“Pollo con… ¿ensalada o puré?” me manda un whatsapp mi papá desde la cocina. “Quiero puré”, le respondo, y él rebate “¡Fallaste! Para vos es ensalada”.
Busqué por días los kilos que supuestamente había perdido desde que decretaron la cuarentena obligatoria. Kilos perdidos como resultado, otra vez, de no poder manejar una situación médica y que ella me esté manejando a mí. Versión 2020: una pandemia. Abrí el chat con M y escribí “che, bajé cinco kilos”, mientras me miraba las clavículas aparecer por debajo de la piel. Automáticamente lo borré y me pregunté cómo sabía que había perdido esa cantidad de peso si nunca me había pesado, o por lo menos no en el último mes. ¿Por qué era algo importante para contar entre tanto dolor? ¿Era una buena noticia?
Pienso en esto, vuelvo a mi adolescencia y a mis padres recomendándome, en su eterna lucha contra el devenir de mi cuerpo, que vaya a la clínica del Dr. Cormillot. En ese lugar sí me pesaban, religiosamente, una vez por semana y anotaban mi avance en una libreta. “Mi pérdida de peso”. Esa fue la primera vez que alguien me dijo directamente y sin tapujos que yo estaba y a la vez era una persona enferma. Ser gorda y estar gorda, todos los casilleros. Que mi vida iba a ser “una lucha constante contra mi peso” y que ahí “me estaban preparando para mi futuro”. La enfermedad como hilo conductor, la lucha constante contra un enemigo invisible.
Hace tres años me puse por primera vez una bata para caminar hacia un quirófano. Me estaban por sacar un tumor y yo estaba paralizada porque no me cerraba la bata. Salí del cubículo con mi cuerpo semi cubierto, caminé y sufrí como la primera vez que me saqué la ropa frente a alguien. Tenía cáncer y pensaba en mi peso. Y a partir de ahí, cada tres meses, la misma escena y el mismo pensamiento. La enfermera entrando a mi cubículo, dándome una bata y analizándome: ‘estás mucho más flaca, Dani, qué bien que te veo’, ignorando que mi cuerpo estaba siendo bombardeado desde todos los flancos y que lo único que podía hacer para defenderse era achicarse. Aprendí que no importa cuál sea el escenario, ya sea por la positiva o por la negativa, ser flaca siempre va a ser un valor.
Desde esos días tengo pesadillas con el uso de la bata y el camino hacia el quirófano. Hoy respiro cuando leo que el barbijo, y no otra cosa, va a ser de uso obligatorio para caminar por la calle. Cuán distinto sería el escenario, si, por ejemplo, tuviera que usar una bata protectora. Me imagino creando redes feministas por alguna red social para conseguir talles adecuados, generando estrategias para poder estar protegida, y llego a la conclusión de que siempre voy a ser una padeciente. Siempre mirando desde afuera y construyendo estrategias para jugar su juego. El juego de lxs flacxs.
Estoy harta de buscar palabras pedagógicas para explicar el malestar. Veo a mis amigas, todas flacas y preciosas, transpirar por vivos de instagram y hacer rutinas para no subir de peso. Veo a gente que admiro con miedo del después, de su figura post pandemia, hablando de lo terrible que va a ser salir de sus casas y encontrarse con otrxs que lxs vean así. ¿Así cómo? Estoy enojada y por eso me alejo de las redes sociales y escribo en un cuaderno sobre mi vergüenza más profunda y a la vez más visible: mi cuerpo. No puedo escribirlo por chat ni hablarlo por videollamada, no quiero incomodar. La gordofobia nos aleja.
Es 2020 y pasé el primer mes de la pandemia en lo de mi familia, lejos del departamento en el que vivo con amigas. La comida vuelve a ser el actor principal y me repito, mirándome frustrada frente al espejo, que definitivamente no hay espacio para otro padecimiento. Mi cuerpo enorme oculta la pandemia. Soy, físicamente, un obstáculo para el paisaje del desastre. Afuera se apilan cadáveres y mi papá me recomienda comer ensalada en vez de puré. ¿Cuál tragedia es, entonces, más grande?