Frente al negacionismo de la pandemia las mujeres brasileñas se organizan para sostener la vida

La Marcha Mundial de las Mujeres es una de las organizaciones populares que, en el contexto de la pandemia, tuvo que articular su acción política con un esfuerzo permanente de solidaridad: cuidando a las compañeras que no tenían para pagar las cuentas, que pasaron por el duelo y por sufrimientos psíquicos y emocionales. Organizaron donaciones, distribuyeron canastas básicas, productos de aseo personal artesanales y alimentos agroecológicos. La Marcha Mundial de las Mujeres fortalece a las mujeres de la ciudad, que reciben, y a las del campo, que producen. Este texto forma parte de Las resistencias fundamentales un especial periodístico sobre las resistencias a los fundamentalismos en Latinoamérica y el Caribe coordinado por LatFem-Periodismo Feminista

Mariana Lacerda tiene 30 años y fue la primera egresada universitaria de su familia: “Como mujer negra, pobre y periférica, siento dificultad de estar en determinados espacios, siento que no están preparados para recibirme”, dice. Su militancia en la Marcha Mundial de las Mujeres (MMM) de Ceará, en el nordeste brasileño, fue el motor que impulsó su participación en el ámbito académico, contra todo pronóstico. La MMM es un movimiento global que existe desde comienzos de los 2000 y en Brasil se robusteció con los sucesivos Foros Sociales Mundiales. “Conociendo la Marcha, los movimientos sociales, la organización partidaria, percibí que tenía derecho a la universidad, y eso cambió mi trayectoria”, explica. Ahora es graduada en Ciencias Sociales e investiga en su maestría la participación de las mujeres negras en la política. 

La Ley de Cuotas Sociales, que establece la reserva de un mínimo del 50% de las plazas en las universidades federales para estudiantes de escuelas públicas y para personas negras e indígenas, fue sancionada en 2012 y tuvo impactos positivos en la participación de las mujeres negras como Mariana Lacerda, que hoy son mayoría en las universidades. No obstante, el derecho a la universidad es uno de los tantos que se vienen recortando en el país sudamericano desde el golpe que sacó a Dilma Rousseff de la presidencia en 2016. A partir de entonces se congelaron recursos públicos para la educación, se redujeron las becas de estudio, y la falta de inversión pública resultó en la quema del Museo Nacional, una referencia de investigación brasileña. No es ninguna novedad que el proyecto de desmonte neoliberal del Estado reduce las posibilidades de la participación popular en la producción de conocimiento e incrementa las exclusiones sociales.

“A veces, cuando hablo sobre las dificultades estructurales, las personas se sorprenden. Hay un mundo de desigualdades”, dice Mariana. Organizarse con otras fue la forma que ella encontró para hacerle frente a ese mundo de desigualdades desde muy chica. Empezó su militancia cuando era joven, participando en la asociación de su barrio y también en organizaciones populares cristianas. Cuando conoció el movimiento feminista, vio en la colectividad de las mujeres la posibilidad de actuar para reorganizar el mundo y la vida: la propia y la de las mujeres que la rodeaban. En las actividades de formación, movilizaciones y acciones en las calles, encuentros y plenarias, ella y tantas otras compañeras ponen en marcha el planteamiento de otro mundo y, al mismo tiempo, cambian la sociedad en su tiempo presente, teniendo la solidaridad como principio fundamental. 

“La Marcha Mundial de las Mujeres me enseñó que somos sujetos activos de la historia. Cuando me reconocí en eso, comprendí que luchamos contra una serie de opresiones, pero que somos más que esas opresiones. Cambia todo saber que mi lugar como mujer negra y periférica es de una mujer pensante”, sintetiza Mariana. Y sigue: “con el movimiento negro, aprendí que hay una estructura, que esa estructura me afecta, y que puedo crear colectivamente, con otras compañeras y en la lucha, estrategias para huir de eso”.

