“La casa de la calle 30”: el perfil definitivo de Chicha Mariani

En 2018 Chicha Mariani falleció sin encontrar a su nieta, Clara Anahí, apropiada por la última dictadura cívico-militar. Clara Anahí era una beba de tres meses cuando atacaron la casa en la que vivían sus xadres montonerxs, Daniel Enrique Mariani y Diana Esmeralda Teruggi. En el libro “La casa de la calle 30”, el cronista Laureano Barrera relata la búsqueda de Chichaa y arma el perfil definitivo de la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo. Publicamos uno de los capítulos a modo de adelanto. 

—Me caso.

Lo dijo una noche como las demás, en mayo de 1972, sin preludios. Chicha y Pepe se quedaron mudos. Daniel, que acababa de graduarse, terminó de detallarles el plan: había aceptado un trabajo en el Consejo Federal de Inversiones (cfi) que le ofrecía un exprofesor, y viajaba en tres semanas a una beca en Santiago de Chile para un curso de planificación regional organizado por la Comisión Económica para América Latina (cepal). Antes de partir, se casaba con Diana. La luna de miel sería en la República Socialista de Chile de Salvador Allende.

—Fue todo tan rápido que ni siquiera me acuerdo de si brindamos —dice Chicha cuando rememora el viaje que sería, acaso, el comienzo del final.

Daniel y Diana en la fiesta de casamiento. Créditos: Archivo Asociación Anahí

En la casa de la prometida, la noticia tampoco causó euforia. Más bien lo contrario. Diana tenía que renunciar a los votos de la fe bautista asumidos a los 13 años y rebautizarse en la grey católica. El padre de Diana, Mario, nunca había sido practicante, pero sintió esa abdicación como un desprecio a los valores que ellos le habían inculcado. Y supuso que era el novio quien la arrastraba. Por eso no asistió al bautismo católico de su hija. Mucho tiempo después,

Bernardo y Daniel Teruggi, los hermanos de Diana, tejen hipótesis sobre aquella boda.

—Nadie en casa entendió la necesidad de casarse por iglesia teniendo en cuenta que ninguno de los dos tenía una historia reli giosa. Yo siempre pensé que era más un efecto cobertura. De mostrarse como un matrimonio respetable —aventura Daniel Teruggi desde París—. Fueron a hablar con mi padre para explicarle. No recuerdo si hubo una discusión, pero sí que el argumento había sido muy confuso.

Bernardo Teruggi, el menor de los cuatro, habla de su hermana una mañana de sofocante calor. Mientras prepara el mate atiende llamados para ultimar detalles de presentaciones: con 55 años, es director de la Camerata Académica del Teatro Argentino. Condujo más de veinte orquestas sinfónicas del Río de la Plata. Le llevó mucho tiempo y muchas terapias distintas hacer el duelo por Diana, dice. Se para y camina hasta la biblioteca de pared. Saca el libro Peronismo. Filosofía política de una obstinación argentina, de José Pablo Feinmann.

Créditos: Archivo Asociación Anahí

—Yo descubrí varias cosas de mi hermana en este libro —dice, mientras sostiene el volumen en la mano—. Una de las cosas que dice es que los cuadros montoneros eran verticalistas. El montonero tenía que cumplir ciertas normas. Entre ellas, estar casado por iglesia. Por eso se casó en la iglesia del Valle.

Sin embargo, ese 14 de junio de 1972, que amaneció muy frío y descargó a media mañana una lluvia espantosa, Diana y Daniel todavía no tenían contacto con las organizaciones guerrilleras. El novio se levantó temprano, como siempre, desayunó y se puso un traje oscuro ceñido, chaleco Bremer, una camisa blanca con una corbata a tono y los mocasines de puntera fina: un vestuario no muy diferente al que usaba para ir a la facultad. Diana no se casó de blanco ni con un vestido de cola larga y volados de princesa que sí llevaban las prometidas que solían ir a ver con Bernardo años antes, cuando escuchaban la marcha nupcial en el viejo órgano de la iglesia del Sagrado Corazón. ¡Una novia, una novia!, gritaba su hermanito cuando escuchaba los primeros acordes del «Ave María» desde la galería del patio. Diana dejaba en suspenso lo que estaba haciendo, lo agarraba de la mano, y corrían la cuadra y media que separaba su casa del templo para presenciar las bodas de novios ignotos. Bernardo miraba con fascinación aquellas hadas blancas y quedaba hechizado con la sonoridad del piano. Eran los tiempos de
la adolescencia, en los que Diana todavía soñaba con ser la heroína de los cuentos juveniles que leía, la destinataria de «Eu Te Darei o Céu», de Roberto Carlos, o de las canciones de Joan Manuel Serrat que escuchaban en el viejo tocadiscos Winco con su hermana Lili.

