En busca del cartel

El libro “De ladrones a narcos: violencias, delitos y búsquedas de reconocimiento” de Eugenia Cozzi, piensa las transformaciones del universo criminal en la periferia de Rosario. El trasfondo es la desigualdad social, la segregación urbana, la corrosión del trabajo y la desproletarización, pero también los procesos de humillación hacia los jóvenes. La experiencia criminal es una manera de acumular el capital simbólico en ese contexto. Para Esteban Rodríguez Alzueta la investigación de Cozzi capta un mundo atravesado también por complejidades y contradicciones.

Hay una frase de Emerson que dice “la nieve contiene mucha educación”, es decir, el conocimiento está hecho de paciencia, hay que resistir las inclemencias del tiempo, pero también otras tentaciones vinculadas a las ansiedades intelectuales que suelen llevarnos a ajustar la realidad a las teorías que nos maravillaron. La investigación etnográfica está hecha de otra velocidad. Los tiempos de la etnografía no son los tiempos de la gestión, pero eso no significa que sean mundos aparte. Este libro, De ladrones a narcos, se empezó a escribir mucho antes que la investigación doctoral que aquí se cuenta. Porque la investigación de Eugenia Cozzi vuelve sobre las preguntas hechas en su tesis de maestría (De clanes, juntas y broncas) dedicada a explorar las violencias en los barrios de la periferia en la ciudad de Santa Fe, una investigación que se fue ensayando con los desafíos con lo que se midió el staff de la Secretaría de Seguridad Comunitaria del Ministerio de Seguridad de esa Provincia, de la cual Cozzi formaba parte, en el marco de un proyecto PNUD (“Intervención multiagencial para el abordaje en el ámbito local”) desarrollado en aquellos años por el Ministerio de Seguridad de la Nación. Estamos hablando del 2009/2011, es decir, hay 13 años entre aquellas experiencias de gestión, las investigaciones en las ciudades de Santa Fe y Rosario y este libro.

La investigación está hecha con algunas estancias académicos que la llevaron por Costa Rica y Brasil, y muchos viajes a la ciudad de Buenos Aires para intercambiar observaciones y reflexiones con el equipo del Instituto de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, creado por Sofía Tiscornia e integrado por María Pita, que acompaño y dirigió a Eugenia en todos estos años. Pero hay algo más a destacar, porque Eugenia forma parte de la Multisectorial Contra la Violencia Institucional en la ciudad de Rosario, de modo que las preguntas de sus investigaciones están formuladas con otra empatía. La militancia social le imprime no solo otra sensibilidad a su trabajo de campo sino otro compromiso que lo distancia de otras investigaciones que se hacen en el marco del CONICET.    

Como reza el título del libro, Cozzi se propone pensar las transformaciones del universo criminal de un barrio de la periferia de la ciudad de Rosario, los desplazamientos y resistencias entre las distintas generaciones que componen lo que ella llama “el ambiente”, desde mediados de la década del 90 hasta pasada la primera década de este siglo. Son tres generaciones que vivieron el delito y sus violencias de distinta manera. Ladrones que se hicieron narcos, ladrones que se enfrentaron a los narcos, narcos que tentaron a los jóvenes que venían pendulando entre el trabajo precario, la escuela, la ayuda social y el ocio forzado, jóvenes tiratiros que hicieron de la violencia un vector para hacerse un lugar en un mundo cada vez más estrecho, infame. Experiencias, todas ellas, que giraban en torno al prestigio, al honor y la búsqueda de respeto, vinculadas a la demostración de valentía, coraje y algunas formas hegemónicas de masculinidad. Experiencias, entonces, que resultaron ser mucho más que meras estrategias de sobrevivencia para transformarse en experiencias identitarias. Se trata de pensar las continuidades y descontinuidades entre las diferentes generaciones, lo que llevará a Cozzi a reconstruir un arco temporal que resulta inédito, por lo menos en los estudios sobre delitos en Argentina.

