Se dice que cuando llueve en Buenos Aires se suspende todo. Hay memes al respecto y hasta los extranjeros se ríen de eso. Aunque el frío persiste en la mañana porteña, la lluvia paró por un rato y en el galpón de la Cooperativa Amanecer de los Cartoneros, en el corazón sur de Parque Patricios, no se suspende nada. Quienes trabajan acá están acostumbrados a no parar por nada. Son solo una parte de esos millones de invisibilizados del sistema que no comen si no salen a ganarse el mango día a día, las que no entran en las estadísticas de empleo aunque trabajen sin parar, los que lograron convertir la necesidad en un trabajo, las que en la pandemia no pudieron quedarse en sus casas. Las que salen a cartonear llueva o truene.
Es temprano y el circuito de la basura ya está funcionando. En realidad, es un circuito que está en permanente movimiento, que termina y vuelve a empezar una y otra vez, como el triangulito de flechas verdes que representa al reciclaje.
Lo primero que se ve al entrar al galpón es una montaña de residuos no orgánicos que acaba de bajar del camión. Una mujer agarra una bolsa de Etiqueta Negra, una de las marcas de indumentaria más caras del país. Alguien en esta misma ciudad compró una prenda de más de cinco cifras y ahora el envase en el que se la entregaron está acá, revalorizado y listo para volver al mercado.
“Al principio para mí fue un shock. ‘¿Qué se hace con esto?’, me preguntaba. No entendía, no veía algo de valor ahí. Yo solo veía basura. Claro que no sabía que eso era trabajo, que la basura genera trabajo. Yo te digo basura, pero en realidad es reciclado”. Paola tiene 46 años y hace menos de dos vino de Santa Fe. Dice —con su voz tímida, pero firme— que el trabajo en la cooperativa fue lo mejor que le pasó en la vida junto con su hijo. En su ciudad natal manejaba un taxi, pero el poco trabajo y sus problemas de adicción la trajeron a Buenos Aires para probar suerte y un cambio de hábitos. Empezó separando reciclables en el predio y hoy es parte del programa de Promotoras Ambientales del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), un espacio que tiene como objetivo promover la conciencia ambiental, avanzar hacia la recolección diferenciada de residuos y mejorar las condiciones de trabajo de las cartoneras tanto en la calle como en los centros de reciclado.
“Yo acá aprendí a trabajar en equipo y a valorarme como mujer y trabajadora. Acá, en el predio, me enseñaron todo y me siento bien con eso”. Hoy Paola dice que el trabajo y el pulso de lo colectivo le permitieron dejar atrás sus adicciones, pero sabe que la salida es día a día y por eso se mantiene ocupada y muchas veces se queda trabajando después de hora. “Una que fue adicta sabe que no puede tener la cabeza al pedo. Entonces, yo busco cansarme y cansar mi cuerpo. Yo siento que esta es la última posibilidad de vida que me dio Dios y acá estoy”.
Con casi 4.000 asociados, Amanecer de los Cartoneros es la cooperativa cartonera más grande de Sudamérica. Forma parte del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) y de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP). Dirigida por Ana María Alfonso, una mujer de pocas palabras pero una capacidad de contención y liderazgo inmensa, una mujer que encarna al feminismo realmente popular. En el galpón de la virgen cartonera se recibe y acoge a cualquiera que quiera trabajar. Acá nadie pregunta por tu pasado, tus antecedentes ni de dónde venís.
Si bien la cooperativa existe formalmente desde 2007, la lucha de los y las cartoneras por el reconocimiento laboral empezó en el 2001, cuando se convirtieron en el último eslabón de un mercado informal que crecía al ritmo frenético de la crisis. En estos más de veinte años de historia, pasaron de ser considerados delincuentes a ser reconocidos formalmente como trabajadores y convertirse en el principal modelo para la inclusión de recicladores urbanos en América Latina.
