Foto de portada: Eugenia Marengo
La noche del sábado 21 de septiembre suena el teléfono de Ludmila Seropian. Habla segura, como quien sabe lo que dice. Su voz siempre se proyecta agradable, no duda, no tiembla, no titubea. Limpia y firme. Vive en Villa Yacanto en las sierras de Córdoba y su pareja es Walter Álvarez, el segundo jefe del Cuartel de Bomberos de la ciudad, que la llama. Le dice que hay que convocar civiles para armar una línea de defensa en la zona de Puente Blanco, un paraíso de aguas cristalinas y pinares en las laderas, porque viene el fuego y hay mucho viento. Cuando corta la llamada, camina los pocos metros que la separan de una ventana y ve una línea de llamas incandescentes que se acerca cortando la oscuridad.
“Para mí estaba cerca de mi casa. En realidad, estaba lejos solo que las dimensiones no las tomas si no estas en el lugar preciso”, dice. Ludmila vuelve a agarrar el teléfono y manda un audio, como tantas otras veces lo hizo, a un grupo de Whatsapp administrado por ella con más de 1000 vecinos de la zona. Su voz se ahueca, se corta, pero repite la información: camiones cisterna, 4×4, palas, rastrillos, baldes para sacar agua del rio, logística en el cuartel. “Estaba completamente angustiada convocando gente. Todos se agarraron de mi angustia que pudo haber sido un gran problema. Por suerte se movilizó todo el pueblo y salió todo bien. Después de esa situación me pude tranquilizar, pedir disculpas y seguir de la misma forma manteniendo la calma y enviando información”, dice.
Entre 1987 y 2018, el fuego afectó el 58% de las sierras de Córdoba y 9210 focos quemaron 1.609.672 hectáreas. Lo mismo que 28 ciudades de Córdoba, la capital provincial. En 2023 se incendiaron 40.803 hectáreas en Córdoba, equivalentes al 0,2% de la superficie provincial, principalmente entre los meses de agosto a noviembre, alentado por la sequía más alta de las últimas seis décadas. Desde julio de 2024, el fuego afectó 76921 hectáreas. Los incendios en Capilla del Monte, Chancaní y Villa Berna sumaron 51390 hectáreas quemadas, mientras que en focos anteriores se registraron 25500 hectáreas afectadas. En El Durazno, el incendio abarcó 10500 hectáreas, en Linderos 7785 hectáreas y en la zona de Calera y Yocsina 5000 hectáreas. Otros focos, como Falda del Cañete, Cosquín y Ambul, sumaron un total de 2240 hectáreas quemadas. El Instituto Gulich y la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE) son dos organismos que relevan estos datos de incendios en la provincia de Córdoba.
Laura Bellis es investigadora, Doctora en Ciencias Biológicas y forma parte de Biofuego, un equipo del Instituto Gulich, que los estudia desde la ecología del fuego y la biodiversidad, el termómetro de un ambiente sano. Los datos que cuenta no son alentadores: un bosque sano es más húmedo y tiene menos probabilidad de incendiarse que un pastizal. El problema es que ya no nos quedan bosques sanos. Los incendios constantes cambiaron la vegetación a arbustal y pastizal y todo se volvió más inflamable. No se respetan los tiempos de la naturaleza para que el bosque se regenere y, en cambio, hay más ganadería, urbanizaciones, desmonte, agricultura, basurales a cielo abierto, trazados de caminos y tendidos eléctricos.
“Otra cuestión es que en las sierras tenemos construcciones de interfase que son las casas en entornos verdes. Esa construcción por ahí no se percibe como algo tan nocivo, pero como no está bien regulada promueve también un montón de pérdida de biodiversidad, más la ocurrencia de fuego y a la vez otros problemas como las invasiones por especies exóticas”, dice.

Un efecto dominó: así describe Laura las consecuencias de los incendios para las cuencas, los tanques de agua de las sierras de Córdoba. El bosque es la vegetación que regula esas cuencas y que retiene el suelo. Si llueve el agua se filtra mas lento y se mantiene el ciclo. Pero cuando no hay vegetación, el agua llega con fuerza, lava los suelos y provoca inundaciones. Además, arrastra sedimentos (como ceniza) y va ensuciando el agua que espera pendiente abajo. Entonces, suceden varias cosas: se pierde el suelo de las montañas, se cambian las condiciones del agua para la flora y fauna acuática y las cenizas alteran la calidad del agua para consumo humano. “Después Aguas Cordobesas (la empresa concesionaria del servicio de agua potable) tiene problemas como que se le tapa los filtros o tiene que agregarle químicos. Con los incendios, no solo perdes cantidad si no calidad de agua para los habitantes de la región”.
Las costureras del pueblo
En las calles de San Marcos Sierras hay cenizas, humo y pocos vecinos. Nadie sabe muy bien que día es, el calendario se mide por el tiempo que el incendio está cerca. En la esquina de San Martin y Costanera está el Bar Pueblo y hace once días que un grupo de mujeres no para de coser monjitas y hacer chicotes. Las monjitas son capuchas que usan los bomberos y los brigadistas para cubrir cara y cuello cuando van a apagar los incendios, tienen una abertura entre los ojos y la boca, y un faldón para ponerlo arriba o adentro de la ropa. Hicieron 1200.
