De las palabras a las cosas. El atentado contra Cristina Fernández de Kirchner el 1 de septiembre fue un pasaje al acto. Hechos, no palabras. Atribuir la violencia a los discursos de odio, tan agitados y analizados como subestimados, parece ser hoy un autoengaño tranquilizador. Parece también una supuración de la polarización, un hartazgo que dirige hacia la ultraderecha. Ese capullo de gusano se fue gestando entre el ruido de los medios, las redes sociales, las declaraciones de dirigentes, la escenificación de una violencia anunciada con bolsas mortuorias, guillotinas y amenazas de muerte, particularmente, contra la vicepresidenta.
Asistimos, de un tiempo a esta parte, a nuevas formas de violencia política que incluyen a los espacios virtuales como un territorio más. Quizás fue demasiado inocente englobarlas como “discursos del odio”. La escritora Natalia Romé dice que usamos la palabra “odio” torpemente, y que así renunciamos a preguntar “por las determinaciones históricas del presente, es decir, por la malla densa de capas hermenéuticas, afectos y memorias disponibles, historicidades largas y cortas, que se entraman en esas manifestaciones de crueldad que rompen la frontera de lo decible en el espacio público”. Decimos odio porque no sabemos qué se teje en ese entramado. Asistimos también a un agotamiento de las estructuras de análisis conocidas: el ágora cambió, las políticas se dirimen por su popularidad en Twitter, todo es memeable, sentimental y cínico.
No fuimos pocas las que alertamos sobre las consecuencias concretas del avance de los fundamentalismos de derecha. Los feminismos, que supimos hacer de la virtualidad un espacio clave para empujar masivas manifestaciones populares y reivindicaciones de derechos humanos, hemos sido desplazados de esos territorios digitales que nos permitían el ejercicio de nuestro derecho a la aparición. El progresismo, en general, ha sido desplazado de allí.
Hizo falta que le gatillaran dos veces en la cabeza a CFK, la figura más importante de la política argentina, para tomar dimensión del problema del corrimiento.
Mucho antes de atentar contra Cristina, sus atacantes declararon contra el sistema de protección social en distintos móviles de televisión —y utilizaban certificados de discapacidad falsos—, participaron de ataques organizados por grupos de ultraderecha contra dirigentes sociales y políticos como Juan Grabois y Sergio Massa, se fueron tatuando la iconografía de la exclusión. La realidad que quiero es sin el otrx, es con el otrx exterminadx, parecían anticiparnos. Son individualidades y al mismo tiempo síntomas. La violencia es el mensaje: es una herramienta expresiva, dice cosas, es una vía más de propaganda del fascismo 2.0. El atentado contra la vicepresidenta fue la propaganda gratuita más exitosa del último tiempo. Probablemente nunca como antes todas, todos y todes somos Cristina, porque esa violencia nos habla a nosotrxs.
El concepto “discursos de odio” se repite tanto que se vuelve un sintagma gastado, aplicable a casi cualquier cosa. A la inversa de ver para creer, en las redes sociales asistimos al fenómeno de creer para ver. Referentes cambiemitas, progresistas cargados de ironía, periodistas de saco y corbata, vieron la escena de dos gatillazos en la cabeza de la vicepresidenta y “no creen”. En esa desconfianza por lo que dictan los sentidos se juntan distintos ingredientes: la creencia de que el peronismo es capaz de cualquier cosa, el rencor histórico al movimiento social que más hizo para achicar las desigualdades y mucho de racismo al construir la idea de un esencialismo deshonesto. Por eso el peronismo aparece otra vez como el hecho maldito, la alteridad insoportable a eliminar. El odio no solo grita.
Hay odio (de clase, entre otras cosas) ahí. Una pasión baja, de debatible regulación. Pero también hay miedo. Y el miedo es imprevisible. Desde el jueves 1 de septiembre a las 20.50 revisitamos una y otra vez la escena del atentado contra Cristina, los repentinos movimientos de pogo, las manos de la vicepresidenta con sus uñas refractarias a las balas, su tranquilidad; nuestros nervios, nuestro estupor. ¿En qué país estamos ahora? ¿Qué cambió?
Desde hace días tratar de entender y de validar recorridos académicos se traducen en columnas de opinión. Algunas niegan que el intento de asesinato a la vicepresidenta y dos veces ex presidenta amenazara a la democracia; otras denuncian que se trató de una puesta en escena; hablaron del estilo de manicure de Cristina y ubicaron al propietario magnicida en la economía popular. La democracia argentina atravesó momentos graves, como el levantamiento carapintada de 1987, pero a casi 40 años del inicio de su recuperación, el 10 de diciembre de 1983, parece estar en su peor momento. De hecho, la consigna para salir a manifestarnos el viernes, horas después del atentado, fue la defensa de la democracia. No todo el arco político estuvo a la altura de las circunstancias, como si no estuviera en claro las dimensiones del atentado y las implicancias para la vida política nacional.
Cultivar la polarización rinde más en las encuestas, aunque esté costando la democracia. Pero no fue una novedad que el sector político de centro-derecha y derecha no estuviera en la plaza. Es que la democracia es un problema. Si con la democracia se come, se cura y se educa, hoy permanece como horizonte de deseo aunque no cumpla las consignas. La democracia para poder vivir y tener derechos, para intervenir en las desigualdades sociales y construir futuros de bienestar, la democracia para que gobiernen quienes elegimos y no los grandes grupos económicos. Falta democratizar mucho más. Por eso, quienes hablan de república y no de democracia, están contándonos la mitad de sus planes. Por eso, apuntan contra Cristina y lo que ella representa: un proceso democratizador.