Movilización del 8 de marzo de 2019

En los últimos años en Brasil, las feministas fueron fundamentales en politizar la crítica y el rechazo al conservadurismo con una campaña en las calles y las redes contra el presidente Jair Bolsonaro. Los movimientos feministas habían advertido que la victoria de Bolsonaro en las elecciones presidenciales de 2018 sería una radicalización de las políticas excluyentes. Por eso, las movilizaciones feministas por #EleNão (“Él No”) tomaron grandes proporciones, y articularon movimientos de varios sectores en contra de una propuesta y una campaña política basada en desinformación, misoginia, racismo, LGTBfobia y neoliberalismo. Las movilizaciones se sumaron a un esfuerzo popular por debatir la política y lo que estaba en juego, en una acción descentralizada de “vira voto” (“cambia el voto”) que se desarrollaba en pequeños grupos en las plazas, metros y puntos estratégicos dentro de los barrios.

Todas las advertencias de los movimientos sociales y políticos se hicieron realidad. El ministro de economía, Paulo Guedes, es responsable por una agenda de privatizaciones y por reformas como la de las pensiones, que aumentó el tiempo de trabajo necesario para la jubilación de las mujeres. La pastora evangélica Damares Alves, ministra de las mujeres, la familia y los derechos humanos, se empeña para fortalecer la presencia de la iglesia en el Estado, y defiende las múltiples propuestas de criminalizar a las mujeres que abortan y dificultar aún más el procedimiento en el país, incluso en las causales ya permitidas en la ley. 

Todos los escenarios se volvieron más hostiles en los diversos planos con la llegada de la pandemia y el negacionismo oficial. Bolsonaro se burló de las muertes por coronavirus y las medidas de aislamiento bajo el discurso de que “la economía no puede parar”. Mientras el gobierno nacional negaba la crisis, la Marcha Mundial de las Mujeres — como otras organizaciones populares— tuvo que articular su acción política en un esfuerzo permanente de solidaridad: cuidando a las compañeras que no tenían para pagar las cuentas a fin de mes, a aquellas que pasaron por el duelo y por sufrimientos psíquicos y emocionales, articulando donaciones, distribuyendo canastas básicas, productos de aseo personal artesanales y alimentos agroecológicos —una propuesta que fortalece a las mujeres de la ciudad, que reciben, y las del campo, que producen—. 

Casi a diario, las compañeras van poniendo juntas en una caja el jabón artesanal que una produjo, las frutas y legumbres cultivadas por un grupo de agricultoras, un par de mascarillas hechas por un grupo de cosedoras, el arroz y los porotos donados por otra organización amiga, un volante político. Después del montaje de decenas de cajas, articulan para que lleguen a las compañeras que las necesitan. No hay futuro sin presente. La actividad es permanente, y solo es posible con la participación de varias manos al mismo tiempo. Las acciones han sido enmarcadas por la unidad entre varios movimientos y organizaciones comunitarias, y probaron que la solidaridad es política.

“Si hiere nuestra existencia, vamos a ser resistencia”

“Si hiere nuestra existencia, vamos a ser resistencia” es uno de los lemas de las mujeres y de los pueblos en resistencia en Brasil desde el ascenso del autoritarismo y del fundamentalismo al poder. La vida se ha hecho mucho más difícil: por una parte no hay empleo, por otra el empleo que hay no tiene derechos garantizados. El hambre crece y los horizontes de futuro se reducen en ese país que llegó al triste segundo lugar mundial en muertes por coronavirus. “Nadie debería tener que elegir entre morir de hambre o de Covid-19” es la invocación de la enfermera y militante feminista negra Talitha Demenjour, que vive en Río de Janeiro y forma parte de la Marcha Mundial de las Mujeres.

Resistir es una acción colectiva necesaria para sostener la vida. Esta tarea es protagonizada por las mujeres, especialmente las mujeres negras, en las casas, los espacios de trabajo, las comunidades, los barrios, los campos, las periferias. En la mitad del 2020, una artesana trabajadora de la economía solidaria dió el siguiente testimonio: “Hoy estoy viviendo un día tras otro, me despierto y pienso ‘tengo esta cantidad de dinero’, de ahí calculo ‘¿qué voy hacer de comer?’, ‘¿qué factura debo pagar? Voy derrapando, un día tras otro. Me siento una hoja suelta, no tengo empleo, no tengo casa… no tengo donde caer muerta”. Para ella y muchas otras trabajadoras informales, que dependen de ferias y de las movimentaciones en la ciudad, estar organizada junto a las compañeras de la economía feminista y solidaria fue la manera de lograr buscar derechos, como el auxilio emergencial, y de construir alternativas de renta y comercialización, como las ferias virtuales.