Desde esas tardes de los años sesenta hasta la de su boda, el tiempo había transcurrido dejando marcas, y las cosas que le importaban habían hecho su viraje. Tenía 21 años, estaba por viajar cuatro meses a un país con una revolución en marcha, y ya no había tiempo para frivolidades. Por eso, ese día eligió vestirse con un saquito blazer azul, sencillo, la pollera tubo hasta las rodillas del mismo color, zapatos negros con poco taco y un pañuelo blanco con un nudo al cuello, a la manera de los niños exploradores. Llevaba su pelo suelto por debajo de los hombros, con ondulaciones naturales: la planchita, que había sido imprescindible tantos fines de semana de su adolescencia, también había quedado atrás. La ceremonia religiosa fue en la parroquia Nuestra Señora del Valle, presidida por los curas José María Montes y Juan Carlos Ruta. Fue espontánea y poco usual, porque los novios ayudaron en la liturgia. Después, en medio de la tormenta, las dos familias acompañaron en caravana a los recién casados al aeropuerto donde abordaron el vuelo a Santiago de Chile. Esa noche, cuando cerró la puerta de su casa, Chicha se sintió absolutamente sola. Su hijo y su nuera pasarían los próximos cuatro meses al otro lado de los Andes, y Pepe estaba enfocado en la inminente gira con el cuarteto de cuerdas por Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Honduras, México y Nueva York. Se pasaba el día entero encerrado en el altillo, ensayando por
las mañanas y escuchando grabaciones y descifrando partituras a la tarde. Chicha canalizaba sus energías en la única responsabilidadque le quedaba: las clases del Liceo.

Dos semanas después, llegó una carta desde Santiago. La escribía Diana, una tarde de las que Daniel pasaba en el curso de las Naciones Unidas. Contaba cosas domésticas: estaban en una especie de pensión, a punto de mudarse a un nuevo departamento, Daniel andaba bastante mal del hígado, y planeaban ir a esquiar a Portillo cuando pasaran las fechas de exámenes. Habían intercam- biado los primeros regalos de casados: Posky, un anillo de Ágata, precioso; ella, una bolsa de agua caliente. «El 9 de julio vamos a hacer una reunión festejando la Independencia. Varios compañeros de distintas nacionalidades van a venir. Estoy pensando qué les puedo preparar para esta fiesta».

En septiembre, mi papá también recibió correspondencia de Daniel Mariani, su vecino del C. Pero el tono era otro. Dentro del sobre, había una postal con vista aérea de Santiago y al dorso una frase que ya no recuerda, pero lo sorprendió, por su mensaje inflamado. Mientras los recién casados participaban de manifestaciones de más de 500.000 personas en apoyo al gobierno de Allende—que había iniciado una reforma agraria y nacionalizado las minas de cobre—, y los empresarios camioneros habían iniciado una larga huelga desabasteciendo gravemente a los barrios, recibían las cartas de Chicha preguntándoles cómo era el hotel donde se alojaban y si querían que les despachara por encomienda un nuevo juego de sábanas. Daniel no podía entender el abismo que se había abierto
entre sus preocupaciones y las de su madre.

—En esa época, lo que llegaba acá era que Chile estaba pobre, que no había comida —recuerda Chicha—. Dios mío, me han considerado tan tonta, seguro, porque yo me preocupaba por las sábanas.

Las voces también envejecen. Me doy cuenta cuando escucho una entrevista a Chicha de 2009. Su voz es tersa, tiene un timbre potente: todavía suena apurada. En mis treinta horas de conversación con ella, desde 2014 a 2018, su registro se va apaciguando, va perdiendo aliento, hasta volverse un murmullo melodioso pero cascado que parece a punto de quebrarse como una rama seca. En la vieja grabación —que se llama simplemente «Noviembre 2009» y encontré en su archivo—, se escucha a un hombre nacido en Mendoza que habla con un nítido acento extranjero: como si hubiera vivido en un país anglosajón durante mucho tiempo. Según infiero, vino a declarar a un juicio por delitos de lesa humanidad, y algunos militantes cercanos a Chicha intercedieron para que pudiera entrevistarse con ella.


—Vino del Chile allendista completamente cambiado —le cuenta Chicha al hombre en la entrevista, refiriéndose a la transformación de su hijo y su nuera cuando volvieron a Argentina—

Más de lo que había llegado de un viaje de mochila que hizo con unos compañeros yudokas a Misiones. Vinieron de Chile con una pareja de mexicanos, a quienes les prestamos nuestro departamento en Buenos Aires. Después siguieron una amistad por carta hasta que las cosas se diluyeron en el tiempo.

La transformación radical que Daniel y Diana experimentaron en Chile es un acuerdo unánime en las dos familias. No solo volvieron de Chile aquel octubre de 1972 siendo otros: volvieron siendo peronistas.

—Sé que llegaron muy contentos, de lo más entusiasmados, porque realmente ese viaje fue, indudablemente, revelador —dice

Daniel Teruggi, en el testimonio que dejó para el Archivo Biográfico Familiar que tiene la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo. Bernardo lo reafirma.


—Diana empezó a cambiar cuando volvieron de Chile. En eso coincido con Chicha. Vieron la realidad social de Chile y se metieron «hasta acá» —dice llevándose la mano, de canto, hasta la línea que divide la frente con el pelo.