El feminismo es una política de justicia social y Cristina se inscribe ahí: representa la voluntad y la acción política para transformar de forma estructural la distribución de la riqueza. En todo anticristinismo hay también una dosis de misoginia. Cristina representa la vida política que tanto nos negaron a las mujeres, lesbianas, travestis y trans. No se trata de su genitalia, se trata de que, además de ejercer el poder de la forma en que lo hace, sea mujer y se calce el pantalón de cuero para salir a ejercer unas horas después de que intentaran matarla.
De allí que el miedo sea, creemos, la interpretación más cercana a la obsesión de la derecha vernácula con ella. Cristina es una amenaza real al drama de la concentración escandalosa de la riqueza -concentración de la nuestra-. Es la única que cuando el presidente entona una canción y la oposición dice “chorra”, responde con una propuesta de reforma fiscal, reclama lapicera y habla de política. No hay manera de arrastrarla al fango frívolo y despolitizador de la circulación pública afectiva: la emocionalidad, la indignación, el humor marcan buena parte de la vida en el espacio público. Cristina, en cambio, hace política, habla de plata, sabe cuánto ganaron las empresas y a cuánto cerraron las paritarias. Dracarys nivela las desigualdades en el reparto de privilegios y privaciones, y en ese reparto se presenta como el peor temor para los pocos dueños de nuestra economía concentrada: es el miedo a la movilidad social ascendente.
Supimos dar vuelta la moneda y dejar de decirle fobia irracional, patología improbable, a los discursos y prácticas que violentan las existencias no hegemónicas. Le decimos gordoodio, le decimos homoodio, lesboodio, ya no usamos “fobia” para nombrar esos destratos. Sin embargo, en la palabra fobia encontramos encerrada la palabra miedo. Y en ese sentido es que se nos vuelve sugerente retomarla. Hay odio porque hay miedo, hay pánico moral. Pero no volvamos a traer la irracionalidad a la discusión, no se trata de una pasión compulsiva a detestar, se trata de un miedo histórico, pacientemente labrado, al ascenso de lo popular, a la rebelión de los pobres, de los marrones, de aquello que nos deja tranquilXs tener en el afuera. Es un odio, sí, pero es un odio construido pacientemente a través de hitos. 1879, 1907, 1930, 1955, 1966, 1976. El objetivo del tiro no es solo Cristina, es el miedo a lo que la política es capaz de hacer. El pánico a que lo que no se entiende, a que los Otros, vuelvan a ocupar la escena, y que ese avance de lo diverso haga que los ricos, los que desean para sí “normalidad”, los que no quieren ser cuestionados ni importunados con protestas, sientan perder sus privilegios.
Los doce años de administración kirchnerista fueron de inclusión y de ampliación de derechos. No solo inclusión económica, sino también capacidades para que la potencia social del 2001 se convirtiera en soberanía popular, en soberanía política. Siguen escritas en la memoria y en las instituciones la recuperación de las paritarias y el Consejo del Salario, la reducción de la deuda y el desempleo. A la recuperación de los fondos jubilatorios se sumó la implementación de la asignación universal por hijo (AUH) para desocupadxs o trabajadores informales. Después vinieron la asignación universal por embarazo, el plan Progresar (para estudiantes de bajos recursos), Conectar Igualdad, Qunita (plan nutricional para madres embarazadas) y Procrear (crédito para la vivienda).
Se nacionalizaron empresas estatales como Correo Argentino (2003), Aysa (2006), Aerolíneas Argentinas (2008), YPF (2012) y Ferrocarriles Argentinos (2015). Se crearon 16 nuevas universidades nacionales —muchas de ellas ya en funcionamiento—, la mayoría ubicadas en el conurbano bonaerense. Se sancionaron un listado de leyes que reconocieron derechos y que hoy protegen poblaciones vulnerables específicas: en 2003 Ley de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes; en 2006 el Régimen para las intervenciones de contracepción quirúrgica. Derecho a acceder a las prácticas de ligadura de trompas de Falopio y Vasectomía; ese mismo año la Educación Sexual Integral se convirtió en ley; en 2009, la Ley de Protección Integral a las Mujeres para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia tipificó las formas de la violencia que hoy conocemos; en 2010 se aprobó el Matrimonio igualitario; en 2012 la Identidad de género; en 2013 se sancionó la fertilización asistida; en 2014 se sancionó el Régimen especial de contrato de trabajo para el personal de casas particulares Podemos mencionar también la ley de reforma política (2009), muerte digna (2012) y el voto optativo a los 16 años (2012).
Todas legislaciones que radicalizaron la democracia y fortalecieron de distintas maneras la participación ciudadana. Esto hoy parece roto, rasgado. Si dejamos de decir “odio” tal vez comencemos a preguntarnos lo que no tiene respuesta rápida. Cambió el marco teórico. Como decíamos hace un tiempo, el neoliberalismo y su pacto con fundamentalismos religiosos, racistas, era el fantasma que recorría Latinoamérica, la ideología del orden. Hoy ese fantasma es un zombie que camina, con un tatuaje fascista, un pin con una serpiente, un trabajo precario y un futuro incierto. El autoritarismo pone en jaque la democracia, pero lo encontramos usando las instituciones representativas para alcanzar lugares en el Estado. La voluntad de poder de ese sector junto a sus promesas de desregulación de la economía, reformas laborales y hablar de libertad contra la igualdad, debería recordarnos que cada vez la riqueza se concentra en menos manos y que cada vez hay más pobres: urge recuperar la conciencia de clase. Urge encontrarnos entre feministas antirracistas, anticapitalistas y populares.