Hablando sin saber: Taylor Swift

La curiosidad llevó a la escritora Ana Ojeda hasta The Eras Tour o Las Heras Tour, desde la pantalla en Boedo. ¿Qué significa tanta perfección? Este ensayo piensa la ideología de la ama de casa, la blanquitud del cuento de hadas de la industria musical, la despolitización de seguir las reglas, la excepcionalidad como faro o mistificación o ejemplo a seguir y la invisibilidad de la explotación.

El revuelo causado por la noticia de que la matrícula de un curso sobre Taylor Swift había excedido las previsiones de Harvard, institución otorgante, y “explotado” al punto de tener que salir a buscar docentes para dar abasto con la cantidad de inscriptas también a mí me sorprendió. Soy, después de todo, gente. Y si algo nos caracteriza a la gente de manera definitiva es la tilinguería de otorgar valor a lo que desconocemos. Otro rasgo definitorio que tenemos es la velocidad con que adquirimos expertise en temas pues carpe diem, gente, el tiempo es poco y ajeno. Por poner: ¿para qué leer artículo entero cuando se puede tener opinión formada a partir de la pavada que trasunta su título? Por eso, no ahondé en las características del curso ni en el área de radicación académica, me quedé con el dato: Taylor Swift is the new rey Midas. Lo que toca: oro.

Como es público y notorio, el Las Heras Tour acaba de pasar por Buenos Aires, ocasión que –entre otras cosas– motorizó la publicación de un par de libros oficiales y no sobre la cantautora con fotos y letras de canciones, sueños y otras combinaciones, además de la veloz circulación del dato de que cuando su piececito con zapatito de cristal –en disfraz de Cenicienta llegó a los VMA de 2009– se posara sobre la amarronada Buenos Aires su dueña sería la primera mujer mil millonaria de la industria de la música mundial. El índice de fascinación-gente que comporta este dato me exime de mayores argumentaciones. A nosotras, la gente, Taylor Swift nos tiene de hijas.

Incapacitada de incomodarme hasta River Plate, en ese incognoscible exterior que respira fuera de los confines de Boedo, pero aún así intrigada por el magnetismo luminoso de esta estrella, el tour en su formato fílmico apenas desembarcado en plataformas me parece una buena opción. Con el doble clic inicial ya alarma digna del Doctor Castro: el relojito abajo a la derecha indica tres horas y algo de duración. Pero: es de noche, tras largo día laboral en múltiples frentes (adentro de casa / afuera de casa). Canalizando vibes de sachet de leche vacío aprieto play y me entrego.

Como soy gente y la paciencia es un bien del que no disponemos en grandes cantidades, a los diez minutos ya la tengo colmada. En el arranque mismo descubro una como dificultad para tolerar las pantys brillosas color carne con que Taylor acompaña la enteriza con lentejuela rosa de la Era Lover y que la convierte en una muñeca, ocluyendo la mera idea de una arruga. La superficie de su cuerpo proyecta la perfección sin poros del plástico. El blanco de los dientes es flúo. El rubio de su pelo lacio larguísimo “natural” (no adquirido con oxígeno). El flequillo: justo. El taco de las botas, manejado con soltura. De la cabeza a los pies, perfecta: Barbie cantante.

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Taylor no es sexy porque apunta a la estética del plástico que Barbie, dirigida por Greta Gerwig, explora con humor y ritmo. De hecho, es posible pensar el Las Heras Tour como correlato –en el andarivel de la industria musical– de la película, que viene de perder casi todas las nominaciones a Globos de Oro que había recibido. Como si Hollywood dijera: “Hasta acá llegaste, Javier” a las relecturas feministas de su propia historia. El globo como metáfora de la bola resulta evidente. Inmunes a los poderes de la metáfora, los Oscar prefirieron cortar por lo plano y nominar a la única bola con nombre y apellido de la película: Ken, en la persona de su actor Ryan Gosling.