Romina vive hace 12 años en el pueblo, es dueña del bar, diseñadora de indumentaria y soñaba con hacer algún día una jam textil. Cuando el incendio se empezó a acercar y brigadistas y bomberos se prepararon, ellas juntaron telas, sacaron el molde y acomodaron las máquinas de coser en el salón principal. En una esquina, los retazos, en otra esquina, un carpintero lija los palos que serán 500 chicotes, una herramienta para extinción de líneas de fuego con golpe que tiene en la punta lonjas de tela. Afuera del bar, dispuestas en otras mesas, se reúnen las comisiones de dulce y de salado. Romina abrió la cocina para hacer comida comunitaria.
“Fue una respuesta impresionante que obtuvimos desde el pueblo. Se armó un equipo inesperado. Que loco que necesitemos del caos para encontrarnos en la unión cuando tenemos un montón de cosas lindas para festejar y compartir en este lugar hermoso. Nosotros ponemos el cuerpo desde acá, pero los que se atreven son otros. Es acompañarlos con lo que sea, con la alimentación o el cuidado de las herramientas. Siento que nos quema a todos el fuego, estando cerca o lejos, nos quema por dentro”, dice.
El patio de mi casa se incendia
La Juani arrastra unos bidones con agua hasta su casa, es la única de la que puede tomar. Ya no hay pozo de agua por que se contaminó con cenizas y plásticos, no hay tranquera por que se quemó, no hay tendido eléctrico de 800 metros por que el fuego pasó por encima. Dice que el daño más enorme es a la flora y la fauna del territorio, su territorio comunitario, una reserva natural de memoria ancestral en San Esteban. Juana Manuela López es casqui curaca trans de la Comunidad Indígena Hijos del Sol Comechingón.
Habla tranquila y cansada, su voz tiene un rastro de que lo peor ya pasó, pero que lo que viene también es terrible. Hace seis días estuvo sitiada por el fuego, encerrada, no podía salir. Todo el pueblo de San Esteban también: en Capilla del Monte había fuego, en Los Cocos había fuego, en La Cumbre, había fuego, en San Marcos Sierras había fuego. Una fotografía seis días después muestra una pequeña construcción, techo blanco, rodeada de suelo negro y ceniza. Su vivienda se salvó por los aviones hidrantes pero el fuego arrasó todo el territorio, su casa: “Yo vivo sola en el territorio comunitario, estaba sola acá en mi casa, y me evacué. Se quemó todo. Mi casa no se quemó, pero yo salgo al patio y está todo quemado. No se me quemaron las cosas materiales, pero se me quemaron otras cosas más importantes”.
La Juani hace memoria, pero no recuerda otro incendio tan grande. Lo que si recuerda, dice, es el fuego y las tácticas, las mismas de hace 530 años atrás. Las mismas que usaban para quitar territorios, desplazarlos. La tarea que viene es una sola: cuidar del territorio declarado como Reserva Prehispánica, cuidar de las ruinas, de las huellas del pueblo comechingón.


Giuliana Santoli afirma con seguridad dos cosas. Una, le da miedo el fuego. Dos, no se va a quedar sentada esperando en su casa en La Granja mientras todo se incendia. Junto a otras 32 personas, es una de las brigadistas de la Brigada Forestal Colibrí, espacios comunitarios formados en 2020 por vecinos y vecinas de las sierras para enfrentar los incendios.
Entendió que su aporte no es ir al combate así que es encargada de logística y comunicación y dice que no es parecido a un trabajo, no es parecido a un voluntariado, no es parecido a un hobbie. Es así: cuándo ven una columna de humo o un vecino les avisa, buscan información para saber de donde viene el fuego (magnitud, viento, humedad) y la ordenan para decidir entre todos si van a combatirlo, si hay recursos, si hay energía. Si salen, el punto de reunión es un cuartel improvisado en la casa de algún brigadista. Juntan las herramientas y preparan la comida de marcha: frutas, frutos secos y agua. Ordenan roles, definen jefe de seguridad, salen. Su primer destino es el cuartel de bomberos del lugar o la mesa operativa que esté trabajando en el incendio. Arman una estrategia y las cuadrillas se adentran en el monte. Antes, le piden permiso.
“Este último fuego desde el inicio en Capilla del Monte hasta el final acá en La Granja fue un gran fuego que se fue moviendo. Fue muy desafiante, el más largo y difícil que tuvimos desde que yo entré. Y además con la emocionalidad de que sea acá en casa, le decimos casa al patio de casa cuando son las sierras a las que vamos el fin de semana a caminar, territorio que conocemos mucho y que nos duele especialmente. Fueron días muy desafiantes y muy duros”, dice.