“Yo vengo cartoneando desde los ocho años”, dice Jimena, 30 años, promotora ambiental y orgullosa hija de cartoneros. Cuando la crisis del 2001 hizo estallar el país en mil pedazos, su papá, albañil, y su mamá, ama de casa, empezaron a juntar cartón para llevar el plato de comida a la mesa. Jimena recuerda los viajes desde la casa familiar, en Florencia Varela, al microcentro porteño, las largas horas callejeando y separando cartón, plásticos, vidrios, todo lo que pudiera venderse para juntar unos pesos; recuerda el cansancio en el cuerpo y la preocupación de su maestra cuando empezó a quedarse dormida en el aula. “No teníamos horario de volver a casa, teníamos que venir en un tren que no tenía ventanas ni asientos porque ahí vos podías traer los carros y bolsones. Capaz que eran las cinco o seis de la mañana y ahí recién llegábamos a la casa. Entonces, yo llegaba, me bañaba y a las siete entraba al colegio. A las 12 salía de la escuela y era volver otra vez para acá, a trabajar”.
Pero lo que más recuerda Jimena de esos primeros años cartoneando es el maltrato en la calle. “En ese tiempo era mal visto juntar basura en la calle. Ahora todo cambió un montón”. Es que hasta 2002 hurgar en la basura era considerado un delito en la Ciudad de Buenos Aires y las empresas recolectoras eran las únicas autorizadas para manipular residuos en la calle. Era habitual que la policía los detuviera o les incautara el carro, y las empresas llegaron a denunciar a los cartoneros por “competencia desleal”. “Es tan delito robar la basura como robarle a un señor en la esquina”, decía Mauricio Macri, por entonces candidato a jefe de gobierno porteño.
Jimena cuenta que una tarde, cuando ella tenía apenas 10 años, la policía reprimió a su familia y otros compañeros mientras armaban sus bolsones en el microcentro. “Eran las dos de la tarde, estábamos en 25 de mayo y Perón, nos juntábamos en la esquina y teníamos toda la mercadería ahí. Vino la policía y nos empezaron a decir que no podíamos tener todo eso ahí porque era basura y que no era nuestra; nos empezaron a tirar gas pimienta y a mí me empezaron a arder los ojos. Nos sacaron toda la mercadería. Me acuerdo de ver ahí a mi papá así, era todo horrible. Eso es algo que nunca me lo voy a olvidar. Yo era muy chiquita”. Hoy, Jimena tiene una hija chiquita y, aunque está orgullosa de su trabajo, sueña con otra cosa para ella. “Siempre le digo que yo trabajo para que ella siga estudiando y el día de mañana tenga un trabajo. No digo que esto no es un trabajo, pero no me gustaría que el día de mañana ande en la calle”.
María, también de Florencio Varela, madre de cinco hijos, empezó a cartonerar en 2018, pero conoce este trabajo desde 2002, cuando su marido se sumó al ejército de la noche, como se conocía en aquellos años a quienes salían a buscar algo de lo que vivir entre lo que otros descartaban. “El se quedó sin trabajo y teníamos una nena chiquita, así que mis hermanos lo llevaron a cartonear con ellos. Al principio pensó que era algo para salir del paso, a veces conseguía unas changas pero no le duraban, pero con el tiempo y cuando empezó todo esto de la cooperativa dijo ‘bueno, es un trabajo'”.
De aquellos primeros años, María tiene un recuerdo marcado a fuego: la preocupación cada vez que su marido no volvía. “Muchas veces estuvo demorado porque la policía se lo llevaba. Nosotros no teníamos teléfonos como ahora, entonces era esperar a que él volviera al otro día, sin saber si estaba bien, si lo habían demorado o si había tenido un accidente, porque yo me quedaba con las nenas chiquitas en casa. Cuándo empezó en la cooperativa, ya tenía su horario de trabajo, yo sabía a qué hora volvía él y tenía otra tranquilidad”.
