Sobre Petróleo: “Abajo del pozo hay alta fiesta”

En este ensayo crítico, Belén Charpentier realiza una lectura en clave de género de la obra de teatro que es suceso en la escena teatral porteña. Realizada por Piel de Lava, un grupo de mujeres, Petróleo es una parodia de las masculinidades. Con referencias a la obra de Judith Butler y Gayle Rubin, la autora se pregunta por la construcción de la masculinidad hegemónica, el binarismo de género, la heterosexualidad compulsiva, la posibilidad de habitar un cuerpo que feminice y masculinice a la vez, y sobrevuela una pregunta que es un deseo político: ¿qué pasa en el pozo? ¿vamos?

Montoya, Palladino, Formosa y Carli son cuatro obreros que trabajan en un yacimiento petrolífero en Neuquén y comparten un pequeño espacio durante varios días. La complicidad machista, los chistes de doble sentido, la masculinidad frágil y la heterosexualidad compulsiva rigen su convivencia. Las formas en que estos varones distribuyen el poder entre ellos se ven interrumpidas con la llegada de un nuevo trabajador que muestra que las cosas se pueden hacer distinto. Esa apertura de posibilidades y flexibilización de las rígidas normas que construyen la masculinidad hegemónica introduce, con menor y mayor aceptación, preguntas en los distintos personajes. La disputa de poder dada en otros términos hace perder las reglas del juego al que todos saben jugar y, de ahí en adelante, la incomodidad se intensifica. 

Piel de Lava es un grupo de mujeres que, entre otras cosas, hace teatro. Ellas entienden lo que implica estar y hacer juntas (“para nosotras, el grupo es una posición política”, dijeron Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes en la entrevista que María Daniela Yaccar les hizo en Página 12). “Petróleo”, codirigida junto a Laura Fernández y creada bajo el programa “Artista en  residencia” del Teatro Sarmiento curado por Vivi Tellas, circula tanto por el teatro público como el privado y pone en escena la tensión política que presentan las mujeres al hacer teatro. 

Si entendemos los gestos masculinos como rituales repetidos, adscribiendo a una lectura performativa en términos butlerianos, es posible ver cómo las actrices ponen en tensión aquellas características que se atribuyen como naturales al género masculino. En un contexto de prácticas masculinas hegemónicas, donde cualquier desvío es leído como un acercamiento a la homosexualidad o a la feminización, uno de los personajes introduce elementos disruptivos como un tapado, una lima, un sweater, un corpiño y un vestido, haciendo estallar los límites impuestos por el binarismo.

Estos obreros viven en el mismo mundo que nosotrxs, donde diseñamos estrategias de supervivencia para atravesar la jerarquización de los géneros, por lo que repetimos aquellas normas con mayor o menor conciencia diariamente y contribuimos a producir estos conceptos de género. Así lo plantea Butler en El género en disputa cuando afirma que el acuerdo tácito colectivo de actuar de determinada forma, oculta su génesis en una repetición incansable que nos obliga a creer en su necesidad. Este personaje, en cambio, cuestiona aquella rigidez al gestualizar, al mismo tiempo, de forma “masculina” y “femenina”. Algunos de los trabajadores, a la par del descubrimiento de estos objetos, empiezan a hacerse preguntas y a desdibujar las fronteras construidas.

Otro personaje, en cambio, encuentra dificultades: “¿Qué estamos haciendo? Es que no se entiende lo que quisiste hacer”, cuestiona. ¿Qué pasa con lo que no podemos leer? ¿Qué reglas de inteligibilidad gobiernan nuestra mirada sobre lxs otrxs? Al presentar más opciones de las establecidas para los géneros, la potencialidad abruma a quienes encuentran seguridad en las prácticas generizadas: “¿Hasta dónde está bien y mal?  ¿Quién dice cómo es? Un poco sí, ¿pero ésto es un montón?”