Pienso a Barbie (la muñeca) como el paroxismo de la ideología de la ama de casa, entendida como una mujer cuya única función reconocida –todo el resto se invisibilizará como “ocio”– será la de arreglarse y estar espléndida para “su” hombre, Ken. En Priscilla y, en general, en toda su filmografía, Sofía Coppola retrata esto adecuadamente: su producción engarza una retahíla de mujeres cuya tarea principal es esa, ser mujeres, más allá del contexto histórico y de cualquier otro “detalle” coyuntural. Vale decir, ser hegemónicas y femeninas, arreglarse, esperar a que algo –siempre externo– suceda, al fin. La “definición social de la mujer como ama de casa sirve sobre todo para disfrazar las verdaderas relaciones de producción y consolidar ideológica y políticamente la explotación”.[1] La del ama de casa es una idea que surgió para fijar a las mujeres puertas adentro, erradicarlas del espacio público, junto con sus voces, problemáticas y deseos de cambio. Ya en 1963 Betty Friedan denunciaba las miserias y el sufrimiento silencioso (el del personaje de Julianne Moore en Las horas, dirigida por Stephen Daldry) que para las mujeres de los suburbios implicaba la amadecasitud en su clásico La mística de la feminidad, criticado luego por bell hooks y otras feministas interseccionales por no tener en cuenta que se trataba, también, de white rich people problems. Este punto ciego de perspectivas de género que no incluyen otros tipos de minorización –raza y clase– subió a escena de los VMA 2009 cuando Kanye West tomó por mano propia la visibilización del trabajo de Beyoncé, artista negra, como él, que perdía el premio al “Mejor video de artista femenina” a manos de una Taylor Swift que había llegado en –literal– “un elegante carruaje de Cenicienta de cristal con forma de calabaza, luciendo un vestido plateado brillante”.[2] Su exabrupto buscó dejar al emperador desnudo y exponer las bambalinas del cuento de hadas del supremacismo blanco, que se imponía, una vez más, traficado de “calidad”. Claudia Rankine desagrega con minuciosidad quirúrgica el funcionamiento del racismo en los EUA en el excelente –y descorazonador– Solo nosotros.[3] Canje Oeste pasó a convertirse casi en un “extraño peligroso”, en el sentido que Sarah Schulman le da al sintagma en su libro El conflicto no es abuso,[4] mientras que Taylor quedó rubricada en el papel que ya performaba al entrar: el de Cenicienta de la industria musical mainstream. Me resulta interesante que Beyoncé se encontrara presente y fuera testigo de este enfrentamiento que denunció el racismo pero fue leído como sexismo. En contextos patriarcales, ¿qué oprime (impide) más, ser negrx o ser mujer? Parece improbable que Beyoncé se hubiera permitido levantar la voz, ni tampoco está dicho que se haya sentido estafada, al fin y al cabo, ella es otra de las joyas de la corona que Taylor engalana. Pero que un varón irrespetara el guión de este tipo de espectáculos para salir en su defensa –como muchos años más tarde, en un escenario similar, en su rol de marido agraviado Will Smith salió a desagraviar a su mujer sin consultarle si, de hecho, se había sentido agraviada (Jada Pinkett pareció más hastiada que otra cosa)– pone en evidencia que si ambas mujeres hubieran tomado el ejercicio de la defensa de sus intereses en sus manos hubieran quedado irremediablemente etiquetadas de impredecibles, problemáticas, irracionales: “malas”. Irrecuperables.

Claro, porque la idea de la ama de casa es solidaria de otra genialidad patriarcal: las vaginas domesticadas son buenas; las que insisten en revolotear sueltas por el espacio público, opinar y hacerse ver, son malas (putas). Absurda y ficticia, esta separación, en palabras de Paola Tabet, “representa, más precisamente, la transgresión, la infracción a estas reglas. Y se representa como escándalo, porque cuestiona las reglas fundamentales en las que descansan la familia, la reproducción y los pilares de las relaciones entre los sexos” (52), “la transacción económica atañe a las relaciones entre hombres y mujeres de manera global […] en lugar de la división tajante e infranqueable entre matrimonio y relaciones amorosas, por un lado, y la prostitución, por el otro […] existe un abanico de variaciones, un continuum” (62). Construida para la dominación de las que entonces comenzaremos a intentar quedar “del lado correcto de la historia”, es decir, a no ser percibidas como putas para lo cual, por nuestra parte, voluntariosas, colaboraremos olvidando todos esos pequeños momentos en los que somos “útiles” a nuestra propia secundarización para obtener “cosas”. Nos ponemos así a salvo de cualquier sospecha. Taylor logra caminar por el borde de este peligroso clivaje, dejando en evidencia siempre su bondad, su continencia.

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¿Por qué enamora Taylor Swift a la gente? ¿¿Cómo podría no hacerlo?? Si es la versión de éxito, girl power y figura de artista que Das Kapital tiene en la batea de aspiracionales para nosotras, la gente. Un artefacto divino que a la vez cumple con todos los mandatos de la hegemonía y libra sus batallas contra el infame sistema patriarcal (Scooter Braun, en este caso), sin jamás pisar el palito ni caerse de lo deseable para una mujer ajustada a sistema. Daenerys con oído musical, sabe lo que cuesta mantenerse encima del dragón de la fama. En su documental Miss Americana –cuyo título prefiere el “miss”, señorita, palabra casi de otra época, antes que el “ms”, mujer soltera, lanzado por la revista fundada por Gloria Steinem y Letty Cottin Pogrebin, junto a otras, en los setentas– se incluye el momento en que acepta con absoluto estoicismo los golpes que la injusticia del star system le propina: “Solo tengo que hacer un disco mejor” saca como conclusión cuando Reputation no obtiene las ansiadas nominaciones al Grammy. Porque si hay algo que Taylor Swift hace es seguir las reglas. Paladina de un universo en el que el discurso está adherido al espectáculo fenomenológico, en el que no hay desfasaje entre dicho y hecho, si un premio premia “los mejores discos del año” y su disco no resulta premiado, entonces, la lógica indica que no era uno de los mejores del año, punto. Taylor es, en este sentido, vocera de una concepción radicalmente apolítica del mundo. No concibe la existencia del lobby ni de la rosca ni de la agenda: como la Doncella de Orléans, cree con fervor en lo que le dicen (el mensaje divino), dislocado de la inmundicia terrenal.

