemia. Nos lo demuestra lo que estamos viviendo con el cambio climático. ¿Autonomía soy yo, ante mí, sujeto individualista? Me parece que nos mete en una discusión sobre la necesidad de repensar, estudiar el proceso de individuación que hicimos las mujeres para construirnos como sujetas, cómo repensarlo en términos de lo colaborativo, de la solidaridad. La palabra sororidad acá se aplica tan vacía. La primera que habla de “sororas” es la que no deja que nadie se siente al lado. Se devalúa la palabra. Hay una discrepancia conceptual. Me parece que hay ahí una necesidad, en esa discusión de clase versus género, o género versus pobreza, de, entre nosotras, volver a dimensionar cuando hablamos de emancipación de qué hablamos. Porque parece una cuestión de ir solita con el mundo. Somos todos interdependientes.

“Institucionalizadas: cuando los feminismos se vuelven parte del Estado” es una investigación especial transnacional de LATFEM sobre Argentina, Uruguay, Chile y Brasil con apoyo de FESminismos, proyecto regional de la Fundación Friedrich Ebert (FES).