La otra pirámide: Violencia de género en Egipto
Desde comienzo del confinamiento por la pandemia, en el país árabe más poblado las cifras de violencia de género continúan en ascenso. El asesinato, la violación por parte del marido, hermano o padre, así como la instigación al suicidio son las violencias más comunes. Pero también, en palabras de la periodista Imán Adel, “el nivel y las manifestaciones de los crímenes contra las mujeres en el tiempo del COVID supera la imaginación”. Entre los crímenes inimaginables se cuentan el de un hombre que arrojó por la ventana a su mujer infectada de COVID, otro que mató a su esposa porque no quiso tener sexo con él y aquél que la mató porque tardó en preparar la cena.
Según la doctora Abu al Azem -—citada por Adel— a la vez que aumentó la violencia contra las mujeres se dificultó la manera de cuantificarla ya que muchas mujeres no se acercan a los hospitales por miedo a contagiarse, aunque por los pocos datos con los que se cuenta es sabido que la violencia psicológica, física y sexual se ha potenciado. Fatma Sherif, psicoterapeuta y directora de asesoramiento farmacológico en la red de farmacias más grande de El Cairo señala que la demanda de tranquilizantes aumentó muchísimo durante la cuarentena y que en los grupos de WhatsApp creados para contener y aconsejar a las mujeres es comentario común que los maridos se creen los supervisores de la casa y que no hay diálogo que no termine en pelea.
En el Centro Nacional de la Mujer el censo más actual sobre cifras de violencia de género es de julio de 2020 e indica que solo el 1,5% de las mujeres egipcias sufren violencia doméstica. Una cifra que a todas luces está alejada de la verdad.
Cuestión de honor
El hogar es el ámbito de la violencia familiar por excelencia, donde el aislamiento y el silenciamiento de las víctimas están garantizados por la hegemonía masculina, pero también por la complicidad de las mujeres mayores. Como un efecto no deseado del confinamiento, algunos de los casos de violencia sucedidos en el ámbito doméstico salieron a la luz. Muchos de ellos desafían, también, la imaginación. Como el del padre que engañó a sus tres hijas menores diciéndoles que vendría un médico a inocularlas con la vacuna y luego de recibir la inyección se despertaron con las piernas atadas y un intenso dolor en la vagina: las habían anestesiado para mutilarlas. O la joven mujer del barrio popular al Salam, que hizo subir a su departamento a un hombre por la noche para que le cambie la garrafa. El portero, el dueño del edificio y otro hombre más ingresaron al departamento, golpearon y maniataron al gasista para luego dar una paliza brutal y tirar por el balcón a la mujer. Lo hicieron para “proteger el honor del barrio”.
La figura del honor, materializada en el control de la sexualidad femenina, es hegemonía masculina. El honor de maridos, padres, hermanos y hasta de los hombres del barrio dependen de la vida sexual de una mujer. Para más seguridad, se le arrebata su derecho al placer a través de la mutilación genital femenina (MGF). La MGF la practican las tías, madres y abuelas, como un legado siniestro que las convierte en cómplices de un crimen social que se complementa con la masculinización del espacio público y la represión estatal. Cuando la mujer tiene un comportamiento que se desvía de las normas impuestas por la sociedad patriarcal, como hacer subir a un hombre a su casa estando “sola”, su entorno la violenta y la condena en pos de limpiar su honor.
Para comprender el origen de las prácticas y “costumbres” que tienen como fin negarnos el derecho al placer y a decidir sobre nuestros cuerpos, es necesario dejar de lado los relativismos culturales que presentan la situación como estática, inmutable y eterna o ¿acaso aceptaríamos la premisa de que nuestros hombres nos matan porque nuestra cultura “es así”? Casamientos de niñas, violaciones en los matrimonios, violencia doméstica, crímenes “de honor”, pruebas de virginidad, son algunas de las prácticas más violentas que transmiten el dolor y la angustia de saber que, aunque parezcan propias de una geografía distante, no nos son ajenas a las mujeres latinoamericanas.
La crueldad y la virulencia de “la guerra contra las mujeres”, para utilizar la frase acuñada por Rita Segato, hace urgente la generación de nuevas herramientas de comprensión teórica y de práctica política que excedan los estudios de caso, que aborden la cuestión de manera transversal y puedan dialogar entre sí. Políticas basadas en costumbres inventadas que expulsan a las mujeres del espacio público y las recluyen en la casa, a sabiendas de que, para muchas de ellas, el hogar es un lugar incluso más peligroso.