Cuando su marido se enfermó, en 2018, María empezó a salir a la calle. “Pero ahí ya cada uno tenía su lugar y estaba todo más armado: pasaba el camión, levantaba el bolsón, lo traía al predio”. En 2022 le ofrecieron empezar a trabajar como promotora ambiental y no lo dudo. “Era una manera de dejar la calle, tener horarios y salir a concientizar a la gente en la importancia de separar la basura”, dice. “También es una forma de seguir ayudando al compañero que está en la calle porque facilita el trabajo. Capaz que antes eran las dos o tres de la mañana y seguían trabajando en la calle, pero hoy en día a las ocho de la noche el compañero se puede ir a su casa, disfruta más de su familia, se puede sentar tranquilo a comer con su amigos. A todos nos cambió este trabajo”, agrega Jimena.
No somos basura
En 2005, y gracias al trabajo conjunto de cartoneros y ambientalistas, en la Ciudad de Buenos Aires se sancionó la Ley 1.854, conocida como Ley de Basura Cero, que ponía como meta la prohibición de enterrar materiales reciclables para el año 2020. La gran conquista de los y las cartoneras —tras años de persecución policial— fue lograr que, en su artículo 43, la ley establezca que los recuperadores urbanos “tendrán garantizada la prioridad e inclusión en el proceso de recolección y transporte de residuos sólidos urbanos secos y en las actividades de los centros de selección”. Así fue como pudieron acceder a derechos básicos como un salario, uniformes adecuados, herramientas de trabajo, condiciones de higiene y seguridad y, algo fundamental: guarderías para sus hijos.
María y Jimena coinciden en que el trabajo “cambió un montón” a partir de esas conquistas. “Tanta pelea que pudimos ganar la ley y nos reconocieron como recuperadoras urbanas para poder hacer nuestro trabajo, para que no nos pare la policía, para poder trabajar tranquilas. Porque antes tenías que estar atenta todo el tiempo porque en cinco minutos te dabas vuelta y ya tenías a la policía con el camión que te levantaba con el carro, el bolsón y lo que tengas”, recuerda Jimena.
María destaca otro cambio que marcó un antes y un después para los cartoneros y sus familias: el reconocimiento laboral les permitió acceder a una obra social. “Mi marido trabaja en un lugar donde había una rampa. Entonces, él tenía que subir con un carro donde le ponían todo el material y tenía que subir la rampa con ese carro para llenar bolsa. Con el tiempo, le agarró una hernia inguinal y fue a cirugía, todo. Y sí, con la humedad, la lluvia, el frio, tantos años en la calle, se enfermó del corazón y, como él fumaba, se le complicó la salud”, cuenta sin poder contener la emoción. “Eso también es lo bueno de la cooperativa porque cuándo él se enfermó nosotros ya teníamos obra social, y no solo él sino también mis hijos. Antes era pasar horas eternas en un hospital, esperar un turno para que lo atiendan. Para mí eso también cambió un montón”.
Además de los cambios concretos y materiales, el reconocimiento laboral vino de la mano del reconocimiento social. “Antes era pasar por la calle y que nos dijeran ‘estos negros que están haciendo basura en la ciudad, ¿por qué no se mueren?’. Porque realmente era así, la gente en ese momento te trataba así. ‘Son basura, son unos ciruja’, nos decían. Capaz que a veces la misma gente llamaba a la policía para que nos saquen. Para ellos éramos basura. Siempre fuimos basura, tanto nosotros como la basura que recolectábamos. Eso es lo que más fue cambiando”, dice Jimena.
Esa transformación social les permitió también dimensionar el trabajo fundamental de los y las recuperadoras urbanas en el cuidado del medio ambiente. En Argentina se producen 40.000 toneladas de basura por día. La gran mayoría de esos residuos terminan enterrados bajo tierra por miles de años o en uno de los 5.000 basurales a cielo abierto que hay en todo el país. Por urgencia y necesidad, los y las cartoneras recuperan a diario miles de toneladas de esa basura para reciclarla y reutilizarla. Sin saberlo, se convirtieron en ambientalistas mucho antes de que el activismo ambiental tomara protagonismo en la agenda pública. Fueron quienes aprendieron antes que nadie qué materiales se podían reciclar, cómo se juntaban y cómo se separaba la basura.