En el mundo de Taylor –similar al de la película Barbie– su éxito se explica porque es dedicada a su craft y muy muy trabajadora. Es buena, en todos los sentidos que patriarcado ha recortado para esta palabra: “madre” de tres gatos, exitosa, hegemónica, contenida. Sabe ocupar el lugar que la aloja. Y quiere estar “del lado correcto de la historia”. Si cuestiona, lo hace a partir de su experiencia personal. “La industria tiene un doble lenguaje. Si sos hombre y sos ambicioso es algo bueno; si sos mujer y sos ambiciosa es algo horrible” educa Taylor a su interlocutora en un recorte de algo (¿una entrevista en Variety?) que circula en los shorts de Instagram. Es el nivel de feminismo que acepta el status culo, lo que es capaz de reterritorializar y soportar: vulgata por supuesto bienvenida.

Taylor es una artista del sistema, del mainstream: la corriente principal, la que goza con el beneplácito de lo consuetudinario. Una referenta de la meritocracia: ella pudo a pesar del sexismo del medio que hizo propio, de las hijayuteces de Scooter Braun, del exabrupto de Canje Oeste. Taylor es la joya de la corona de un sistema en el que, salvo en su caso, “las mujeres proveen una cantidad de trabajo absolutamente desproporcionada. El aporte adicional de trabajo de las mujeres da a los hombres la posibilidad de acumular recursos y se llega a la concentración, casi absoluta, de las riquezas en manos masculinas, lo que da a los hombres ‘el derecho’ al servicio sexual de las mujeres, y, al mismo tiempo, a la apropiación sexual del cuerpo de las mujeres –la explotación de su sexualidad–. Realizadas también por medio de la violencia y del impedimento tenaz del conocimiento, son base e instrumento para imponerles la procreación y la apropiación de su trabajo […] esta carga adicional de trabajo ha sido, y sigue siendo, para los hombres, la condición de su acceso a un surplus de tiempo libre, determinante para el conocimiento y la creación.”[5] Brillante excepción a las normas, Taylor le sirve al sistema porque con su singularidad, su discurso (“Mi disco no fue premiado porque no es suficientemente bueno”) y su manera de proceder oculta que está armado para que un porcentaje ínfimo de la humanidad explote al resto, nosotras, la gente, en su paso por esta tierra (Vandana Shiva y Kartikey Shiva lo explican muy bien en Unidad versus el 1%).[6] En este sentido, Taylor Swift y Elon Musk habitan la misma zona de excepcionalidad, un territorio mínimo que el propio sistema promueve y ayuda a crecer porque son exempla vivas de que, teóricamente, siguiendo las reglas algunas llegan al Paraíso del Capital. Mientras estas fulgurantes estrellas brillan en su firmamento las dificultades de las mayorías para abastecer sus necesidades básicas, de las capas medias para mantenerse donde están y llegar a fin de mes, se vuelven una anécdota sin gracia, aburrida. Las “propias trabajadoras no tienen manera de aprehender la dimensión real de su explotación, ya que la relación con los exportadores y los artesanos es totalmente invisible a los ojos de las mujeres tejedoras. Esta invisibilidad es uno de los mecanismos principales por el cual este sistema de explotación puede perpetuarse a sí mismo.”[7]

La mistificación es lo que lubrica la explotación y mantiene todo en su lugar. Esta dislocación entre el plano discursivo y el extradiscursivo (o entre los dichos y los hechos) rubrica la complejidad de una realidad en la que la gente muchas veces nos preguntamos si hay lado correcto en esta historia y porqué lo representa el transfeminismo, o sea, la lucha mancomunada de mujeres, hombres, no binaries, fluides contra la opresión sexista.

* ¿Es Taylor la rubia tarada bronceada aburrida de Luca? Que Harvard se expida. La gente queremos saber.


[1] Mies, Maria, The Lace Makers of Narsapur, North Melbourne, Spinifex, [1982] 2012, p. 126. La trad. me pertenece.
[2] https://www.mdzol.com/espectaculos/2022/2/13/asi-fue-como-kanye-west-le-arruino-la-noche-taylor-swift-221187.html
[3] Claudia Rankine, Solo nosotros. Una conversación estadounidense, Cecilia Pavón (trad.), Buenos Aires, Eterna Cadencia, [2020] 2022.
[4] Sarah Schulman, El conflicto no es abuso. Contra la sobredimensión del daño, Nicolás Cuello y Diego del Valle Ríos (trad.), Buenos Aires, Paidós, [2017] 2023.
[5] Paola Tabet, Los dedos cortados, Ana Cuenca (trad.), Buenos Aires, Madreselva, [2018] 2022, p. 237-38.
[6] Vandana Shiva y Kartikey Shiva, Unidad versus el 1%, Rodolfo Lastra Muela (trad.), Buenos Aires, Econautas/Mate, en coedición con LOM (Cl), Plural (Bo) y Taller de Edición Rocca (Co), [2028] 2021.
[7] Maria Mies, op. cit., p. 117-8. La trad. y el subrayado me pertenece.