Una noche —sería noviembre o diciembre— invitaron a Lilia, la hermana de Diana, y a su pareja, Oscar «Bocha» Sosa, a comer ceviche a su departamento. Diana se había mudado al departamento de Daniel después del viaje. El hijo de Chicha viajaba todos los días en tren hasta el cfi, sobre la calle Alsina, en la ciudad de Buenos Aires. La cena fue agradable: conversaron sobre los meses en Santiago y la situación política del país.

—En un momento de la cena, Daniel me pidió que los pusiera en contacto con militantes de la Juventud Peronista. Yo militaba desde hacía un tiempo en la Federación Universitaria, la furn —me cuenta el Bocha Sosa en una entrevista por WhatsApp.

El Bocha contactó a su concuñado con un estudiante de Ciencias Económicas que había sido uno de los fundadores del furn, a quien conocía de vista de las asambleas de la organización.

—Antes de Chile eran, según mi experiencia, dos tipos individualistas. Por eso me sorprendió tanto ver la pasión con la que se zambulleron a la militancia, y la bondad que demostraron, ese desapego a la propia individualidad.

Pocos días después de la cena en su departamento, la pareja estaba participando activamente en la Juventud Peronista (jp). Daniel, que ya estaba graduado, empezó a militar en un barrio humilde al norte de la ciudad. Diana, que estudiaba Literatura y Letras en la Facultad de Humanidades, se sumó a la Juventud Universitaria Peronista (jup). El Bocha nunca dudó del afán bienintencionado, pero cree que fue un impulso más sentimental que meditado, la impresión por lo que habían vivido en Chile.

—Empezaron a militar —le cuenta Chicha al hombre mendocino, en la grabación antigua— con mayor compromiso político. Y yo, ocupadísima con mis cosas… Veía que estaban en algo que los ponía en peligro, pero nada más. Me fui dando cuenta de a poco de su cambio y su compromiso. El repaso de sus agendas confirma sus dichos: en todo ese año 1972, tan convulsionado en lo político y lo institucional, sus anotaciones se reducen a sus tareas en el Liceo y algún turno médico o asunto trivial: «Comprar esmaltes», anotó el 19 de agosto, tres días antes de que la dictadura de Alejandro Lanusse ejecutara en Trelew a diecinueve guerrilleros.

Con el triunfo electoral de Héctor Cámpora, en marzo de 1973, las disputas internas dentro del peronismo se agudizaron y se volvieron cada vez más cruentas. Daniel y Diana militaban en distintos ámbitos de la jp, que pretendía, al final del camino, una revolución. El 20 de junio de 1973, Perón volvía al país tras dieciocho años de exilio europeo. Unos y otros tenían que demostrar la capacidad de movilización y la lealtad frente a los ojos del íder, pero los hombres de la derecha ocupaban puestos clave en las estructuras estatales y ubicaron tiradores ocultos que dispararon contra los militantes de la jp. El enfrentamiento, conocido como la Masacre de Ezeiza, dejó trece muertos y más de 350 heridos. El Bocha Sosa recuerda desde Italia cómo lo vivió Daniel.

—Daniel contaba entusiasmado cómo silbaban las balas. Me pareció una jactancia innecesaria —dice, con un tono apenas burlón.

En la casa de Chicha se había agudizado la tensión generacional. Cuando la política se filtraba en la mesa, en los encuentros del fin de semana, los planetas chocaban. Daniel terminaba ofendido por algún comentario de su mamá.

Después de Ezeiza, el vínculo entre la Tendencia Revolucionaria y su líder empeoró. Renunció el presidente Héctor Cámpora y asumió provisoriamente Raúl Alberto Lastiri, yerno del «Brujo» José López Rega, que había acompañado a Perón en el exilio como secretario, ahora era ministro de Bienestar Social, y todos lo señalaban como el poder detrás del trono del que sería —después de nuevas elecciones— el tercer mandato del caudillo.

A esa situación política enrarecida en el país, se le sumó el golpe de Estado en Chile y el asesinato del presidente Allende, la mañana del 11 de septiembre de 1973. La noticia se replicó en las radios argentinas. La conspiración había sido comandada por el general Augusto Pinochet. En su último discurso emitido desde la radio del Palacio de La Moneda, Allende le había jurado al pueblo defender con su vida los derechos conquistados. Cumplió: ordenó a sus asesores más cercanos renunciar y se encerró en su despacho. Los militares golpistas lo asesinaron ahí mismo.

—Mi mamá vino a visitarme desde City Bell, como cada tres o cuatro días. Como no teníamos mucho verde, traía siempre flores recién cortadas de su jardín. Ese día, Posky estaba de visita en mi casa —recuerda Chicha.

Su tono se carga de tristeza, se vuelve bajo y un poco pastoso a medida que se dibuja en su memoria el final de la historia.

—Apenas cruzó la puerta de calle, Daniel la abarajó diciéndole: «Abuela, mataron a Allende». Mamá dejó caer el ramo al piso, caminó hasta él, lo abrazó y se largó a llorar. A Posky también le corrían lágrimas por la mejilla, y escondió la cara en el hombro de ella. Yo miraba la escena y no podía creer: el llanto de mi mamá toda-
vía menos que el de mi hijo.

Clara Anahí. Créditos: Archivo Asociación Anahí

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