La informante
Es lunes 21 de agosto de 2023, feriado, la regla del 30 marca las condiciones perfectas para que un foco se convierta en un desastre: temperatura más alta de 30°C, humedad relativa menor al 30%, velocidad del viento superior a 30km/h. Ludmila trabaja al lado del Cuartel de Bomberos de Villa Yacanto, su pareja, Walter, está en su casa con su hijo de cuatro meses. Suenan las sirenas. “Salí afuera, agárrame a Bauti, tenemos incendio”, le escribe Walter. Con el bebé ya en brazos, Ludmila corre la cortina y lo único que ve es un tapiz negro. “A medida que pasaba el tiempo se iban aumentando los focos. Era una amenaza constante y una paranoia de la gente. Yo era una mamá primeriza, con mi bebe de cuatro meses, el teléfono al rojo vivo, mi marido frente al fuego y un incendio. Una trata de mantener la calma”, dice.
Ludmila armó un grupo de Whatsapp, que hoy ya son dos y reúne a más de 1000 personas, y se convirtió en un canal de información oficial sobre incendios que afecten al pueblo o a la zona. Walter además es vocero del cuartel y comparte novedades a los medios de comunicación. Ella reenvía esa información a los grupos de vecinos y reporta novedades. Habla de mantener la calma como informante para llevar tranquilidad a quienes están esperando.
“Estos días recurrí a rezar, que es algo que no hago normalmente. Estoy bautizada, no practico a diario, pero sentí en ese momento hacerlo. Una está del otro lado mandando un mensaje a un bombero o brigadista, aunque no lo puedan ver de inmediato, para saber cómo están, si necesitan algo. Es la vocación de servicio que eligieron, que un día salen y no sabes cuando regresan”, dice.
La unión también es el fuego
En la Brigada Forestal Colibrí en La Granja cuando el fuego se extingue, los 33 brigadistas se sientan, se miran a los ojos y hacen una ronda de palabras. Es una práctica que repiten siempre que se termina un fuego, como una forma de cerrar un capitulo y abrir otro. Esta última vez, con los fuegos de septiembre, las elegidas fueron dolor, tristeza y angustia, pero también esperanza, amor, donaciones, comida, cuidado y atención.
A más de 100 kilómetros de ahí, Cecilia Galasse elegirá las mismas palabras para describir este fuego y pedirá perdón por llorar mientras lo cuenta. Es vecina del pueblo San Marcos Sierras, se dedica a la restauración del bosque nativo y protege desde 2012 un espacio de 82 hectáreas que es una reserva de bosque nativo, vivero, huerta y aula abierta ambiental. Vino desde Buenos Aires a cuidar la casa y la reserva por un tiempo que se transformó en más de diez años rodeada de quebracho, quebracho blanco, algarrobo, mistol, tintitaco, tusca.
Cecilia habla de las noches subida al techo mirando los incendios intentando reconocer donde está, de los vecinos evacuados que llegaron a su casa, del humo que no dejaba respirar, de la logística para conseguir dinero para quienes van apagar el fuego, de los focos en el Cerro Escoba, el Cerro Alfa y el Cerro de la Cruz. “Este año el fuego estuvo mucho más cerca. Yo todavía no pude bajar al pueblo, por la emoción y la tristeza no pude ir a ver”, dice.
En diciembre de 2023, en San Marcos Sierras armaron desde Defensa Civil un espacio comunitario donde trabajan bomberos, brigadas, policías, municipalidad, vecinos, iglesias, comunidades y otras organizaciones. El fuego este año llegó antes de los protocolos que estaban terminando de armarse: “Los últimos quince días empezaron a armar protocolos para ver cómo nos íbamos a organizar, donde dormir, quien iba a poner comida y el fuego empezó a suceder y cuando sucedió la maravilla de la solidaridad y de la cooperación de este pueblo fue increíble. El pueblo entero se unió para esta contingencia, es muy doloroso lo que está sucediendo y es muy hermoso a la vez”.
Y después
“El monte siempre vuelve. Si lo dejamos en paz, vuelve”, dice Cecilia, que ya está empezando a reunirse con un grupo local que trabaja sobre restauración y recolección de semillas. Lo que viene ahora es importante: no hay que pisar, hay que esperar que vengan las lluvias porque ese suelo tiene un banco de semillas.

Cuando habla de árboles nativos dice que tienen raíces muy profundas, entre tres y cinco veces de lo que vemos arriba, dice que en el bosque nativo cordobés conviven más de 25 especies con sus raíces entrelazadas. “Si desaparece lo que hay arriba, cuándo pasa un incendio, todas esas raíces buscan sobrevivir y se convidan los nutrientes y el agua. Hay árboles que estuvieron quemados y de golpe empiezan a brotar y te preguntas, ¿cómo hizo para sobrevivir? Y el resto de las especies le fueron convidando sus nutrientes. Es un monte maravilloso por eso, es muy solidario, tiene mucha resiliencia, se recupera. Los que no nos recuperamos somos nosotros. Si ese monte lo dejamos en paz, vuelve. Por ahí tarda 400 años y vuelve, pero yo no lo voy a ver. Los que nos quedamos solos somos nosotros”, dice.