Jugando entre los límites presentados, algunos personajes empiezan, ante la imposibilidad de romperla, a habitar aquella norma utilizando estos elementos marcados como femeninos pero desde posturas exageradamente masculinas: “Hay que ser cojonudo para pintarse la boca”. Los personajes comienzan, eventualmente, a discutir sobre la genitalidad y a dejar en evidencia el poder que ejerce el género en sus comportamientos. “Hay momentos en que no está y me parece que está bien así”, anuncia uno de los personajes tras ensayar hacer pis sentado y darse cuenta que “está bien tenerla un ratito para abajo.” Mientras que la obra comienza resaltando prácticas que exacerban la genitalidad masculina, llegamos a la presentación literal del falo sobre una mesa para luego ver cómo los personajes juegan con el mismo, desmitificando el propio elemento que creían fundaba su seguridad. 

Las normas generizadas operan sobre las masculinidades exigiendo roles de productividad económica y física, entre otras. Los trabajadores se preguntan qué es lo que quiere el pozo petrolífero sobre el que trabajan y, por primera vez, se preguntan si tal vez éste quiere ser un pozo que no saca nada, un pozo improductivo. Los trabajadores discuten, de esta forma, qué se les pide por ser leídos como varones. La pertenencia de clase y de género, que son sus bases de socialización en un principio, empiezan a derrumbarse. La recurrente mención al pozo petrolífero habilita algunas lecturas simbólicas. Más allá de la metáfora sexual entre el pozo y el ano en relación al pánico que los trabajadores experimentan por acercarse al mismo, es posible pensar en otras líneas simbólicas. Los personajes se refieren, en diversas ocasiones, a lo que se encuentra por debajo: ya sea de las ropas de invierno, del trabajo o del género. Este pozo genera sonidos que, en palabras de los personajes, los confunden. A su vez, ellos dicen escuchar al pozo, preguntarle cosas, oír respuestas y, a veces, llegar a pensar que canta: “abajo del pozo hay una alta fiesta”, aventura uno. Otro dice que “en el fondo de pozo nadie sabe qué pasa” y podemos pensar que el pozo es, también, ese lugar sin género (pero con sexo) donde los binarismos perdieron su sentido, si nos atenemos a los términos de Rubin. Ellos se imaginan todo lo que podrían llegar a hacer ahí, en ese lugar que describen como oscuro y caliente, donde hasta podrían bailar, contar sus miedos, ser libres y felices. Los personajes sueñan con ese lugar donde no hay luz como el espacio donde no opera la policía de la inteligibilidad y no importa qué se ve: “unas ganas de saltar, terminar donde sea. Algún día lo voy a hacer. Qué viajecito, ¿no?”

¿Qué pasa cuando son las mujeres las que realizan prácticas paródicas sobre la gestualidad masculina? ¿Qué valor aporta el drag king como puesta en cuestión de los fundamentos esencialistas del ser varón? El trabajo de Piel de Lava sobre las subjetividades y corporalidades masculinas se aleja del pastiche y se acerca a la parodia. La parodia no es, de ninguna manera, una burla. Mientras que el pastiche se burla de aquello que es original, la parodia cuestiona, con todas sus fuerzas, aquello que creemos natural. Al imitar el género y exagerarlo se manifiesta la estructura ficcional del género en sí y podemos, fácilmente, ver los hilos que construyen aquel relato. Estas formas paródicas en que las actrices diseñan sus personajes desnaturalizan la idea de identidades de género esencialistas o estables y operan mostrando el carácter ficcional del género. La parodia, además, habilita la posibilidad de transformación: si la significación del género se da en la repetición de las prácticas, esta reiteración va a permitir, eventualmente, la capacidad de acción para cambiar esa repetición. La subversión de la identidad sólo es posible dentro de la práctica de significación repetitiva: en el desvío, en la falla, en habitar la norma de formas distintas se encuentra el potencial de transformación. En cada gesto exacerbado, elemento disruptivo y chiste generizado, en cada noche que Piel de Lava sale a escena, se corren un poco más los límites de lo binario.