El telón de fondo es la desigualdad social y la segregación urbana, la corrosión del trabajo y la desproletarización, pero también los procesos de humillación con los que se miden los jóvenes de las barriadas populares que llegan con la desigualdad y la segregación. Cuando el mundo se desproletariza y las escuelas son impotentes para componer un lazo social, las experiencias grupales adquieren otra centralidad. La manera de tener un “cartel”, de acumular el capital simbólico que les permita hacer frente a los estigmas que pesan afuera pero también adentro del barrio, llevará a muchos jóvenes a vincularse o coquetear con experiencias criminales. En efecto, la manera de transformar la vergüenza en orgullo, de emblematizar los estigmas, será a través de experiencias hechas de violencias. Una violencia expresiva pero también emotiva, dos dimensiones que no hay que perder de vista si se quiere comprender las novedades del ambiente.  

Pero la violencia no siempre será vivida de la misma manera. La violencia está hecha de códigos volubles que se van modificando de una a otra generación. El mundo del delito, nos cuenta Cozzi, no es un mundo desordenado sino un ambiente que sigue determinados criterios que orienta a sus protagonistas. Y lo mismo cabe decir para el mundo del narco. La dinámica entre establecidos y marginados al interior del barrio se desplaza entre los distintos actores que integran una ciudad, un barrio y forma parte de las maneras que tienen los actores vinculados al ambiente de reproducir sus propias desigualdades. Dicho de otra manera: no solo los vecinos del resto de la ciudad y sus periodistas etiquetan a los residentes de estos barrios, no solo los propios vecinos del barrio etiquetan a los jóvenes de su barrio, sino que los mismos pibes se la pasan colgando cartelitos que devalúan o cuestionan el prestigio de otros grupos de pibes del barrio. El cartel no se gana de una vez y para siempre, es relativo y relacional. Tener un cartel o un nombre es estar dispuesto a defender el cartel, hacerlo valer. Un cartel que no siempre prestigia a los actores, a veces quema, generándoles dificultades extras con las cuales deberán aprende a lidiar. Vaya por caso la figura del ladrón, una categoría moral a través de la cual se autoperciben como actores distintos, con otros códigos, que les permite no solo separarse de los narcos, sino de los cachivaches o rastreros que pudren el barrio, un cartel a través del cual el “ladrón noble” se autopostula no solo como una reserva moral en su ambiente, sino que lo separa y distingue de los otros actores del ambiente narco.

La violencia letal no está vinculada a la ausencia del Estado sino a dinámicas sociales que se fueron componiendo en torno a la búsqueda de reconocimiento en contextos de humillación, alrededor del orgullo. La violencia es una manera de compensar la debilidad que genera la experiencia de la pobreza y la desigualdad social.

Bravuras que tampoco hay que exagerar, que hay que leerlas al lado de la generosidad. Para Cozzi los ambientes no están hechos solamente de violencias sino de intercambios de favores que exceden las violencias, que implica ayudar a los demás y complejiza la noción del respeto. Porque hay que ganarse el respeto no solamente entre los pares del ambiente sino del resto del vecindario. Y ese respeto implica desarrollar otras prácticas. Para algunos, lo más importante es hacerse temer, pero para otros, no llamar la atención, sentirse cuidado por el barrio. Tal vez la palabra “cuidado” le quede grande, pero por lo menos se trata de evitar que los vecinos los identifiquen o apunten como “enemigos”.

Por eso, los ambientes criminales no son mundos aparte, separados y separables del resto de las experiencias que componen el barrio, sino experiencias solapadas. La imagen de León Ferrari que eligió Cozzi para ilustrar la tapa del libro es muy elocuente: Un barrio integrado por actores que participan de mundos distintos, que van saltando de una experiencia a otra, alternativa o sucesivamente. Un mundo abierto, lleno de intersecciones, cruces, solapamientos. Y los trayectos que los actores hacen no siempre son cordiales, a veces están impostados y llenos de tensiones que pueden escalar hacia los extremos.