Enfrentarse al fundamentalismo y al racismo

Mientras el pueblo brasileño padecía por las múltiples crisis (sanitaria, política, económica, ambiental) —lo que se llamó “coronacapitalismo”—, la extrema derecha aprovechaba para “ir pasando la boyada”, una metáfora no tan metafórica: la frase del ex-ministro de medio ambiente Ricardo Salles sintetiza la estrategia del gobierno de deshacer regulaciones y normas para aprobar silenciosamente reformas y cambios de infraestructura que afectan el trabajo, la agricultura y la naturaleza. Y abren camino para los grandes empresarios del campo y de la ciudad. Para las mujeres quilombolas, indígenas, agricultoras y pescadoras, que cuidan la tierra y la naturaleza, los efectos de “pasar la boyada” son el racismo ambiental, la violencia y la desposesión.

Mientras tanto, en las ciudades, la violencia racista también es accionada por el Estado como una herramienta de control que es herencia del colonialismo. Vivir y transitar en ciudades militarizadas nos cuesta muchas vidas, principalmente de la juventud negra, pobre y periférica. “¿Quienes protegen a las mujeres negras?”, pregunta la líder estudiantil Pâmela Layla, directora de la secretaría de mujeres de la Unión Brasileña de Estudiantes Secundarios (UBES), que también participa de la MMM en Ceará. Para ella, “la sensación es la de que, en ningún lugar ocupado por nosotras, estaremos seguras. Las mujeres negras se están muriendo de hambre, de COVID-19 y de balazos de la policía”.

La militarización va de la mano de la violencia y la criminalización de la autonomía de las mujeres sobre sus propios cuerpos y sexualidades. “La lesbofobia apagó concretamente existencias. Y, simbólicamente, los casos son incontables. Es posible que una de nuestras reivindicaciones más básicas sea el derecho de existir, sin más escondites, sublimaciones y violencias”, dice la comunicadora feminista Fabiana Benedito, que vive en Salvador. Con el ascenso político de los sectores de la extrema-derecha conservadores y fundamentalistas en la institucionalidad y en la cotidianidad, la posibilidad de decidir y vivir la vida que se quiere es todavía más obstruida para las mujeres. Es como dice la militante de la MMM de Pernambuco Nathalia Diórgenes: “en países donde el aborto está de todo prohibido, las mujeres son puestas cotidianamente bajo sospecha. La vida reproductiva de la mujer está contaminada por la criminalización”. 

Marcha del 8 de marzo de 2019

En Río de Janeiro, donde las iglesias evangélicas, las milicias y las policías tejen una compleja red de disputas de poder, la violencia estatal camina junto al fortalecimiento del patriarcado y del racismo. Para Dara Sant’Anna, que vive allí y participa de la MMM y del Movimiento Negro Unificado (MNU), “no conseguimos tener respuestas porque tenemos una policia que resulta de la dictadura militar y de los procesos de quema de archivos y ocultación de documentos”. Pero al mismo tiempo que hay dolor, hay lucha: “las denuncias de racismo vienen siendo hechas y las personas buscan informarse, cuestionarse sobre el motivo por el cual decimos que hay racismo en Brasil. Las mujeres han construido puentes muy fuertes, como los colectivos de madres víctimas de la violencia policial”.

Es una situación que se da en todas partes del largo territorio brasileño. Durante una actividad virtual por el Día de la Mujer Negra Latinoamericana y Caribeña, Mariana Lacerda dijo: “tenemos el reto de contar nuestras historias. Las experiencias de sociabilidad de los quilombos, por ejemplo, nos enseñan muchas cosas sobre solidaridad, supervivencia y otras formas de relación. Es en la realidad concreta, que percibimos la interseccionalidad y la imbricación entre género, raza y clase. Nos movemos y enfrentamos las estructuras”.