Con sus carros y esos saberes a cuestas, las cartoneras recorrieron un largo camino. Como trabajadoras, hoy son parte del Programa de Promotoras Ambientales del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y de Argentina Recicla, a cargo de María Castillo, cartonera desde el 2001 y que hoy se desempeña como Directora Nacional de Reciclado. Desde allí, impulsan sistemas de reciclado con inclusión social para los y las recuperadores urbanas.
Ellas tienen el saber del oficio, conocen los materiales mejor que nadie, vienen trabajando en la calle desde hace años, saben cómo es la relación con los vecinos, los encargados de los edificios y los comercios. El objetivo del programa es mejorar el circuito de reciclado de basura y fortalecer los derechos de las y los cartoneros, carreros y recicladores que recolectan y tratan grandes toneladas de materiales reciclables al día.
La puesta en marcha del Programa Promotoras Ambientales puso en valor el conocimiento que poseen quienes trabajan en la calle hace años. Entre risas, María y Jimena cuentan que para ser promotoras ambientales tuvieron que hacer una capacitación del gobierno, pero el saber lo traían ellas, así que terminaron a cargo del taller y hoy lo multiplican capacitando a compañeras de todos los rincones del país.
Veinte años y muchas conquistas después, hoy impulsan la Ley de Envases con Inclusión Social, una iniciativa basada en el principio de Responsabilidad Extendida al Productor (REP) que establece el deber de cada uno de los productores de hacerse responsables por los costos y la gestión ambiental de los envases que introducen en el mercado en todo el ciclo de consumo. Entre otras medidas, el proyecto implica la implementación de una tasa ambiental para las empresas y productores que coloquen envases en el mercado, premiando a los que se hagan con materiales reciclables y sean fáciles de reciclar. Lo recaudado se utilizará para implementar Sistemas de Reciclado con Inclusión Social, que permitan recuperar los envases para que vuelvan a la industria y dignifiquen el trabajo de los cartoneros y las cartoneras de todo el país.
“Hoy hay un montón de material que lanzan al mercado que no se puede reciclar, no se puede comercializar ni nada. Y todo ese material impacta en el ambiente porque termina en rellenos sanitarios, en basurales a cielo abierto, en la calle, tapando las cloacas. Y también impacta en nuestra forma de trabajo, porque todo eso que no se puede reciclar lo tiramos porque no sirve para nada”, dice Jimena y explica que los envoltorios plásticos de muchos productos de consumo diario como alfajores o galletitas no pueden reciclarse por las tinturas. “Y no se hacen cargo. Ellos lo lanzan al mercado y que pase lo que tenga que pasar. Eso sería un cambio fundamental”.
“No sólo para eso, sino también para que ayude a los distintos predios porque de esa tasa que se le va a cobrar al empresario por cada producto que lance al mercado, eso también va a parar acá, al predio, para máquinas, infraestructura o indumentarias. Lo que sea que necesite. Si sale la ley todas nosotros nos vamos a beneficiar, vamos a poder trabajar mejor, pero también va a ser un beneficio ambiental y de salud para todos”, agrega María.
La Ley de Envases con Inclusión Social fue presentada dos veces en la Cámara de Diputados con la firma de Natalia Zaracho —la diputada que conoce en carne propia el oficio cartonero— y el apoyo de distintas organizaciones como la Federación Argentina de Cartoneros, Carreros y Recicladores (FACCY) y Jóvenes por el Clima. La iniciativa cuenta también con el apoyo del Poder Ejecutivo y fue el propio viceministro del Ambiente de la Nación, Sergio Federovisky, quien reconoció que “este proyecto es necesario, trascendente y no puede esperar más”. En el galpón de la virgen cartonera, donde el trabajo nunca se detiene, tampoco pueden esperar más.
Este artículo forma parte del proyecto “Las informales: trabajo y economía popular”, que cuenta con el apoyo de la Fundación Friedrich Ebert Argentina.