Punto y aparte merecen los vínculos con la policía. La policía tiene un lugar ambiguo y contradictorio en el barrio. No es lo mismo “arreglar” que “trabajar” con la policía. La diferencia entre los ladrones y los narcos es la distancia que existe entre ambas prácticas. Arreglar con la policía implica entender que se puede perder y, llegado ese momento, habrá que convenir con la policía. En cambio, “trabajar con” la policía implica ensayar una serie de acuerdos previos donde se negocia la aplicación o desaplicación de la ley que aporta una suerte de inmunidad política. El objeto de esos acuerdos pueden ser bienes, servicios, favores o información para que permitan, faciliten o dificulten el desarrollo de determinada actividad. Esos arreglos no se hacen de una vez y para siempre, sobre todo cuando la policía es una institución donde sus integrantes se la pasan rotando. Los arreglos se hacen y deshacen todo el tiempo, para volverse a hacer con los criterios de las nuevas autoridades. Lo importante es que los “arreglos” te hacen intocables, al menos por un tiempo.   

Otro actor que forma parte del universo de relaciones del mundo narco y los ladrones son los periodistas. La prensa local le agrega notoriedad a aquello que puede convertirse en noticia. Si los actores bailan alrededor del “cartel” entonces las noticias ocuparán un lugar importante, sobre todo entre los jóvenes de la tercera generación. Dice Cozzi: “Tanto las narrativas o los relatos, como el discurso mediático, colaboran o contribuyen en la producción, consolidación de la fama de algunos grupos o personas del ambiente”. Ahora bien, estar en los diarios no siempre aporta beneficios simbólicos, puede convertirse en una molestia puesto que puede tornar al joven en el blanco principal de la persecución penal y la estigmatización pública. En efecto, clisés como “ajustes de cuenta” pueden reforzar las etiquetas que pesan sobre el mundo de la pobreza en general: “Alrededor de esta categoría –señala Eugenia-, está fuertemente presente la idea de que se matan entre elles y que, por lo tanto, no es necesaria ninguna intervención estatal, quitándoles valor e importancia. Es decir, significar de esta manera estas muertes es una forma de desjerarquizarlas, de reducir su importancia, de desinvestirlas de gravedad, de eximir de responsabilizar al Estado por su ocurrencia.” Cozzi no se equivoca tampoco en este punto, puesto que, si se mira las investigaciones de muertes de jóvenes en estos barrios nos daremos cuentas que los pobres no merecen la misma atención, el mismo presupuesto para el esclarecimiento de los homicidios.

Los jóvenes invierten mucho tiempo y toman demasiados riesgos en busca del cartel a través del cual van definiendo su lugar en un mundo que se les irá haciendo cada vez más estrecho. Porque el cartel ordena y desordena, prestigia, pero también quema. Los jóvenes van en busca de la fama que certifique el cartel, pero saben que tiene su lado B. La fama llega también con difamación y no se le escapan que, en otros contextos, en los vínculos con otros actores, el encartelamiento los llenarán de desprestigio.    

En definitiva, la investigación de Cozzi es inédita en el país. No tenemos dudas de que el libro de Cozzi se convertirá en una investigación ineludible para todos aquellos que estudiamos estos temas, una investigación que hay que leer al lado de las otras investigaciones clásicas realizadas años atrás por Gabriel Kessler, Daniel Miguez, Sergio Tonkonoff, María Epele, Silvia Dutchazky y Cristina Corea. Una investigación importante porque desmitifica algunos lugares comunes que se han ido construyendo alrededor de las violencias en los barrios pobres, una violencia que se carga muy rápidamente a la cuenta del universo transa. Una investigación que capta la complejidad y contradicciones de ambientes que no quedan en otro planeta, hechas con prácticas y muchas lógicas que no son distintas a las que encontramos en el mundo del trabajo precario y la política clientelar.  

*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control, La máquina de la inseguridad,Vecinocracia: olfato social y linchamientos,Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.