La base de la pirámide: Estados coloniales, sociedades patriarcales y ciudadanía subordinada
A lo largo del siglo XX y XXI las mujeres árabes y latinoamericanas han creado una cultura política propia que tradicionalmente ha dialogado o confrontado con el feminismo euro-estadounidense. En las últimas décadas, las experiencias del feminismo negro y chicano comenzaron el camino hacia una descolonización sobre el pensamiento de la emancipación femenina hablando de racismo, patriarcado, colonialismo y ciudadanía ofreciendo una lectura interseccional que aportó nuevos elementos para la comprensión así como el desarrollo de teorizaciones y prácticas.
El cuerpo de la mujer latina-árabe es una prisión cercada por la vergüenza, la culpa y la violencia de un patriarcado colonial que hizo de ella el lienzo sobre el que escribió su razón imperial. En América Latina el colonialismo español y el neo-colonialismo criollo lo hicieron a través de la imagen racista-patriarcal de la indígena carnal, animal, anti-divina que debe ser protegida de sí misma. Producto de esta violación, la mestiza y su madre Mallinalitzin-Marina-Malinche, mujer, símbolo de derrota y humillación se convirtió en “lo otro”. La actualidad de este pensamiento racista y criminal la encontramos en la tan poco visibilizada y condenada práctica del “chinaje”. En Medio Oriente, con una misión civilizatoria higienista capitalista igualmente racista Europa cultivó el mito de la supuesta “omnipresencia sexual” de la mujer árabe. En ambas regiones, el silenciamiento, la ocultación, la opresión y su expresión estético-política, la representación, insertaron desde el momento colonial la simiente de un patriarcado antes desconocido para las poblaciones locales.
Como una astucia del dispositivo patriarcal-racista, se cimentó un “pacto colonial” entre hombres colonos y colonizados plasmada, tras la independencia de los países, en una jerarquía de género desigual manifestada en la construcción de los ámbitos público y doméstico y que aún se sostiene como un sistema de complicidad y fidelidad entre hombres. La opresión femenina, identificada con el trabajo no pago dentro del hogar, pero también su aislamiento, complementó la instalación del modo de producción capitalista sostenido por la fraternidad masculina dentro y fuera de las casas. La tríada Estado, calle y hogar quedó cimentada con la creación del espacio doméstico como un lugar “natural” de violencia, aislamiento y opresión. La ama de casa, la “nueva mujer”, ese proyecto político trasnacional impulsado desde los países del norte e instalado como una forma de disciplina —muchas veces autoimpuesta— en lo que hoy llamamos “el Sur Global” tuvo implicancias cuyas consecuencias abrieron camino a las violencias pasadas y presentes.
La universalidad del sistema impuesto silenció las múltiples formas de organización social de ambas regiones imponiendo la opresión de clase-raza-género concentrada en la figura del Estado-nación que otorgaba una ciudadanía plena para los varones y otra subordinada o tutelada para las mujeres. El Estado, la calle y el hogar deciden qué derechos asignarnos, empezando desde el más básico derecho a la vida.
Por allí va la discusión que actualmente está planteando un colectivo conformado por más de 40 organizaciones feministas en Egipto. En una avanzada que podemos reconocer como global contra los derechos de las mujeres, el parlamento va a tratar en los próximos meses un proyecto de modificaciones al Estatuto Personal que habilita la figura del tutelaje masculino, existente en otros países de la región.
Con los hashtags #Ana_Muatena (Soy ciudadana) y #Wualaya_Haqi (La tutela es mi derecho) las egipcias estuvieron compartiendo sus historias personales en las redes sociales, buscando concientizar a la sociedad y a la clase política de los peligros que conllevan los cambios en la legislación.
El movimiento feminista egipcio, pionero en la región, tiene una larga historia de resistencia y organización a pesar de las políticas represivas que oprimen a la sociedad civil desde hace décadas. Unos pocos días atrás, una de sus figuras más destacadas, Nawal al Saadawi, se ha ido para siempre. Sus escritos pioneros sobre la violencia simbólica y física contra las mujeres en Egipto despertaron la conciencia de una generación silenciada; su militancia estoica y muchas veces solitaria la convirtieron en una referente ineludible para comprender las múltiples caras de la opresión femenina más allá de las fronteras.